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Reportaje:

La pintura y la zona erógena

A medida que pasan los años se hace cada vez más claro que la viva insolencia de Picasso, la impudicia de su genio, nunca será de nuevo totalmente reconocida como lo que fue. La insolencia ha merecido demasiado respeto. La evidencia de una cierta valentía está desapareciendo. Dejando a un lado esta pesarosa reflexión, la exposición de los últimos Picasso en el Centro Pompidou de París no ofrece ninguna gran sorpresa. No puede hablarse de un último florecimiento. No hay grandes pinturas tan logradas y sostenidas como las grandes obras de finales de la década de los treinta, del primer período cubista, o de los anteriores períodos azul y rosa. Para mí, la exposición constituye una confirmación de los argumentos que, antes de que muchas de esas obras fueran pintadas, expuse en el libro The success and failure failureof Picasso (El éxito y el fracaso de Picasso).

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Dicho esto, no hay ninguna razón para ser repetitivo. Más aún cuando esta exposición provoca nuevas líneas de reflexión —no tanto sobre la calidad comparativa de los diferentes períodos del arte de Picasso como sobre la naturaleza de la pintura misma—. Y por ello, uno debe estar nuevamente agradecido al anciano feroz, indomable y resuelto.

La exposición comprende pinturas, dibujos y grabados realizados por el pintor entre los 70 y los 90 años. Estas obras están dominadas por el tema de sexualidad. Más de las tres cuartas partes de los 200 trabajos expuestos muestran mujeres parejas observadas o imaginadas como seres sexuales. Yo he señalado un paralelismo con los últimos poemas de W.B.Yeats.

Obsesiones

"Piensan ustedes que es horrible que la lujaría y la pasión / deben llamar la atención de mi ancianidad. / No constituían un tal tormento cuando yo era joven.

¿Qué otra cosa tengo para incitarme a cantar?".

Sin embargo, ¿por qué una obsesión de este tipo se adapta tanto a medio de la pintura? ¿Por qué la pintura la hace tan elocuente? Antes de intentar una respuesta clarifiquemos un poco el tema. El análisis freudiano, con independencia de lo que pueda ofrecer en otras circunstancias, no es de gran ayuda en este caso porque se interesa esencialmente por el simbolismo y el inconsciente, mientras que la pregunta que formulo atañe a lo inmediatamente físico y a lo evidentemente consciente.

Tampoco, en mi opinión, ayudan mucho los filósofos de lo obsceno —como el eminente Bataille—, porque también, pero de forma diferente, tienden a ser demasiado literarios y psicológicos para la cuestión. Tenemos que pensar simplemente en el pigmento y en el aspecto de los cuerpos.

Las primeras imágenes que se pintaron mostraban los cuerpos de los animales. Desde entonces, la mayoría de las pinturas de todo el mundo ha mostrado cuerpos de una u otra clase. Esto no es menospreciar el paisajismo otros géneros más recientes; tampoco se trata de establecer una jerarquía. No obstante, si se recuerda que el fin primero, básico, de la pintura es el de evocar la presencia de algo que no está, no resulta sorprendente que lo que normalmente se evoquen sean los cuerpos. Es su presencia lo que necesitamos en nuestra soledad colectiva o individual para consolarnos, fortalecernos, animarnos o inspirarnos. Las pinturas hacen compañía a nuestros ojos. Y la compañía generalmente implica cuerpos.

Consideremos ahora —a riesgo de una colosal simplificación— las otras artes. Las historias narrativas suponen acción; tienen un comienzo y un fin en el tiempo. La poesía se ocupa del corazón, la herida, la muerte —todo lo que tiene su ser en el seno de la esfera de nuestras intersubjetjvjdades. La música trata de lo que está detrás de lo dado: lo mudo, lo invisible, lo Iibre. El teatro reconstruye el pasado. La pintura se ocupa de lo físico, lo palpable y lo inmediato. (El insalvable problema a que se enfrenté el arte abstracto fue la superación de esto.) El arte más próximo a la pintura es la danza. Ambas se derivan del cuerpo, ambas evocan el cuerpo, ambas son físicas en el primer sentido la palabra. La diferencia importante es que la danza, como narración y el teatro, tiene un Comienzo y un fin, y así existe en tiempo; mientras que la pintura es instantánea. (La escultura, debido a que es más evidentemente estática que la pintura, a que carece a menudo de color y a que por lo general no está enmarcada y resulta por tanto menos íntima, se encuentra por sí misma en una categoría que exige otro ensayo.)

La pintura, pues, ofrece una presencia palpable, instantánea, inquebrantable, continua, física. Es la más inmediatamente sensual de las artes. Un cuerpo a cuerpo. Siendo uno de éstos el del espectador. Esto no quiere decir que la intención de toda pintura sea sensual; la de muchas pinturas ha sido ascética. Los mensajes que se derivan de lo sensual cambian de siglo a siglo de acuerdo con la ideología. Igualmente cambia el papel de los sexos.

Por ejemplo, las pinturas pueden presentar a la mujer como un objeto sexual pasivo, como una pareja sexual activa, como alguien a quien hay que temer, como una diosa, como un ser humano adorable. No obstante, de cualquier manera que se utilice el arte de la pintura, su uso comienza con una profunda carga sensual que luego se transmite en una u otra dirección. Pensemos en una calavera, en un lirio, en una alfombra, en una cortina roja, en un cadáver pintados, y en cada caso, cualquiera que pueda ser conclusión, el inicio (si la pintura tiene vida) constituye un choque sensual.

Sensual y sexual

Quien dice sensual —término en el que están implicados el cuerpo humano y la imaginación— está diciendo también sexual. Y es aquí donde la práctica de la pintura empieza a hacerse más misteriosa.

Lo visual juega un papel importante en la vida sexual de numerosos animales e insectos. El color, la forma y el gesto visual alertan y atraen al sexo opuesto. Para los seres humanos el papel visual es aún más importante, porque las señales se dirigen no sólo a los reflejos, sino también la imaginación. (Lo visual puede jugar un papel más importante en la sexualidad del hombre que en la de la mujer, pero esto es difícil de valorar a causa de la importancia de las tradiciones sexistas en la moderna elaboración de la imagen.) Los senos, los pezones, el pubis, el vientre, son focos ópticos naturales de deseo y su pigmentación natural realza su fuerza atractiva. Si a menudo esto no se dice con la suficiente sencillez —sí se deja para el dominio de las pintadas espontáneas en las paredes— ello se debe al peso de la moralidad puritana. La verdad es que todos nosotros estamos hechos de esa forma. En otros tiempos, otras culturas han subrayado el magnetismo y la centralidad de esas partes con el uso de cosméticos. Cosméticos que añaden más color a la pigmentación, natural del Cuerpo.

Dado que la pintura es el arte apropiado del cuerpo, y dado que éste, para llevar a cabo su función básica de reproducción, utiliza señales visuales y estímulos de atracción sexual, empezamos ver por qué la pintura nunca está muy alejada de lo erógeno.

Consideremos el Tintoretto de La dama que descubre el seno (Museo del Prado). Esta imagen de una mujer desvelando su seno de manera que pueda ser visto es igualmente una representación del don, del talento de la pintura. En su nivel más simple, la pintura (con todo su arte) está imitando la naturaleza (con toda su habilidad) en la llamada de atención hacia un pezón y su aureola.

Dos clases muy diferentes de pigmentación empleadas para el mismo propósito.

No obstante, lo mismo que el pezón es solamente una parte del cuerpo, su desvelamiento es sólo una parte de la pintura. La pintura es también la expresión distante de la mujer, el gesto todo menos distante de sus manos, sus diáfanas vestiduras, sus perlas. su peinado, su cabello suelto sobre la nuca, la pared de color carne o la cortina que le sirve de fondo, y en todo el cuadro, el juego entre los verdes y los rosas tan querido por los venecianos. Con todos estos elementos, la mujer pintada nos seduce con los medios visibles de a mujer viviente. Las dos son cómplices en la misma coquetería visual.

A Tintoretto se le llamó así porque su padre era tintorero de paños. El hijo del tintorero, aun que descendiente directo de éste, y por tanto dentro de la esfera del arte, fue, como cualquier otro pintor, un coloreador de cuerpos, de cutis, de miembros.

Supongamos que ahora colocamos junto al Tintoretto la pintura de Giorgione Una anciana (Academia, Venecia), pintada aproximadamente medio siglo antes. Las dos pinturas juntas demuestran que la íntima y extraordinaria relación existente entre el pigmento y la carne no significa necesariamente una provocación sexual. Por el contrario, el tema de Giorgione es la pérdida del poder para provocar.

La ancianidad

"Me encontré al obispo en la calle / y mucho hablamos los dos. Esos senos ahora aplastados caídos, / esas venas tienen que secarse pronto. / Vive en una mansión celestial, / no es una horrible pocilga".

"Lo bello y lo horrible son parientes muy próximos / y lo bello tiene necesidad de Lo horrible', exclamé".

Sin embargo, ninguna descripción con palabras, ni siquiera estos versos de Yeats, pueden registrar como lo hace esa pintura la tristeza de la carne de la anciana, cuya mano derecha hace un gesto similar pero tan diferente. ¿Por qué? ¿Porque el pigmento se ha transformado en esa carne? Esto es casi la verdad, pero no del todo. Más bien porque el pigmento se ha convertido en la comunicación de esa carne, en su lamento.

Finalmente, añadamos a las otras dos pinturas La vanidad del mundo, de Tiziano (Pinacoteca, Múnich), en la que una mujer ha abandonado todas sus alhajas (excepto su anillo de boda) y todo adorno. Los perifollos que ha descartado como vanidad están reflejados en el oscuro espejo que ella sostiene. No obstante, incluso aquí, en este contexto, el menos adecuado de todos, la cabeza y los hombros pintados de la mujer claman deseabilidad. Y el pigmento está en el clamor.

Este es el antiguo y misterioso Contrato entre el pigmento y la carne. Este contrato permite a las grandes vírgenes con niño ofrecer una seguridad y un deleite sensuales profundos, lo mismo que confiere a las grandes piedades todo el peso de su aflicción —el terrible peso del deseo sin esperanza de que la carne viva de nuevo—. La pintura pertenece al cuerpo.

La materia de los colores posee una carga sexual. Cuando Manet pinta Le déjeuner sur l'herbe (una pintura que Picasso copió muchas veces durante su último período), la flagrante palidez del cuadro no sólo imita, sino que se transforma en la flagrante desnudez de las mujeres sobre la hierba. Lo que la pintura muestra es el cuerpo mostrado.

La íntima relación (la interface) entre la pintura y el deseo físico, que hemos de extraer de las iglesias y los museos, de las academias y los tribunales de justicia, tiene poco que ver con la especial textura mimética de la pintura al óleo, como explico en mi libro Ways of seeing (Modos de ver). La relación se inicia con el acto de pintar, no con el medio. La interface puede existir también en los frescos o en las acuarelas. No es el ilusionista carácter tangible de los cuerpos pintados lo que cuenta, sino sus señales visuales, que tienen una complicidad tan asombrosa con las de los cuerpos reales.

Amor a las mujeres

Posiblemente podamos ahora entender un poco mejor lo que Picasso hizo durante los últimos 20 años de su vida, lo que se veía conducido a hacer y lo que —como podíamos esperar de él— nadie realmente lo había hecho antes.

Estaba envejeciendo, era más orgulloso que nunca, amaba a las mujeres tanto como las había amado siempre y se enfrentaba al absurdo de su propia impotencia relativa. Uno de los chistes más antiguos del mundo se convirtió en su dolor y su obsesión, así como en un desafío para su gran orgullo.

Al mismo tiempo vivía en un aislamiento del mundo fuera de lo común: un aislamiento, como explico en mi libro, que él no lo había elegido en su totalidad, pero que era consecuencia de su monstruosa fama. La soledad de este aislamiento no le sirvió de alivio para su obsesión; por el contrario, le empujó cada vez más adelante, alejándole de cualquier otro interés o preocupación alternativos. Se vio condenado a una sola idea sin evasión, a una especie de manía que tomó la forma de un monólogo. Un monólogo dirigido a la práctica de la pintura y a todos los pintores muertos del pasado que admiraba o amaba o envidiaba. El monólogo discurría sobre el sexo. Su humor cambiaba de obra a obra, pero no su tema.

Las últimas pinturas de Rembrandt —y particularmente sus autorretratos— son proverbiales por su cuestionamiento de todo lo que el artista había hecho o pintado con anterioridad. Todo es visto bajo otra luz. Tiziano, que Vivió hasta cumplir casi tantos años como Picasso, hacia el fin de su vida pintó El desollamiento de Marsyas y la Piedad, de Venecia; dos últimos cuadros extraordinarios en los que la pintura como carne se hace fría. Tanto para Rembrandt como para Tiziano el contraste entre sus mas y sus primeras obras es marcado. Sin embargo, existe también una continuidad cuya base resulta difícil definir brevedad. Una continuidad lenguaje pictórico, de referencia cultural, de religión y del papel del arte en la vida social. Esta continuidad cualificaba y reconciliaba —hasta cierto punto— desesperación de los pintores viejos; la desolación que sentían pasaba a ser una triste sabiduría o una súplica.

Con Picasso esto no sucedió, quizá porque, debido a muchas razones, no existió una tal continuidad. En arte, él mismo hacho mucho para destruirla. No porque fuera un iconoclasta tampoco porque le impacientara el pasado, sino porque odiaba medias verdades heredadas las clases cultivadas. Destruyó nombre de la verdad. Pero lo que destruyó no tuvo tiempo antes su muerte de ser reintegrado en tradición. Su copiar, durante último período, de los viejos maestros como Velázquez, Poussin o Delacroix fue un intento encontrar compañía, de restablecer una continuidad quebrada los viejos maestros le permitieron que se uniera a ellos. Pero ellos no pudieron unirse a él.

Y así se vio solo —como siempre lo están los viejos—. Pero estuvo solo en forma no atenuada, porque se separó del mundo contemporáneo como persona histórica y de la continuada tradición pictórica como pintor. Nada le hablaba del pasado, nada la contraseña, y así su obsesión se convirtió en un frenesí; opuesto a la sabiduría.

El frenesí de un anciano en relación con la belleza de lo que ya no le es posible hacer. Una farsa, una furia. ¿Y cómo se expresa frenesí? (Si Picasso no hubiera sido capaz de dibujar o pintar todos los días habría enloquecido habría muerto; necesitaba el gesto del pintor para probarse mismo que todavía era un hombre vivo.) El frenesí se expresa retrocediendo directamente hacia el misterioso vínculo entre el pigmento y la carne y los signos que ambos comparten. Es frenesí de la pintura como una zona erógena ilimitada. Sin embargo, los signos compartidos, en lugar de indicar el deseo mutuo, ahora exhiben el mecanismo sexual. Cruelmente. Con ira. Con blasfemia. Esto es la pintura echando pestes de su propia fuerza y de su propia madre. La pintura injuriando lo que antes había celebrado como sagrado. Nadie antes había imaginado cómo la pintura podía ser obscena en relación con su propio origen, como algo distinto de las obscenidades ilustrativas. Picasso descubrió cómo podía serlo.

¿Cómo juzgar estos últimos trabajos? Todavía es demasiado pronto. Los que pretenden que constituyen la cima del arte de Picasso son tan absurdos como siempre lo han sido los hagiógrafos que le rodearon. Los que los menosprecian como las repetitivas y rimbombantes obras de un anciano no entienden nada sobre amor ni sobre la difícil condición humana.

Los españoles están proverbialmente orgullosos de la forma que pueden blasfemar. Admiran la ingenuidad de sus blasfemias y saben que blasfemar puede ser un atributo e incluso una prueba de dignidad.

Nadie antes había blasfemado la pintura.

Traducción: M. C. Ruiz de Elvira.

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