Historia del silencio
Tengo el hábito personal, que practico como profilaxis, de no leer periódico alguno desde hace ya varios años. Como excepción ocasional, adquiero su diario algún sábado, que en provincias publican el suplemento. Y lo gozo mucho, sobre todo, con la guía de compras y con los monográficos sobre ropa interior femenina.El trance más formal estaba este fin de semana cuando, tras la lectura de dos cartas enviadas a esta misma sección de su diario, he logrado encontrar después un número previo del mismo y he leído el artículo de Fernando Savater que titula Silencio por minutos.
Ruego de usted y del propio Fernando Savater, al menos, que me disculpen de una coincidencia biológica por la cuál, aunque comparto nombre con él, comparto apellido con mi hermano y, sin embargo, amigo. Y ruego también acepten mi afirmación de que no practico el hermanismo en ninguna modalidad. Confieso -y no sé si acabaré arrepintiéndome- que obran en mi poder y conocimiento las obras y sobras de ambos.
El citado artículo de Savater me parece sencillamente repugnante; teóricamente, indigno de él y sospechoso por innecesario.
No es la primera vez que me asombro en los últimos tiempos, pero sí es la primera vez en muchos años que vuelvo a contemplar la penosa situación del chivateo en público; espectáculo éste que recuerdo en mi infancia como escolar sujeto de castigo, y más tarde, en la universidad, como delación policial en aquel ambiente que Savater cita de paso.
Lo más grave de la delación es que obliga a la víctima a dar explicaciones de su comportamiento, de cualquier comportamiento; adquiere así valor en sí misma (el que empieza, gana) y hace bueno el principio: explicación no pedida, culpa manifiesta. El chivato, adelantándose, gana siempre. Ya lo sabe la voz popular: difama que algo queda.
Lo de Savater es una delación no tanto por el contenido de lo sucedido (?) en San Sebastián, sino por la forma de hacerlo, refugiándose en la Villa y Corte y removiendo la sangrante herida entre Madrid y el País Vasco. Savater, Sádaba y tantos más representan un papel que no pueden separar de sí mismos. Y esto, para todos ellos, es algo que, con un mínimo de decencia, deben encarar con todas sus consecuencias y allí donde sucediere. Es poco creíble, a pesar de la ironía añadida, que Savater haga un introito en su artículo, pasando de la llamada responsabilidad del intelectual. Eso es falso, y baste, paraprobarlo, su presencia en San Sebastián como en tantos otros sitios y -¡Dios mío!- en la página de opinión de EL PAÍS. Su comportamiento es de juez y parte.
Puestos a buscar excusas, y al pairo de algo que insinúa en su artículo, no vale quejarse de jugar fuera de casa". Que yo sepa, por ejemplo, Javier Sádaba vive en Madrid, de cuya universidad Autónoma es profesor. Y que yo sepa, Fernando Savater es titular de la universidad del País Vasco por vía de la en su día Ramada idoneidad, teniendo hoy cátedra en San Sebastián (amada tierra natal en su último libro), en tanto que vive en Madrid. Esto, además de administrativamente inadmisible y predemocrático (supongo diría él así), hace absurdo cualquier plantamiento de temor (?), en un ambiente que, dice él, fue adecuado o similar en este caso.
Además, y, en mi opinión, aún más grave, su artículo no sólo es injurioso contra una persona en concreto, sino que, a todos sus efectos, se fundamenta en su interpretación personal, haciendo gala de un mixto psicoanalítico-conductal-político, según el cual, y en continuidad con tesis más claramente expuestas en su día por Martín Villa y Rosón, en España no hay problema ni más na-
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cionalismo feroz que el vasco, pueblo éste infantil y sometido al fru-fru de las sotanas, cuyas manifestaciones más visibles son el arrastre de bueyes y las bombas. Tantos años de ética, filosofía, sociología, literatura y demás ramas para continuar, a estas alturas, en posiciones tan penosas, hacen sospechoso a alguien como Savater no sólo de ocultar la verdad, sino de ser cómplice en una mentira de charanga y pandereta tan compleja como esa verdad múltiple. Salvo mejor información de la actualmente disponible, corresponde a él explicarnos su ganancia. El resto perdemos todos.
Parece poder concluirse de su texto que cuando Savater acude a la llamada del intelecto fuera del País Vasco, el público sólo le hace doctas preguntas y no las patochadas que cita de San Sebastián. Comprenderá que ni yo ni nadie va a creerlo, y puedo asegurarle que conozco España y el idioma español muy bien. Llevo tantos minutos de silencio guardados en mi vida, por unos y por otros, que de hecho hablo muy poco, y no me cuesta esfuerzo. No he matado nunca a nadie,no tengo intención alguna de hacerlo y tengo experiencia próxima, sobre tantos muertos, desgraciados, marginados, torturados y trastornados como Savater no puede imaginarse. Eran -y son- de todos los colores. Me ha repugnado, me repugna y me repugnará siempre. La cuestión no puede zanjarse, como afirma Savater, a cargo del "sílencio cobarde de Euskadi". Queda pendiente, al menos, una historia del silencio.
Porque me repugna y básicamente por eso, no me parece tolerable que acuda a contarnos su irónica historia sobre el minuto de silencio -que, por decencia, todo el mundo debiera guardar por todo el mundo-, para, además de contarnos una vez más su vida, decir verdades a cuartos y hacer asombrosos resúmenes de situaciones políticas y sociales cuya complejidad es manifiesta. Su síntesis del problema le convierte en el padre Astete del llamado problema vasco, del cual piensa mucha gente honesta que comienza por el análisis del que debiera llamarse problema español. Es horrible el maniqueísmo de Savater en este aspecto y resulta vomitiva su invitación tácita a elaborar una lista de culpables.
Sin estética no hay ética -dejo la cita para quien proceda-, y la voz popular traduce esto diciendo que la cara es el espejo del alma. Invito por ello a Fernando Savater a que antes de coger la pluma se mire al espejo. E invito a EL PAÍS a que intente seguir pareciendo lo que parece; así, le animo a continuar adelante con el suplemento con muchos anuncios y fotos y a hacer un esfuerzo para incorporar en Opinión y en su Tribuna a firmas de autores extranjeros, que los hay muy buenos. Muchas gracias- .
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