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Tribuna:
Tribuna
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El estado, de la nacion

Llevo casi dos semanas en Madrid, tratando de tomar el pulso al país. Las impresiones, recogidas al azar en contacto con las gentes más diversas, pecan de subjetivas y hasta de arbitrarias, sin la información depurada y sesuda reflexión que seguro han acompañado a un debate parlamentario que, lamentablemente, no había levantado la menor expectación y que ha pasado sin pena ni gloria. Es suficientemente significativo del estado de la nación que lo que dicen los políticos en el Parlamento a nadie interese -hablan otro lenguaje, y hasta parece que viven en otro mundo-, de modo que las únicas controversias que vale la pena comentar son las que se dirimen en la calle. Una primera observación ha de referirse, ya no a la polémica que desde hace siglos los españoles mantenemos sobre los males de la patria -aunque haya decaído en este último tiempo, no ha terminado, ni sería bueno que acabase por completo-, sino más bien a la polarización que se produce entre los optimistas oficiales -cualquier Gobierno no puede menos que presentarse como el mejor de los posibles y, dado el progreso histórico, además como el mejor de todos los tiempos- y los pesimistas recalcitrantes, empeñados en no conceder mérito alguno al Gobierno de turno. Polarización muy propia de la cultura política española, que suele subrayar los blancos y los negros e ignorar la extensa gama de los grises, pero que, en fin de cuentas, tiene su fundamento en que toda política, sea la que fuere, favorece a unos y perjudica a otros, justificándose aquella que beneficie al mayor número, lo que realmente sólo se comprueba en un futuro más o menos lejano.En rigor, valorar correctamente una política es tarea del historiador, una vez ganada la debida distancia. Imagino que la realizada en estos últimos seis años se juzgará a partir de los muchos cambios efectuados -la dinámica social ha sido considerable-, menos en razón de -los cambios queridos, que más bien han sido escasos, que de aquellos no intencionados, a menudo incluso inadvertidos, que con el paso del tiempo se revelarán los decisivos. La lectura del periódico transmite la falsa opinión de que ocurren grandes desgracias y algunos eventos todos los días. Si recabamos la información en revistas especializadas, -los cambios son ya mucho más lentos, y los trechos, mucho más largos, pero sólo post festum somos capaces de construir esquemas explicativos medianamente satisfactorios.

Al no poseer, casi 12 años después de la muerte de Franco, una teoría indicadora de lo que en la transformación de España significaron aquellos 40 -y la situación actual se caracteriza por la obstinación en no volver la vista atrás-, dificil, por no decir imposible, es un diagnóstico de la actualidad. Cualquier comparación con el régimen anterior resulta tan imprescindible -en privado no se hace otra cosa- como en público inaceptable. Son muy fuertes los intereses que impiden recalcar continuidades, por manifiestas que sean, como los de aquellos que, atrincherados en el pasado, se niegan a reconocer rupturas, por lo demás no menos evidentes. La amnesia histórica es el rasgo más claro que define al presente, y me temo que no por vez primera: hemos inventado tantas leyendas negras y blancas sobre nuestro pasado porque rara vez hemos estado dispuestos a mirarnos con honradez en el espejo de la historia.

Un pueblo que ha decidido echar borrón y cuenta nueva, desprendiéndose de su pasado inmediato, está incapacitado para iluminar la opacidad del presente. En estas condiciones, el juicio se polariza entre el elogio o la condena, igualmente desprovistos de justificación. De espaldas a la historia, el momento actual aparece confuso, a la vez que elimina toda dimensión de futuro. En el régimen anterior, el presente nos parecía claro, aunque insoportable, pero, al llevar en su entraña el futuro liberador que esperábamos, no carecía de un cierto tono vivificante: sabíamos al menos por lo que luchar. La desorientación, en cambio, es otro rasgo del momento, que se cubre con la defensa o la crítica acérrima de la labor del Gobierno, en ambos casos fuera de cualquier referencia a la realidad.

Con todo, es harto significativa la procedencia de los elogios: preferentemente del sector empresarial, y tanto más encendidos cuanto mayor sea la envergadura del negocio; no en vano un ministro, que se dice socialista, se ha jactado de que España sea el país donde más fácilmente se puede ganar dinero, dando con los nudillos en la boca a los millones de españoles incapaces de aprovechar tan favorable coyuntura. Las críticas más duras, en cambio, se detectan entre los funcionarios y en algunas profesiones liberales, médicos y farmacéuticos a la cabeza. En la Administración, el Gobierno ha topado con un ámbito de poder tan intocable como el económico, pero como ante el primero ha amagado sin atreverse a dar, lo único que ha conseguido es soliviantar al personal, que, convencido de que los socialistas ladran pero no muerden, ha terminado por crecerse. El corporativismo más cerril y egoísta ha vuelto a campar por sus respetos. Llamativa también es la actitud de las clases populares, en las que prevalece un apoyo cada vez más inerte y resignado, cuando no pasan por completo, como suele ocurrir entre los grupos sociales marginados, bien por razón de edad o de sexo, bien por falta de un puesto de trabajo.

Qué duda cabe que en la polarización señalada ha desempeñado un papel decisivo la dinámica social que ha puesto en marcha el modo ortodoxo de superar la crisis, el cual conlleva la escisión de la sociedad entre un centro, con círculos aledaños que alcanzan hasta las capas obreras con un puesto fijo de trabajo, y una zona marginal, compuesta de los círculos externos, a caballo entre la llamada economía informa¡, el paro y la criminalidad, con. comportamientos anómalos, vistos desde el centro, pero que también cabe interpretar como formas de contracultura que expresan la creciente heterogeneidad social.

El comentario que domina la calle se centra en la sorpresa de que justamente este proceso de cisura social se. haya agravado con un Gobierno socialista, cuando el mérito mayor de la socialdemocracia del norte de Europa ha consistido en haber realizado con éxito una política de cohesión e integración social. Las socialdemocracias han nivelado y soldado lo que el capitalismo, abandonado a su propia inercia, escinde en polos contrarios. Ahora bien, hasta los que critican las consecuencias sociales de la política económica realizada en estos últimos años no presentan alternativas convincentes, conformándose tan sólo con correcciones puntuales, según los intereses específicos que defiendan. Aun así, cabe diferenciar aquellos que esperan una segunda etapa con algunas rectificaciones de orden social, don el fin de reestablecer nuevas formas de integración, de aquellos que se congratulan de los resultados económicos, pese a los costes sociales que implican, seguros de que sin estas tensiones nunca se desentumecerán los pies de barro de la sociedad española, y sin endurecerlos no se podrían dar los saltos de gigante que, al parecer, permite el momento actual.

Nuestro mayor lastre histórico sería la falta de un liberalismo coherente y a su tiempo, en el fondo indispensable para modernizar una sociedad tan conservadora, corporatívista, amiga del privilegio y del monopolio, como la española. Aquí lo único que tendría efectos revolucionarios sería la libre competencia en todos los ámbitos sociales y profesionales, y no sólo en el económico. Porque a lo único a que se resisten los españoles con todas sus fuerzas es a competir libre y noblemente. Habría sonado la hora del liberalismo en España; lo sorprendente es que la campanada la hubieran dado los socialistas.

La polarización entre defensores y críticos del Gobierno se duplica con la de optimistas y pesimistas respecto al futuro. Al ponderar el estado de la nación, no cabe más que dar la razón a los dos. Muy mal tienen que venir las cosas para que los optimistas que recalcan las enormes potencialidades de crecimiento de la economía española queden refutados y confundidos. Dentro, y sobre todo fuera de España, se cuenta con una rápida expansión de nuestra economía, y estas expectativas refuerzan la coyuntura. Difícil también que el futuro rebata a los pesimistas que anuncian una sociedad cada vez más desarticulada, escindida, insegura y conflictiva. Podemos decir, como siempre se ha podido decir, que cada día las cosas marchan mejor y que cada día marchan peor: todo depende desde qué ángulo se emita el juicio. Lo que cuesta aceptar, desde una 6ptica de izquierda, es que el único camino para el crecimiento pase por una desarticulación y empobrecimiento social.

Cierto que hay que pagar un precio para conseguir cualquier objetivo y nada positivo existe sin aspectos negativos, pero apostar, por el crecimiento a todo trance y a cualquier precio, máxime si es inducido y en buena parte controlado desde fuera, permaneciendo impasibles ante el rápido deterioro del aparato del Estado y sin que las instituciones educativas logren re montar el vuelo, bien puede ponemos de punta los cabellos, y no sólo desde una perspectiva de izquierda.

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