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La 'mujer fatal'

El teatro madrileño de la Zarzuela estrena 'Lulú', de Alban Berg

El desenlace de la primera película hablada alemana, El Ángel Azul (1930), de Josef ven Sternberg, se inicia con una patética escena en la que Emil Jannings representa a un hombre destruido, sentado junto a un cartel de Lola-Lola. Jannings, que interpreta al profesor Rath, vende entre el público del cabaré donde se halla fotos de Lola-Lola, su mujer en la ficción. Mientras la cámara se recrea en mostrarnos la triste imagen de ese "hombre caído", suena la voz de Marlene Dietrich: "Ten cuidado con las rubias".La película de Ven Sternberg daba carta de naturaleza en la entonces naciente cultura de masas a la imagen de la mujer fatal, un estereotipo artístico e imaginario forjado en la segunda mitad del XIX. ¿Qué sentidos encierra esa imagen? Ante todo, una fuerte carga de deseo: la mujer fatal es uno de los principales focos de atracción erótica para la imaginación masculina moderna. Pero, también, una intensa tonalidad de incertidumbre: la inseguridad ante una sexualidad tan potente y tan poco controlable por el hombre. Es, una vez más, la "atracción del abismo". La mujer fatal es una imagen dual. Implícita o explícita, exige siempre como correlato la imagen del "hombre caído", destruido por sucumbir a los encantos de una mujer a quien no puede dominar.

Sueño masculino

Lola-Lola, y el soporte femenino de carne y hueso que le dio vida, Marlene Dietrich, son, sin embargo, un producto masculino, en este caso, de Ven Sternberg. Fue él quien decidió transformar las características de Profesor Unrat (1905), la narración de Heinrich Mann centrada en la personalidad tiránica de un profesor, que sirve de base a la cinta, en El Angel Azul, que gravita en torno a la autodestrucción de un hombre enamorado. Para reflejar en la pantalla a su heroína, Ven Sternberg "tenía un modelo en el espíritu": se había formado una imagen inspirándose en la Lulú, de Wedekind, que resuena incluso fonéticamente en el nombre de la protagonista del filme, Lola-Lola.Con Lola-Lola, la gran capacidad creativa de Ven Sternberg había dado forma artística a un sueño de nuestro tiempo, a una nueva representación de la mujer. Se trata de un sueño de gran poder expansivo: el cine y la literatura posteriores y, muy en particular, el cine y la novela negros, han ido desgranando una amplísima variedad de mujeres fatales.

Es un sueño de belleza y perdición, un sueño en el que la mujer resulta vencedora en un mundo de hombres gracias a la fascinación que despierta en ellos y a la utilización de su deseo. Pero ¿es un sueño real? ¿O un producto artístico? Pandora, un remoto antecedente de Lola-Lola, fue creada por Hefaistos, el dios de las artes, a instancias de Zeus. Es tan artificial, y su origen tan masculino, como Lola-Lola. Más allá del tópico acerca de sus relaciones con la actriz, la afirmación de Von Sternberg "Marlene no es Marlene; Marlene soy yo", encerraría un sentido mucho más profundo. Lola-Lola, la Pandora del siglo XX, es un sueño masculino.

La fuente de la historia de Pandora (cuyo nombre puede significar tanto dotada de todo come, donadora de todo) es Hesíodo, que la califica como un "hermoso mal" enviado por Zeus a los hombres como contrapartida de un bien, el fuego que Prometeo había robado.

Pandora es un hermoso mal, un engaño contra el que nada pueden hacer los hombres. En los primeros orígenes de la modernidad, la fusión de las imágenes de Eva y Pandora comienza a adquirir un acento positivo, de inevitable fascinación masculina. En el humanismo francés del XVI encontramos los casos más relevantes. A 1544 se remontaría la primera asociación explícita entre Pandora y la fascinación fatal que el poeta experimenta ante su amante. Es el momento en que Maurice Scève confiesa que, ante "un cuerpo tan perfecto", "a la primera mirada mi alma se rindió, fatal Pandora".

El camino para un reforzamiento de la imagen de la mujer como objeto de deseo, y eso sí, al mismo tiempo, como causa de la incertidumbre o los problemas del varón, quedaba abierto en el terreno artístico. La figura de Pandora, concebida también como alegoría del arte y la belleza, va cargándose de sentido positivo y está en la raíz de una nueva imagen de la mujer que acabará cristalizando en los siglos. Calderón, Voltaire y Goethe, por ejemplo, convierten a Pandora en centro de su atención dramática. En todos los casos, sin embargo, se va profundizando en la separación entre la fascinante y bella Pandora y la esposa-madre, que asegura el mantenimiento y reproducción de un orden social eminentemente masculino, aunque, en este último caso la fuerza del deseo se vea atenuada. La nueva sensibilidad romántica propicia, ya durante la primera mitad del siglo XIX, una síntesis ecléctica de esa imagen no doméstica de la mujer con la imagen de las mujeres-vampiro de las baladas góticas, o de la seductora que hipnotiza con su mirada. La Belle Dame sans Merci (1819), de John Keats, o los tipos de mujer que encontramos en Baudelaire, proporcionan ya un antecedente del estereotipo de la mujer fatal.

La caja de Pandora

Félicien Rops, el artista belga en quien se inspiró visualmente Josef ven Sternberg, había escrito: "El amor de las mujeres contiene, como la caja de Pandora, todos los dolores de la vida, pero están envueltos en hojas doradas y están tan llenos de aromas y colores que uno nunca debe quejarse de haber abierto la caja". En el horizonte imaginario del siglo XIX, el amor de las mujeres había dejado de ser tierra firme. El dualismo moral de la época imponía una rígida separación entre el papel institucional de la mujer como esposa y madre y su función como objeto de deseo. El imaginario masculino de entonces disocia definitivamente ambos polos, pero lo hace cargándose con un sentido de culpa o una incertidumbre abierta cuando opta por el segundo de ellos. La ficción artística o el burdel cumplen, sin embargo, la función de dar rienda suelta al deseo, de hacer actual lo imaginario sin poner en cuestión el orden social.La rebelión de Nora en Casa de muñecas (1882), de Ibsen, marcaba el nuevo sentido de los tiempos. Pero el proceso de formación del estereotipo de la mujer fatal es también expresión de una misma e incipiente tendencia hacia la afirmación de la autonomía de la mujer como mujer. La figura de la mujer fatal ataca el núcleo de la sociedad patriarcal. Supone la concepción de un tipo de mujer independiente, no subordinada a la función de esposa y madre, y rodeada, además, de un halo de hermosura y seducción.

Piezas fundamentales en la fijación visual del estereotipo son las imágenes femeninas de Dante Gabriel Rossetti. Y una nota a no olvidar, ya hacia el final de siglo, son las mujeres-vampiro del noruego Edvard Munch.

Pero la fuerza del estereotipo se concreta, sobre todo, en tres extraordinarias figuras femeninas, que quizá tan sólo hoy comencemos a estar en condiciones de apreciar en su intensa proyección. Me refiero a Carmen (1845), de Prosper Mérimée; Salomé (1891), de Oscar Wilde, y Lulú (1893-1894), de Frank Wedekind. Las tres llegan a la ópera por medio de Bizet, Richard Strauss y Alban Berg, e impregnan las representaciones visuales de la mujer en el final de siglo, proyectándose luego en el cine a través de múltiples versiones. Interrogándolas, podemos reconstruir los elementos fundamentales que intervienen en el tipo de la mujer fatal: belleza,fuerza erótica, exotismo, capacidad para utilizar el deseo masculino y, sobre todo, independencia.

¿Qué veían en ellas sus contemporáneos? Desde luego, un polo de atracción que los dejaba fascinados. Pero también un tipo de comportamiento libre, no sometible a los dictados del orden masculino, que iba directamente en contra del reparto establecido de las funciones sociales. En Salomé, el tópico espiritualista del amor femenino se transforma en la expresión de un amor carnal: "Estoy enamorada de tu cuerpo". En Lulú encontramos una actuación que sigue sus propios criterios, y rompe con ello la visión masculina de lo que debe ser una mujer: "Me es totalmente indiferente lo que se piense de mí. Por nada del mundo quisiera ser mejor de lo que soy. Me siento bien así". Y, finalmente, en Carmen despunta una afirmación irreprimible de libertad: "No quiero que me atormenten, ni mucho menos que me manden. Lo que quiero es ser libre y hacer lo que me plazca".

Atracción y temor

Esa mezcla de atracción y temor ante la libertad de la mujer tiene mucho que ver con el carácter dual con el que se representa la naturaleza femenina en las tradiciones culturales de valores predominantemente masculinos. Habría un polo positivo, entendido como subordinación de la mujer al nomos, como institucionalización de su comportamiento. Es la vertiente de la mujer como madre y esposa, y también como vínculo en el establecimiento de alianzas entre grupos humanos. Pero existiría otro polo, que en tales sistemas de creencias se considera negativo, y se concretaría en la afirmación de que dejar actuar libremente a la mujer, no poner límites a su naturaleza, a su physis, es fuente de todo tipo de peligros. Y aún más: afirmación del deseo sin límites en lugar de la renuncia que supone la Cultura; imposibilidad de establecer relaciones de alianza, sobre las que se instaura el orden social.El problema, sin embargo, es que el deseo masculino no puede prescindir de esa physis, que su misma dinámica imagina sin límites, no puede evitar quedar fascinado por ella, aun poniendo en peligro los fundamentos de su dominación social. De ahí que la imagen de la mujer fatal sea siempre un producto de la imaginación masculina, cargado con la nostalgia de la imposibilidad de realización de un deseo sin límites. Es lo que resuena en la pasión que el Goethe anciano vivió, a sus 74 años, por una joven de 19 y que tomó forma en los versos inolvidables de su Elegía. El favorito de los dioses afirma que éstos le han puesto a prueba entregándole a Pandora: "Me empujaron a labios que dan felicidad, / me separan, y me destruyen".

José Jiménez es catedrático de Estética en la universidad Autónoma de Madrid.

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