JOSÉ MARÍA VAZ DE SOTO El salvavidas y la utopía
Hace un año por estas fechas crecía a ojos vista de un día para otro la efervescencia estudiantil en los institutos y liceos de Francia y España. Se pensó más bien en un principio que se trataba, en la solana de los Pirineos, de un efecto. de eco o simpatía sin mayores complicaciones o secuelas. Pero luego, más sosegados los ánimos en el país vecino, se vio que las cosas no se arreglaban en el nuestro de un día para otro.No obstante, a lo largo de meses, la huelga de estudiantes españoles de bachillerato parecía no ofrecer salida ni apuntar a objetivos bien determinados. De ahí a concluir que no había verdaderas razones para estar en huelga, y que todo era poco más que un pretexto de alumnos remolones para no entrar en clase, mediaba tan sólo un fácil y simplista silogismo que gran parte de la opinión pública española, empezando por la de los propios estudiantes, no tardó en formular. Ahora bien, que los objetivos fueran más o menos borrosos y que las auténticas salidas estuvieran más que menos tapiadas a cal y canto, no supone necesariamente -como algunos dieron bien alegremente en suponer- que el movimiento estudiantil no tuviera razones profundas para desencadenarse, y sus síntomas, manifestaciones y proceso, una etiología no por compleja menos fácilmente rastreable.
Con aquella huelga se protestaba. ¿De qué? ¿Contra quién? La respuesta salta a la vista. Del panorama o perspectiva que la sociedad actual ofrece a los jóvenes, ya sean estudiantes o (aspirantes a) trabajadores. Quizá contra nadie en concreto o, en última instancia, contra los que acaso tienen en su mano la posibilidad de modificar la situación; es decir, contra el poder.
He dicho que la respuesta salta a la vista, y ello es así de modo tanto más palmario cuanto más difusos o inalcanzables parecían los objetivos y reivindicaciones del movimiento estudiantil. O sea, que, paradójicamente, llegaron a tenerlo más claro, si cabe, los estudiantes de bachillerato españoles que los franceses. Quizá porque entre estos últimos la Ramada tragedia del paro no sea todavía un destino de fin de carrera tan fatal como por estos predios y serranías. (Sí lo es, en cambio, el drama de la competitividad salvaje, que entre nosotros ha de crecer todavía lo suyo -más que la inflación sin duda- en los años que nos amenazan.)
En Francia, donde posiblemente hay más tradición de lucha y más conciencia política entre Iycéens, las cosas fueron más rápidas que en España. La marea alcanzó su pleamar y remitió a las pocas fechas, perdiendo en extensión lo que ganaba en intensidad y dejándonos, con algunos despojos sobre la playa, la duda de lo que hubiera podido pasar si... El verdadero test había dado comienzo con la manifestación del 4 de diciembre contra el proyecto de ley que introducía en aquel país una especie de vergonzante númerus clausus o selectividad casi a la española (algo más seria quand même). Al día siguiente de esta formidable manifestación, tragándose el Gobierno su propia lengua o -para hablar de lenguas propias- deglutiendo el ministro de Educación, René Monory, las palabras pronunciadas la víspera por su patrón y primer ministro, Jacques Chirac (Alain Devaquet, el ministro de Universidades y autor del desaguisado proyecto de ley en la picota, no tenía nada que tragarse porque la tierra se lo había tragado a él), anunciaba por televisión la retirada de las tres disposiciones más conflictivas del proyecto o, para decirlo mejor con una imagen, el Gobierno daba claramente marcha atrás, intentando todavía con una mano sujetarse los pantalones. Ni siquiera esto le fue ya posible. Cuatro días después, y sin mayores pudibundeces ni recatos, se los bajaba definitivamente para la historia de Francia y de las revueltas estudiantiles, retirando la ley. Entre una y otra fecha hubo que anotar en su debe un estudiante muerto y una importante crisis política en plena cohabitación.
Parecía evidente que, para los Iycéens, el citado proyecto de ley no había sido más que un catalizador; pero también, y al mismo tiempo, resultaba para gran parte de ellos una amenaza muy concreta, un obstáculo suplementario que abatir para allanar el camino de su futura integración en la sociedad adulta (léase diploma y empleo). De ahí la energía de su pulso y, de otra parte, lo breve del forcejeo una vez abatido el brazo contrario. Los estudiantes franceses no tenían aparentemente otro objetivo -más centrado y menos difuso desde luego y, por tanto, más movilizador en principio que las reivindicaciones de sus compañeros españoles- que la simple retirada del proyecto ni vislumbraban horizontes más grandilocuentes que el de conformarse con lo malo conocido. Y, aunque el otrora rojo y todavía pelirrojo Dany el Rojo había venido a hacer acto de presencia -ya algo fondona o carrozona- en alguna de sus asambleas para emocionarse mayormente con su propia nostalgia de soixante-huitard (al tiempo que andaba por ahí haciendo entrevistas para la tele a sus viejos amigos ex revolucionarios), casi todos los estudiantes respondían a los periodistas que los interrogaban: "Esto no tiene nada que ver con mayo de 1968". O todo lo más: "No nos interesa iniciar un combate de fondo sabiendo bien que será, lo mismo que en 1968, un combate sin salida".
Y, no obstante, como en aquellas memorables jornadas primaverales, estos estudiantes decembrinos de 1986 (baile de cifras y salto de mes) siguieron, sin duda -en España más tiempo que en Francia, no se olvide-, hablando y perorando unos con otros en los campus, en las asambleas, en las aulas de los institutos: la selectividad, el título, el empleo ... ; pero también: la competencia, el paro, el SIDA, las desigualdades... Y el ángel -o demonio- de la radicalización planeó, y probablemente ha seguido y va a seguir planeando sobre sus cabezas. "Nada que ver con l968", de acuerdo; pero sólo porque entonces nos guiaba la utopía y ahora sólo nos va quedando a todos el salvavidas y el deseo o la desesperación de seguir a flote.
Pero quizá por eso mismo estoy personalmente convencido de que la chispa puede volver a saltar en cualquier momento. La juventud actual -la francesa, menos aún que la española- no es contestataria, eso parece que quedó hace un año fuera de dudas.
Pero las sociedades desarrolladas de Occidente y la política neoliberal que hoy impera en ellas -sean cuales fueren las siglas del partido que nos gobierne- no abren vías de esperanza. Es más, tengo para mí que no han resuelto ni van a resolver nada, ni en contextos nacionales ni en el internacional, sino que, por el contrario, nos han metido a todos por un camino que conduce probablemente a una acentuación de la Crisis -permítase por esta vez el énfasis de la mayúscula-, de la que el descontento juvenil no es más que un síntoma. Y si no se habla de Revolución -reservémosle la mayúscula para decir justamente que no se habla de ella- es porque ya nadie cree en revoluciones. Lo que también es triste, aunque pueda ser al mismo tiempo tranquilizador para la mayoría.
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