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ALEJANDRO NIETO Ya tenemos un culpable: el médico

La rueda de la fortuna ha girado desventuradamente para los médicos: ayer, enaltecidos; hoy, humillados. Oficialmente se les maltrata, y como del árbol caído todos hacen leña, la opinión pública tiende a serles contraria. Los periódicos sólo nos cuentan sus desaciertos y la interminable historia de sus tensiones con el ministerio. Los ciudadanos -en la ignorancia de lo que realmente está sucediendo- suelen inhibirse de lo que se presenta como un asunto corporativo y terminan descargando su malhumor contra los profesionales que les atienden, o malatienden, en los establecimientos públicos.No voy a negar ahora el trasfondo corporativo del conflicto ni tampoco desconozco los abusos, pasados y presentes, de los médicos; pero me resisto a creer en la culpa de los acusados, ya condenados, y, desde luego, confieso que lo que a ellos afecta a mí me importa como paciente presente y futuro y, sobre todo, como ciudadano, puesto que sin solidaridad no hay convivencia social posible. El llamado conflicto médico no debe entenderse como un problema entre partes -entre ellos y el Estado-, sino que el verdadero protagonista, la última víctima, somos todos los españoles.

La clase médica (dejando a un lado el tema de su deplorable formación universitaria) está padeciendo la crisis de una evolución tecnológica que ha desbordado por completo a los antiguos profesionales libres. El médico individual está siendo sustituido por un equipo despersonalizado de gerentes, técnicos y analistas que manipulan unas máquinas y documentos que deciden, aparentemente sin intervención humana, sobre la vida y la muerte. Circunstancia que ha provocado un correlativo cambio de mentalidades y, de forma inexorable, una transformación de todo el sistema sanitario. Los pacientes se dan cuenta de que los médicos tradicionales -brujos y amigos al mismo tiempo- ya no pueden atenderles en su consultorio privado, puesto que carecen del respaldo tecnológico necesario y, alimentan sus esperanzas en los gigantescos hospitales., cambiando, embobados, la relación personal por el señuelo de los equipos humanos y mecánicos. Con el resultado, en definitiva, de que el médico está dejando de ser un profesional, individualmente responsable, para convertirse en un funcionario de una organización anónima y, por supuesto, pública.

Tal es, a mi juicio, la raíz del problema (que, como se ve, nada tiene de corporativo), que, se ha exteriorizado con singular gravedad a lo largo del proceso de adaptación de las estructuras anteriores a las necesidades del cambio. El Estado -esto es indudable- ha abordado la cuestión con seriedad y con un aceptable compromiso financiero. Pero, por razones que no voy a analizar ahora ha fracasado totalmente. Independientemente de sus buenas intenciones, el caso es que la sanidad pública (necesaria e imprescindible por lo que dicho queda) es un caos sin paliativos, que está provocando, además, una resurrección inesperada de la sanidad privada. Porque si puede considerarse un capricho el traer al mundo a los hijos en una clínica particular o el someterse en ella a operaciones quirúrgicas que en un hospital público se pueden realizar igual o mejor, y ciertamente a otro precio (aunque, desde luego, en tiempos más oportunos), el evitar los ambulatorios -convertidos, de hecho, en simples expendedurías de recetas, a veces descabelladas- es una precaución necesaria, aunque haya que pagar por ello.

Pues bien, el Estado, a la hora de abordar esta reforma del sistema, no sólo no ha contado debidamente con sus principales agentes, los médicos, sino que, con increíble torpeza, les ha marginado a través de una refinada serie de humillaciones individuales y colectivas, que si no han logrado colocar a los médicos en contra de la reforma (puesto que son los primeros interesados en ella), han frustrado su participación ilusionada, que era un requisito indispensable para su éxito.

Primero vino la historia de las incompatibilidades. A cualquiera se le ocurre que es racional y deseable el desempeñar un cargo público único. Pero el Estado no podía lícitamente olvidar que el pluriempleo tradicional de los médicos había sido fomentado por él mismo gracias a unas retribuciones y a unos horarios de trabajo que daban por supuesto que los funcionarios tenían varias ocupaciones y que sin ellas no podían subsistir. Circunstancia de la que la ley ha prescindido, como si la situación pudiese empezar de cero de la noche a la mañana y como si pudiera romperse sin traumas ni conflictos el destino de miles de profesionales a los que no se ha dado una salida viable.

Luego está la marginación de las universidades y de los profesores en todo el proceso de reforma, envenenando una cuestión doblemente difícil de resolver, por universitaria y por médica.

En tercer lugar está el tema de la burocratización o funcionarización radical de unos profesionales que por tradición y por la función que realizan no pueden convertirse, sin más, en funcionarios típicos, como si de escribientes o jefes de negociado se tratase. Cada sector funcionarial es un mundo propio, de tal manera que cuando se aplica por igual el rasero de la ley, se descabeza por arriba a los mejores, al tiempo que se deja a los enanos con los pies colgando y sin dar la talla.

Y sobre todo: la política ha entrado a saco en los hospitales, poniendo en manos de incompetentes buena parte de los establecimientos públicos, convertidos ya en patrimonio privado de hombres, grupos e intereses mucho más inconfesables y nocivos que el de los corporativos de antes.

En definitiva: los médicos se sienten desestimulados por una política sanitaria que les es manifiestamente hostil; se encuentran marginados, perseguidos, humillados y, en ocasiones, expoliados (¿adónde han ido a parar las cuotas de mutualidades pagadas durante tantos años en los puestos que ahora han tenido que abandonar?). Formados en un determinado ambiente ético y profesional, se pretende convertirles en algo para lo que no están capacitados y que funcionalmente es perverso. Y todo, con beligerancia declarada. Sus sugerencias no son escuchadas; sus reclamaciones, desatendidas; sus movimientos de defensa, tachados de corporativismo. Contra ellos se azuza a la opinión pública y por todos los medios se pretende dividirlos con torticeras maniobras generacionales y políticas, para las que es fácil encontrar cómplices ilusos o malintencionados. La experiencia se valora como decrepitud; la dedicación al servicio, como hipocresía egoísta de captación de pacientes. Nada cuentan los méritos profesionales, el prestigio personal o la ciencia demostrada: lo que importa es la fidelidad a un grupo o a una persona. Nada valen sus ideas y sus métodos de trabajo: lo que pesa es la decisión de unos superiores irresponsables.

Así las cosas, ¿a quién puede sorprender su falta de entusiasmo y su tenaz resistencia a no dejarse triturar? Aunque bien es verdad que si todo esto es fatal para los pobres pacientes, también tiene su lado bueno. Porque gracias a la actitud de los médicos, el Estado ha encontrado una justificación para el desastre: no es él el culpable, sino los médicos que bloquean la reforma.

No tienen razón ni los pacientes que se marchan a la medicina privada ni los médicos que critican y padecen. Quien no se equivoca nunca es el Estado. Al caos no se ha llegado por la desorganización del sistema, sino por la maldad de los médicos, que no quieren abandonar sus privilegios: individuos incapaces de mejora y de adaptación, holgazanes e indiferentes con los enfermos, ávidos, insaciables, reaccionarios en todo caso, y probablemente fascistas muchos de ellos. Una vez más podemos estar tranquilos: el sistema es bueno; los malos, los culpables, son sus servidores directos, los médicos, a los que hay que disciplinar con todo el rigor de la ley y el oprobio oficial. Pues yo digo que con tan excelente sistema y con tan lógica explicación, el enfermo que no pueda escaparse hacia la medicina privada mal lo tiene. Con el sistema actual hay que decir en serio lo que antes en broma se decía: "La operación ha sido un éxito; el paciente será enterrado mañana".

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