Pesimismos
Los oyentes rebosaron la medianeja sala de actos del Centro Cultural de la Villa de Madrid para escuchar las conferencias sobre el pesimismo que dijeron la pasada semana Caro Baroja, Sádaba y Savater. Uno, que hacía ya su tiempo que no salía de sus lares, allá donde la ciudad se quiebra contra el yermo, se fue a escuchar, por si acaso resultaban de interés, las palabras de los maestros críticos. Puso el máximo en atenderlos y comprenderlos, pero ni acabó con la mente más arregla da ni con el corazón más sereno.
Caro hizo un cultísimo diserto, digno del más ilustre de los eruditos, pero del que apenas se sacaba nada en limpio, sobre las causas del pesimismo, ni sobre sus consecuencias histórico-existenciales. Cuando acabó el ágape filosófico, uno se acercó a don Julio y le pidió su opinión sobre el libro que más le había impresionado de todos los que en su larga vida había leído; el hombre, después de pensar medio minuto, le recomendó la lectura de El origen de la tragedia, de un tal Nietzsche, al que en la conferencia había calificado de filósofo embriagador. Hacía media docena de años que uno leyó el citado opúsculo, y recuerda que, efectivamente, se emborrachó de entusiasmo. El añejo y amargo vino no le quitó la sed, aunque, por un rato, le arrancara las penas del alma.
Javier Sádaba, medio resfriado, con el prodigioso dominio de la lógica de las palabras y las frases que le caracteriza, leyó un discurso destemplado y esponjoso, difuso, confuso y abstruso, en el que las ideas se sucedían sin orden, desconcertadas, sin profundidad ni relieve. Aristotélicamente, después de mentar profusamente a Hume y McIntire, el coqueto don Javier terminaba su charla propugnando un extraño escepticismo formal, en el justo medio entre el optimismo y el pesimismo. Sádaba no es poseedor de un cuerpo de doctrina ensamblado y coherente, y todavía vacila entre Sócrates y Marx.
Fernando Savater, el último en disertar, fue el que peor ánimo dejó en el que vino de los límites a beber un poco de sabiduría. Savater es un sofista, y propuso las paradojas más banales, las metáforas más vulgares y las parábolas menos edificantes. A ratos cómico, a ratos grotesco, a ratos deslumbrante como un fuego de artificio, de esos que en verano extasían por unos minutos a los habitantes de su habitual San Sebastián.
De Kant y Nietzsche fue dando sorbos durante un no corto rato, para acabar borracho como una cuba. Como no le falta erudición, y le sobra desparpajo, don Fernando, para simetrizar a don Julio, que habló de la filosofía estupefaciente, se nos vino con la filosofía embriagadora. Uno pensó que la filosofía embriagadora, feliz metáfora del sobrino de su tío, se parecía mucho a la poesía épica, y la estupefaciente, a la poesía lírica. Y recordó que los efectos que produce la lectura de Nietzsche son parecidos a los que provoca la del Mahabarata, y que Confucio, el paradigma de los filósofos estupefacientes, mucho se asemeja a Manrique o a Machado. Los filósofos y épicos embriagadores, en una forma en apariencia caótica, escéptica, pesimista y cínica, ocultan un fondo totalitario, rígido, optimista y bárbaro. Los filósofos y líricos estupefacientes, aquellos que dejan perplejos o estupefactos en una forma sobria, dura y quebradiza, guardan un fondo alegre, tierno y flexible.
A uno le hubiese gustado hacer a Savater unas preguntas estupefacientes, pero, dado que el público se mostraba embriagado, temió. ¿Son inevitables los males que el hombre causa?
Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué? Y si es negativa, ¿cómo? ¿Quién responde?-
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