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LUIS GOYTISOLO N y S

No bien una palabra llega a convertirse no ya en representación, sino en símbolo de algo, su valor tiende a fijarse con independencia de las modificaciones que pueda experimentar la realidad que esa palabra designa. El fenómeno no tiene nada de nuevo: constituye el pan de cada día de la historia de una lengua, de cualquier lengua. Pero hay casos especialmente llamativos tanto por su grado de arraigo como por las singularidades que contiene. Así, los conceptos de el norte y su opuesto, el sur. Debido posiblemente a su connotación cardinal y a la general validez de sus iniciales en los idiomas de raíz indoeuropea, ambas palabras son sustituidas con frecuencia por esas letras iniciales, N y S, respectivamente. En ese sentido, puede hablarse, por ejemplo, de diálogo o conferencia N-S, un sentido que responde a sus acepciones hoy por hoy más popularizadas: N equivale a desarrollo; S, a subdesarrollo. Menos eurocéntrica que la contraposición Oriente-Occidente (a oriente de China y Japón se encuentra Estados Unidos), más científica en apariencia, tal vez porque los polos están situados justamente en el N y en el S, las sugerencias implícitas en tal antagonismo son muchas. No se trata sólo de que N signifique, pongamos por caso, industria y S agricultura. Más en general, a N se le asocia la riqueza y a S la pobreza. Como también a N, trabajo; a S, molicie. O deber y placer, respectivamente. O intelecto y sexo, rigor moral y pecado, regla y desenfreno, y tantos otros conceptos tan alejados ya de la geografía humana propiamente dicha. Y, en última instancia, la más radical de las contraposiciones: No y Sí.El planteamiento, casi binario, resulta sin duda útil, por más que si desde el punto de vista geográfico el concepto es relativo -salvo en los polos, siempre se está al norte de un lugar y al sur de otro-, históricamente su contenido es además modificable. Podría incluso decirse que, en determinados aspectos, el actual valor de la relación entre ambos términos está empezando a invertirse respecto a la relación predominante hace tan sólo unas décadas. Frente a los grandes países industrializados del hemisferio norte -Alemania Occidental, Reino Unido, Canadá, Estados Unidos-, el hemisferio sur cuenta con sólo un país que haya alcanzado un similar nivel de desarrollo: Australia. Eso es indudable. Pero también es cierto que en el interior de esos países del norte las áreas meridionales no cesan de ganar puntos a las septentrionales. Las zonas deprimidas del Reino Unido son el norte de Inglaterra, Escocia y Gales, mientras que en el contexto norteamericano, el desarrollo de Estados como California, Florida o Tejas se basa, no ya en la agricultura y la ganadería, sino, sobre todo, en la industria, la investigación y la tecnología. Algo similar a lo que sin duda sucederá también en España, donde las áreas con más futuro, todo parece indicarlo, son Valencia, Murcia y Extremadura, y, sobre todo, Andalucía. Y ino porque agrícolamente se basten para alimentar a Europa entera en perjuicio del norte -tanto del continente como de la propia península Ibérica-, sino porque asimismo ofrecen un atractivo mucho mayor en lo que se refiere al asentamiento de nuevas industrias. El aire acondicionado ha logrado hacer compatible el calor con toda clase de actividades, ha puesto de moda el calor. El que en Italia no se esté produciendo actualmente el mismo fenómeno que en España no quiere decir que no pueda producirse. A fin de cuentas, mil años antes de que fuese fundada Venecia, lo que allí contaba era el suir, lo que siglos después recibiría el nombre de las Dos Sicilias.

Ese mayor desconocinuento del sur respecto al norte que apreciamos dentro del ámbito europeo o estadounidense no encuentra, por el contrario, paralelo en América al sur del río Grande. Claro que también ahí el que ahora estén así las cosas no quiere decir que vayan a estarlo siempre, como tampoco que lo hayan estado siempre. Si nos situáramos, por ejemplo, en 1776 y comparásemos la entidad de los Estados que acababan de conseguir la independencia de la corona británica con la de los virreinatos pertenecientes a la corona española, valorando debidamente sus ciudades, sus universidades, sus puertos tanto en el Atlántico como en el Pacífico -un océano al que los norteamericanos tardarían aún casi un siglo en llegar-, ¿quién no hubiera apostado por el mejor futuro de los virreinatos? Los acontecimientos, no obstante, tomaron otros derroteros, y la verdad es que no podía ser de otra manera. Los jóvenes Estados Unidos se ganaron la independencia en vísperas del gran período expansivo del Reino Unido -el siglo XIX- y esa imagen de apogeo de la antigua metrópoli no podía influir más que favorablemente en sus hijos recién emancipados. España, muy al contrario, entraba con Carlos IV en el peor período de su historia, que no haría sino agravarse con las invasiones napoleónicas y el reinado de Fernando VII. Si las jóvenes repúblicas hispanoamericanas se asomaban al espejo de la madre patria, no podían ver más que un espantajo. De ahí el generalizado distanciamiento que adoptaron respecto a la antigua metrópoli y, en exasperante contradicción con el pensamiento de Bolívar, el distanciamiento de cada una de ellas respecto a las demás, especialmente respecto a las más próximas, trocándose así en centrífuga para Hispanoamérica la fuerza cohesionante que se había impuesto en Estados Unidos. Un centrifuguismo que, tras la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, terminaría por contagiar a la propia metrópoli.

Por supuesto que, al margen de clima, horas de sol y temperaturas, son varios los factores que juegan a favor del sur del norte en el hemisferio norte. O, si se prefiere, del norte del sur. Una banda que va aproximadamente del paralelo 27 al 37 en América del Norte y algo más arriba, en torno al paralelo 40, en Europa. Factores sin equivalente en el hemisferio sur, ya que esa franja corresponde en gran parte al mar, aunque también a Melbourne y Sidney en Australia y a Buenos Aires y Montevideo en América del Sur. A la intuición de Thomas Jefferson debemos uno de los ejemplos más clarividentes de las ventajas que tiene para el hombre, animal desprovisto de vello, habitar en esa banda situada al norte del sur en el hemisferio norte. Me refiero, claro está, al valor simbólico que Jefferson supo imprimir a Charlottesville, Virginia, una ciudad situada en un entorno paisajístico donde la vegetación subtropical se mezcla con la que es propia de la Europa frondosa. Allí, Jefferson, diseñador de la Declaración de Independencia, diseñó también su universidad, tal vez la más bella del mundo, y su residencia, Monticello, asimismo una de las más bellas del mundo. Ricas una y otra en la simbiología secreta característica del Siglo de las Luces, suponen igualmente un intento, en cierto modo logrado, de hacer real la utopía.

Pero el símbolo mismo de esa franja del planeta que se diría especialmente prevista para acoger al hombre es el Mediterráneo. Y no ya porque, referido al clima, el calificativo mediterráneo se utilice en relación a lugares tan alejados como California, sino porque ese rasgo ha facilitado sin duda el hecho de que gran parte de las culturas más importantes del mundo hayan florecido a sus orillas. Sólo que aquí los valores vinculados a norte y sur se han visto trocados con particular frecuencia. Así, la costa norte mediterránea necesité milenios para imponerse a la costa sur. Y en el intervalo que va desde la caída del Imperio Romano hasta la expansión del arte gótico y el prerrenacimiento italiano, es decir, durante la Alta Edad Media, el lado sur aventajó con mucho al lado norte, el sur de la nueva Europa que afloraba. El que la situación se haya invertido en el curso de los últimos 600 años se debe a que sobre los ricos sustratos culturales existentes en el norte de África y Oriente Próximo se impusiera la más joven de las grandes religiones monoteístas: el islam. El fervor proselitista de sus fieles logró que nombres como Egipto, Persia, Fenicia, Bizancio y otros retazos del mundo helenístico y del Imperio Romano se convirtieran en poco más que arqueología; fue como si los invasores germánicos hubieran impuesto sus creencias en el Imperio Romano además de conquistarlo. Nadie puede negar al islam sus múltiples aportaciones culturales, pero tampoco hay que ignorar que en su casi totalidad y en casi todos los ámbitos, esas aportaciones están cimentadas con las ruinas de las culturas que previamente había destruido, empezando por las de la Biblioteca de Alejandría. Todas sus realizaciones, tanto en el terreno arquitectónico y científico como en el del pensan dento y la cultura, hunden sus raíces en el amplio espectro que, desde la India y Persia, llega hasta los pitagóricos, pasando por neoplatónicos, gnósticos, maniqueos y judíos de ambos lados del Mediterráneo. Y a falta de un Calvino o un Lutero que en su día hubieran adaptado el islam a la modernidad -el caso más parecido, el que representan los sijs, se halla circunscrito a la India-, Kensal Ataturk no supo hacer frente al problema más que repitiendo el gesto de Alejandro ante el nudo gordiano: partirlo en dos de un golpe de sable. Un gesto cuyos resultados a largo plazo aún están por ver.

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