Mediterráneo

La ausencia de mar es la parte más dura en la adaptación de un emigrante mediterráneo en la capital. El proceso de integración en el entorno humano es relativamente sencillo. Si tu mentalidad es abierta, enseguida te das cuenta de que la gente no puede valorarse por su procedencia geográfica. Hay buena y mala gente en todas partes, hasta en el fin del mundo. Pero la ausencia de mar es una sensación melancólica perenne, similar a los dientes de sierra de la bolsa. Hay días en que lo añoras más, y otros en los que casi ni te acuerdas de él.Un mediterráneo que se precie tiene un cariño hacia el mar semejante al que siempre se mantiene hacia una vieja relación amorosa. Desde que eres niño aprendes a oler el mar. Aunque permanezcas en el mundo del asfalto, recibes casi con euforia los efluvios marinos que inundan tus pulmones cuando te acercas al puerto. Cuando sales de la ciudad y te encuentras con un mar distinto, solitario, lejos de humos, coches y rascacielos, te acostumbras a sentir una sensación de libertad singular. Incluso cuando viajas lejos de tu cubículo, siguiendo la costa, no te sientes forastero ni en las playas de Grecia o Egipto.
En la capital, sin embargo, el mediterráneo tiene hasta desarreglos físicos que le recuerdan el paisaje perdido. La nariz, a 600 metros de altitud, es el barómetro de la añoranza. Las fosas nasales se secan con facilidad, e incluso a veces la sangre mana como una herida de la ausencia. Y cuando las olas rojas cubren el dorso de tu mano, las recibes como un castigo por tu abandono del mar.
Por eso, en los días de añoranza colocas en el casete del coche una cinta de Joan Manuel Serrat, cierras las ventanas y, cogiendo la M-30, subes el volumen al máximo. Entonces te das cuenta que Serrat tiene razón.
Que por más lejano que sea tu viaje, quieres ser enterrado entre la playa y el cielo, más alto que el horizonte, para tener buena vista. Porque en el fondo, vivas donde vivas, tu destino ya está marcado: perteneces al Mediterráneo.
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