El político perplejo y el intelectual convencido
No cabe esperar de políticos que filosofen; tampoco es deseable, ya que el poder corrompe inexorablemente el libre juicio de la razón. El político ya tiene bastante con dejar en paz al filósofo para que éste ilumine su tarea. Esta contundente recomendación de Kant a los reyes de su tiempo ha encontrado buen abono en nuestro país. Los intelectuales suelen desconfiar de la inteligencia de los políticos, y éstos no dan un duro por el sentido político de aquéllos. Esa maledicencia tiene, sin embargo, un límite: en el caso del político es la curiosidad por saber lo que el intelectual diría en su lugar. Como eso no es fácil comprobarlo, lo que sí cabe imaginar es un sólido tratado de teoría política, hecho desde la fidelidad a las raíces del socialismo, que se plantee hoy tanto el sentido de esa tradición teniendo en cuenta la realidad del capitalismo avanzado como la fuerza avasalladora de la racionalidad tecnológica y que ofrezca en una teoría política desde el rigor científico. ¿Cómo leería el político ese tratado?La teoría crítica de Jürgen Habermas (editorial Tecnos, Madrid, 1987), escrita por el norteamericano Th. McCarthy, excelente conocedor del pensador alemán, da pie para ese ejercicio de lectura política de uno de los pensamientos políticos más prestigiosos y elaborados. En este libro se dan cita la solidez del alemán y un fino instinto de realidad del americano.
El punto de partida de la teoría crítica es la constatación de esa contradicción básica en que se basa el sistema capitalista: la apropiación privada de la riqueza pública. El orden social y político consiguiente carece entonces de un consenso racional entre las partes, es decir, carece de justificación moral.
Lo nuevo de esta crítica de manual es que la condena moral traduce lo que está ocurriendo en la realidad: el capitalismo, al tiempo que violenta la conciencia moral, violenta de realidad, cabalga un estado de crisis.
Pero que el buen marxista no se llame a engaño. La teoría crítica no se refiere a las contradicciones económicas entre intereses del trabajo e intereses del capital. Ésas han perdido su mordiente por obra y gracia del Estado benefactor que mete mano en el sistema de producción para que todos tengan su parte, el capital y el trabajo. La crisis asoma por otro lado. El orden capitalista ha funcionado bien porque contaba con un aliado de primer orden: la mentalidad del votante cuyo modelo de vida se caracterizaba por promoción profesional, incremento del ocio y del consumo familiar, demanda de igualdad de oportunidades para disputar en buenas condiciones las competiciones sociales. Su participación política se limitaba a garantizar ese modelo vital.
Pero el capitalismo avanzado, dice La teoría crítica, está minando sus propios fundamentos porque con esos logros viaja de matute una mayor conciencia crítica, ganas de mayor participación política, búsqueda de modelos alternativos, preferencia por una calidad de vida en la que el goce de la naturaleza y el valor de la paz son innegociables.
Al político de izquierdas esa música le despertará viejos temas con los que, sin duda, vibrará. Pero hará una breve pregunta: si esa transformación social es científicamente comprobable, ¿quién es el sujeto social del cambio? ¿Qué grupo, clase social, puede realizar la alternativa? Porque desencanto y protesta hay. Pero, ¿va en el sentido de la alternativa o de una nueva integración en el sistema? Habermas, que conoce la pregunta, responde con una apuesta: habrá que ver si los adultos de mañana, los jóvenes de hoy, socializan todas las tensiones que hoy se centran sobre ellos en el sentido de la integración o de la alternativa. Al político de izquierdas le sobran razones para estimar que es débil la esperanza que tanto fía a la crisis del privatismo civil y familiar sobre los que el capitalismo ha montado su poderío político. Él pondrá sobre la mesa su experiencia. Para bien o para mal, la política real se juega sobre el registro del partido político. ¿Cuál es su papel en la canalización de un proyecto renovado? Ninguno, dirá Habermas. Todas las tradiciones culturales, otrora emancipatorias, han sucumbido a la racionalidad de la razón instrumental. O, dicho en su jerga, han perdido esa capacidad de ser lugares de opinión pública que recogieran las voces racionales de los ciudadanos para poder modelar el Estado. Ya son brazos del Estado, amputados de la sociedad. Si todavía alguna tradición cultural porta sueños utópicos, eso es el precio del anacronismo, de ser restos del pasado sin mediación posible en el mundo actual.
Al político le costará aceptar esa acta de defunción. Los partidos políticos con tradición son mucho más complejos y ambiguos: hay, efectivamente, esa veta de subsidiaridad del Estado, pero también todo lo contrario. En las agrupaciones locales hay muchos recuerdos de o luchas pasadas, de ideales irredentos que no se resignan a la razón del Estado. Es la palabra de una experiencia contra otra i de un análisis que se quiere científico. La contradicción es lo suficientemente grave como para que nadie quede tranquilo. Tranquilidad sí produce en el político de izquierda la convicción del filósofo de que el mundo es mejorable, aunque tampoco aquí coincidan en las bases del optimismo. Para éste, la posibilidad de una sociedad mejor en la que las relaciones entre los hombres estén marcadas por el mutuo respeto y la libertad, lejos, por tanto, de toda forma de opresión y represión en el lenguaje. "Con la primera frase que pronunciamos queda inequívocamente expresada la intención de un consenso general y no forzado". El lenguaje, patrimonio exclusivo y omnipresente del hombre, está hecho para entenderse. El hecho de hablar lleva consigo unas reglas de juego, las del mutuo entendimiento, mediante las que el hombre está empujado a establecer unas relaciones racionales con los demás hombres, con él mundo que le rodea y consigo mismo. El hecho de que el lenguaje sea una torre de Babel y que los hombres lo utilicen para engañarse e imponerse unos a otros no debe afectar a esa estructura profunda -cuasi trascendental- de que la palabra está creada para entenderse.
Es fácil imaginarse una cierta perplejidad del político ante esta fundamentación del optimismo en el hombre. Él vive la torre de Babel: cada grupo social construye un discurso en función de sus intereses, aunque sea a costa del vecino. El optimismo del político de izquierdas es más modesto, más particular. Aunque no descarte la bondad trascendental del género humano, se fía más del esfuerzo de grupos humanos determinados. El reconocimiento por el otro de mi dignidad suele ser una lucha, a veces una lucha a muerte. Su experiencia dice que luchan por la emancipación los que acumulan experiencias de injusticia. Son grupos humanos con tradiciones socializadas.
Uno de los legados culturales del socialismo es que la liberación de los oprimidos conlleva la liberación de todos, si el orden político emergente se construye teniendo como centro de gravedad los derechos del que sufre la injusticia. En ese punto de universalización, sin duda, el político socialista se da de mano con la convicción racional que pone en el lenguaje la posibilidad de un entendimiento entre los hombres. Pero a la palabra hay que echarle una mano desde la acción institucionalizada, añadirá el político.
El político concluirá las casi 500 páginas de La teoría crítica de Jürgen Habermas sin que pueda escribir en su cuaderno de notas nuevas recetas para su quehacer. Hasta puede tener la satisfacción de que a esa teoría política se le escapan numerosos datos, interesantes para el análisis. Pero también se irá con la convicción reforzada o la desazón, según los casos, de que la vieja afirmación "el capitalismo es la apropiación privada de la riqueza pública" no sólo merece condena moral, sino que es políticamente superable. Todo depende de que no se deje liar por la maraña de la racionalidad tecnológica, sino que a través de ella articule las nuevas motivaciones emancipatorias. A Habermas no le gustan las utopías porque al carecer de anclaje en la materialidad de la sociedad acaban convirtiéndose en inocua moralina. El político, nada dado a correr aventuras, tiene al menos en esa confianza materialista habermasiana una razón para la esperanza.
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