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D'Annunzio, el fascismo y su eco

Cuando, durante la guerra española, Mussolini decidió intervenir en ayuda de Franco, deseaba que D'Annunzio le diera su bendición con un artículo que publícaría Il Corriere della Sera. D'Annunzio pidió 50.000 liras por anticipado (que entonces eran suficientes para comprar una hermosa y cómoda casa: 500 millones de hoy). Se las dieron, y envió un artículo en el cual insultaba imparcialmente a ambas partes en guerra. Impublicable; pero hoy habría que buscarlo entre sus cartas o en el archivo de Il Corriere para ver si realmente sentía aversión por aquella guerra o si lo había escrito sólo para desairar que, por cuanto se sabe , le desairaba siempre que tenía la ocasión (el último desaire fue el de hacer circular versos satíricos sobre Hitler cuando, en 1937, éste fue solemnemente recibido en Italia). Por tanto, es fácil comprender y justificar el hecho de que cuando la noche del 1 de marzo de 1938 se le comunicó a Mussolini la muerte de D'Annunzio la primera respuesta fue un "¡finalmente!". En la Italia fascista, para el Gobierno fascista, la presencia de D'Annunzio había sido un continuo chantaje. D'Annunzio sentía, hacia Mussolini y hacia el fascismo el rencor de quien ha sufrido un engaño, una usurpación, y, por tanto, la voluntad y el gusto de hacerse compensar con creces en gloria y dinero. El fascismo tenía y tiene en Italia antiguar, raíces (y hoy no sólo se extiende en aquella parte que explícitamente se dice fascista), pero si se quiere encontrar el origen del fascismo propiamente dicho, del que surge durante la Primera Guerra Mundial y que llega a su ocaso en la Segunda, es preciso pensar en D'Annunzio, en su retomo de Francia y en su discurso en Quarto -de donde, en 1860, había partido Garibaldi hacia Sicilia con sus 1.000 voluntarios para hallar su constitución intrínseca, que era una manera de afirmar la voluntad general fuera del Parlamento y contra el Parlamento. Un desarrollo preciso y consiguiente sobre la voluntad general, que parte de Rousseau y llega hasta Hitler (y bien podemos agregar a Stalin), se encuentra en el libro de Peter Viereck, que valdría la pena proponer nuevamente, Metapolitics, from the Romantks to Hitler, publicado en EE UU en 1941.En el momento en que D'Annunzio, en Quarto, clamaba por la voluntad general, Italia era un país de campesinos y obreros, en su mayoría analfabetos, que no sólo no querían hacer una guerra, sino que lo soportaban mal -como una vejación, una superchería; especialmente en el sur-, incluso la leva. Sin embargo, la voluntad general, representada preferentemente por estudiantes ya dannunzianos, tanto en el lenguaje como en el comportamiento, quería la guerra, invocaba aquella guerra que no querían ni el Parlamento ni las masas socialistas, ni Benedetto Croce ni Benedetto XV. Existen las minorías silenciosas, pero, en los países con una democracia frágil, están destinadas a ser avasalladas por las mayorías vociferantes. Al entrar en guerra, el 24 de mayo de 1915, Italia decidía su destino para los próximos 30 años, y D'Annunzio, su palabra, su poesía, su modo de vida, marcaban aquella decisión y aquel destino con un sello indeleble. Sus intrépidas y heroicas hazañas durante la guerra, su rebelión contra el Gobierno, inmediatamente después lo confirmaron en el papel de protagonista y, sólo el tomar partido por Mussolini, la difusión del fascismo que se había apoderado de sus palabras y de sus ritos, le relegaron al dorado papel de bautizante del fascismo, del san Juan Bautista del fascismo (precisamente así, Gabriel D'Annunzio Saint Jean du Fascisme, se titula la biografía publicada en 1934 por Le Mercure, de Francia). Era un papel que a D'Annunzio no le gustaba desempeñar por razones de poder, que sentía no poseer y que estaba en otras manos, y por razones de gusto, pues consideraba a los hombres del fascismo, con Mussolini a la cabeza, como ignorantes, groseros y de una codicia infame. En resumidas cuentas: les despreciaba y con desprecio los obligaba a pagar sus lujos, sus caprichos, cocaína y prostitutas incluidas. Tal vez se le puede considerar como el italiano menos fascista que haya existido en los años veinte y, ciertamente, fue el italiano que más se divirtió con el fascismo. No obstante, ello no acentúa en absoluto su responsabilidad histórica: le dio forma al fascismo informe que de siempre había existido en Italia y reforzó su componente antiparlamentario (presente también en otros escritores contemporáneos suyos; baste recordar a Pirandello), y avaló las anacrónicas aventuras coloniales.

Aparte de lo que le costaba al Gobierno fascista mantener alrededor de D'Annunzio una corte principesca (de hecho, era príncipe de Monte Nevoso), ingente fue el gasto para la edición nacional de la opera omnia, bajo el patrocinio del rey y con la presidencia honoraria de Mussolini. Estaban previstos 80 volúmenes de unas 300 páginas cada uno, impresos "con los caracteres perfectos de la imprenta original de Giambattista Bodoni, en el más puro estilo tipográfico lineal italiano", sobre papel hecho a mano que llevaba en filigrana el último lema del Comandante (así le llamaban todos), ya que lemas, a lo largo de su vida, había creado muchos: "Yo tengo aquello que he dado".

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Papel pergamino

De cada volumen se tirarían 2.500 ejemplares, pero, fuera de serie, habría un cierto número de ellos impresos sobre "verdadero pergamino" o sobre "papel imperial del Japón", lujosamente encuadernados. En Francia, D'Annunzio se había educado el gusto a las ediciones bellas y raras: papel, tipografía, encuadernión (parece que su deuda con un encuadernador parisiense era realmente grande); gusto que, para otras cosas, puede decirse que no lo tenía, incluso que era pésimo.

No sabemos cuántos volúmenes de los 80 previstos llegaron a publicarse. Muchos, pero, ciertamente, no todos, incluso porque en el proyecto preparado por él mismo con meticulosidad se incluían obras que tenía la intención de escribir y que no escribió. De todos modos, de los muchos publicados, hoy resistimos la lectura de unos pocos. De Le Laudi, sigue siendo inmenso el libro de Alcione; es mejor que leamos la prosa, los cuentos regionales que las novelas cosmopolitas. En cuanto al teatro, parece que nadie ha notado (o querido notar) el eco que de él aparece en el teatro de Lorca, y esto es igualmente válido para aquello que todavía hoy gusta de Lorca y para aquello que ya no gusta más.

Pero, ¿por qué hablamos de D'Annunzio?

Las razones son dos. La primera es que en Italia ha concluido 1987 y 1988 se ha iniciado con una polémi sobre el fascismo y el neofascismo, temas que implican el recuerdo de D'Annunzio y un análisis del dannunzianismo; la segunda, que este año se cumple el 50º aniversario de su muerte, hecho que Italia no puede ignorar y que, ciertamente, se celebrará con el derroche habitual. Y esperemos que, por lo menos, surja, de cualquier parte, un serio examen de conciencia.

Cuando, en los años cincuenta, Mao Zedong se encontró con un representante oficial de la Italia democrática, como un signo propio de relacionarla a un recuerdo cultural, pronunció el nombre de D'Annunzio. Y no hay de qué sonreírse: es una relación aún válida por muchos motivos. Hélas!

Traducción de Carlos Seavino.

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