La cuarta parte del cielo
El 31º Congreso del PSOE ha corregido las magnitudes del viejo proverbio chino que hace de las mujeres la mitad del cielo, para convertirlas en la cuarta parte de su firmamento. El procedimiento ideado a fin de materializar ese objetivo (el sistema de cuotas de representación femenina en un porcentaje no inferior al 25%) constituye una confesión de la incapacidad mostrada hasta ahora por los militantes socialistas para responder a los cambios producidos en la sociedad española y para ajustar sus conductas a los valores defendidos en su programa. Si se recuerda que Alonso Puerta comparó su desilusión ante la derrota de Izquierda Unida en el referéndum sobre la OTAN con el disgusto de cualquier padre al escuchar a la comadrona que el retoño recién nacido es una niña, nadie puede sorprenderse de los estragos causados por la estupidez machista en la cultura de la izquierda española.El sistema de cuotas se justifica únicamente como un rudimentario artificio mecánico para propiciar esas transformaciones de la sensibilidad que ningún reglamento administrativo puede sustituir. Porque la medida, tal vez útil como rodrigón temporal, serviría tan sólo para construir una jaula en el caso de que la mentalidad de los militantes socialistas no cambiara radicalmente en el futuro. Ni la inteligencia política, ni la honradez personal, ni la capacidad de trabajo tienen sexo. Pero tampoco parecen existir fundamentos teóricos serios para asignar a cada sexo cuotas en el desempeño de cargos públicos, más allá de una primera sacudida orientada a poner en marcha un mecanismo capaz de contrarrestar las oscuras pulsiones hacia el poder del machismo dominante.
Éxito de la Izquierda Socialista
Paradójicamente, Izquierda Socialista, que conquistó el derecho a ocupar nueve puestos en el comité federal, había relegado a sus candidatas a lugares que las excluían de cualquier oportunidad para acceder a ese órgano como representantes de la minoría. El éxito de Izquierda Socialista seguramente fue posible gracias a los votos prestados por quienes deseaban expresar sin riesgo su malestar (sólo esta votación era personal y secreta) y sentían inquietud ante la insaciable sed de control del aparato burocrático del PSOE, poco dispuesto a que nada escape de la vigilante mirada del Gran Hermano.
En la perspectiva de los nuevos enfoques, que han sugtituido el papel central de las clases sociales por el carácter dominante de otros grupos, los jóvenes ocuparon,junto con las mujeres, la atención del 31º Congreso del PSOE. No se trata sólo de la prioridad concedida a la política de empleo juvenil. Sobre los socialistas planea también el temor de su creciente incomunicación con las generaciones que alcanzaron la mayoría de edad durante la transición democrática. Alguna vez se ha dicho que la única batalla que la oposición antifranquista ganó a la dictadura fue la batalla de las costumbres, una victoria que no planeó ningún estratega y no dirigió ningún partido. Sin necesidad de recurrir a la teoría orteguiana de las generaciones, hay datos para suponer que los actuales gobernantes, cuya sensibilidad política se corresponde con la España contestataria de las décadas de los sesenta y de los setenta, pueden encontrar su derrota en las urnas a manos de unos nuevos votantes que no se reconozcan en los socialistas y cuyos valores marchen por ignotos caminos.
Pero no sólo de mujeres y de jóvenes se ocupó el 312 Congreso del PSOE. El discurso de Nicolás Redondo hizo resonar en la sala las reivindicaciones tradicionales del movinúento obrero organizado, único sujeto histórico en cuyo nombre hablaban hasta hace pocos años, como instrumentos gemelos de un mismo ventrílocuo, el PSOE y UGT. La intervención de Nicolás Redondo fue todo lo firme y clara que los usos de la cortesía permitían. Las discrepancias de UGT con la política económica del Gobierno, cuadren o no las sumas que las fundamentan, quedaron expuestas con nitidez y con dureza. En el discurso de clausura, Felipe González sólo dio una réplica oblicua o implícita a Nicolás Redondo, como parecía exigirlo también su papel de anfitrión.Las reflexiones de Felipe González en tomo a las más recientes informaciones calumniosas contra la clase política tendrán irremediablemente mala prensa, sobre todo en la Prensa mala. Es verdad que la contraposición entre la libertad de expresión y la responsabilidad de ejercerla dispara automáticamente los reflejos defensivos, no necesariamente paranoicos, de una profesión que ha convivido durante décadas con la censura administrativa y la autocensura. Sin embargo, merece algo más que un juicio de intenciones, abocado de antemano a la sentencia condenatoria, la protesta de Felipe González ante las invasiones denigratorias en la vida privada de los políticos. No es seguro que ese detestable fenómeno sea una peculiaridad española ni que los socialistas constituyan las únicas víctimas de esos especialistas en el linchamiento moral. Nicolás Redondo había afirmado antes que UGT nunca ha sido un sindicato amarillo. Desgraciadamente, ese color no es infrecuente, ni tampoco políticamente inocente, en la inmensa mayoría de los países democráticos. Pero también es verdad que el hecho de aceptar la inevitabilidad de la polución informativa como coste superfluo de la libertad de expresión no implica asumir su defensa ni renunciar a su denuncia.
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