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La metáfora de El PaImar

Todo empezó con el juego de mirar al Sol en un lentisco del páramo de Utrera; con ver venir a la Virgen por zanjas y barrancales. Hasta que apareció por allí Clemente, un indocumentado, sólo con las cuatro reglas. Como un enviado de la urbe de María, investido de no se qué afanes por hacer de administrador de los prodigios marianos. Traía un lenguaje de capillita sevillano, una jerga de santurrón criado entre enaguas de sacristía, un afán de vestir con piedad otras debilidades humanas. Yo lo recuerdo con un cierto aire de cobrador de la luz que no llegó a tiempo al seminario y que hubiera sido siempre incapaz de saber más latín que el confiteor de memoria. Clemente buscaba una colocación en el gremio de los iluminados, y venía, con sus famas particulares, de la nómina de los pintorescos, un conjunto de personajillos que en Sevilla tienen mote y ocurrencia pronta para responder con descaro a las provocaciones. No creo que por aquella cabeza transitaran las ideas ni que Clemente poseyera olfato para otra cosa que para la cera y el incienso devocional. Acaso también para el perfume cutre de ignotas seducciones. Estoy seguro de que no pensó que en tierra de cultivo para la superstición y la milagrería podría hacer un negocio inmobiliario ni alcanzar un trono de bon vivant. Se metió en aquello porque le gustaba la Iglesia de antes, la que precedió al Vaticano II. Apenas tendría noticias de Trento, pero, de haberlas tenido, ésa era la iglesia de Clemente, una iglesia asotanada. Por eso se montó pronto un ropero, después de trasegar en todos los percales por rastros y rastrillos, anticuarios y sacristías abandonadas.Antes de que unas extrañas finanzas, con misteriosos orígenes -evidencia de que la irracionalidad no es sólo patrimonio hispano o de que los iluminados celtibéricos sirven para proteger intereses impensables-, Clemente dio por concluida la serie de visitas de la Santa Señora a las tierras de Utrera y empezó a asombrar a su pueblo con la megalomanía basilical. A lo mejor no lo pensó, pero por aquellas tierras, para la devoción, andan poco necesitados de las visitas celestiales. Les gusta más un san Rafael o un san Miguel columpiando su gracia arcangélica en él arrebol de los retablos barrocos que la sorpresa del espíritu desnudo. Andalucía no es una tierra de abstracciones. Por eso prefieren a sus vírgenes llenas de pendientes y coronas, con los cuerpos orondos renletos de bordados y mantos de largas colas. Parece que están vivas y son de aquí. Las otras vírgenes, las que se llegan a Fátima o a Lourdes, las que vienen del más allá, semejan vírgenes extranjeras, repudiosas ante los piropos y las saetas, incapaces de ser mecidas en sus pasos y sin aguantar una broma. Clemente encontró los dólares entre las almas generosas que fomentan locos fuera de casa y montó el sarao con una Virgen del Carmen llena de metros de tela, más coronada imposible, erguida bajo un palio y precedida de ciriales que los curas modernos habían arrumbado ya.

A la Orden del Carmelo le habían salido por aquí en otro tiempo una gran reformadora, que leía novelas de caballerías y que se llamó Teresa, y un insigne poeta que tomó el nombre de Juan de la Cruz. El semianalfabeto Clemente escribió en papel cuadriculado la regla de su nueva orden de los carmelitas de la Santa Paz, para llevar al carmelo más atrás de Teresa o para meterlo en un camino disparatado, una tercera vía que los condujera por la vida licenciosa de antes de la reforma.

Tenía que ser en España, una España que este cofrade autoascendido a hermano lego y pronto a padre general, debió encontrar muy descristianizada, sin apenas vocaciones. Las vocaciones le vinieron a Clemente, algunos rebotados de conventos españoles aparte, de diversos países. Sevilla se nos llenó de rubios con traje talar y las estancias de la casa generalicia de Clemente fueron invadidas por los imberbes que, tras la llegada de un obispo vietnamita, personaje que pudiera atribuirse a la alucinada creación de un perverso, pasaron de presbíteros a obispos y luego a arzobispos o cardenales, cuando Clemtnte Domínguez recibió del cielo el aviso de que en Roma no estaba el Papa verdadero y el arzobispo de Sevilla se negó a rendirse a la evidencia de que en el Palmar de Troya se había proclamado al nuevo Pedro.

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Clemente XVII es la cosa mitrada que aglutina a una feligresía multinacional que ha recuperado los velos para las señoras, y para los frailes-obispos, el ejercicio de la desmesura en el yantar, sobre todo en el beber, y nada puedo decir del fornicar. Pero un papa de Sevilla tenía que ser un papa llano, sin la sofisticada delicadeza de los italianos ni el distanciamiento del polaco reinante. Por eso Clemente dejó la silla gestatoria sólo para recordar a sus paisanos, de cuando en cuando, que él es papa y que se chinchen. Se pasea ahora en automóvil o andando, circundado de discípulos predilectos que se abrigan a su pecho de pastor, y frecuenta con ellos las tabernas y hace un corte de manga cuando al santo padre Clemente lo llaman maricón.

Pero, a pesar de todo, de tanta envidia, de tanta incomprensión con la Iglesia palmariana, a Clemente le va mejor en Sevilla que cuando sale de ella. Viajó un día al norte del país y se dejó los ojos en el camino. Tiene ahora que imaginar las luces de los cirios en sus tronos recuperados y palpar con sus manos el barroco traperío de sus vírgenes o la ingenua bondad del Tostro de sus obispos en las visitas ad líminam que le hagan a este pontífice singular dentro de su propio hotelito de la calle Redes. Salió un día de Sevilla, siguió las huellas de santa Teresa, y los vecinos de Alba de Tormes, como una turba de infieles, se abalanzaron sobre sus carnes orondas por un quítame allá esa blasfemia. La Guardia Civil tuvo que quitarle al pueblo un papa de las manos. Nunca lo hubieran pensado los miembros de la Benemérita. Ahora el Tribunal Supremo se ha visto obligado a autorizar la inscripción en el registro de asociaciones religiosas de la Iglesia cristiana palmariana. Pocos tribunales de este carácter en el mundo habrán tenido que pasar por parecidos trances. Pero la ciega desfachatez iluminada de Clemente tiene a su lado un singular Marcinkus. Éste se llama Manuel Alonso Corral,, y vigila los pasos de, su papa por el limbo de sus alucinaciones y su ebriedad con una bolsa llena de moneda extranjera, sin la cual ningún Vaticano se explica.

Si la imaginación de uno de nuestros dramaturgos hubiera concebido una obra teatral de estas características, los críticos, además de hablar de esperpento, lo acusarían de incapacidad para hacer creíble la ficción. La Iglesia hubiera puesto el grito en el cielo, lugar muy propio en este caso para colocar el grito, y sus rabietas con el Teledeum de Els Joglars hubieran quedado en puro gesto de desagrado. Lo que sucede con este teatro del absurdo es que, quizá, muchos vean en él una metáfora de España y una metáfora de la Iglesia. Demasiado.

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