La navaja
El sol estaba alto, pero a la habitación no llegaba ninguna luz. Delia había corrido la espesa cortina parda para aislar su vida de las indiscreciones del patio.Sixto Eguren llevaba rato despierto cuando se decidió a encender la lámpara de la mesilla de noche. Se levantó, se puso unas chancletas y fue en busca de los pantalones y la camiseta que había usado el día anterior y languidecían sobre una silla. Después se dirigio a la cómoda y abrió el primer cajón. Por un momento adivinó en el azogue un turbio esbozo de su propio rostro, el perfil de la enorme luna del ropero y bultos indefinibles dispuestos a su espalda.
Puso encima del mueble todo lo que necesitaba para afeitarse y dos toallas. Metió una en la jofaina, esperó a que se empapara y la retorció con poco empeño para quitarle parte del agua.
Con la toalla mojada y la navaja en la mano, se acercó a la cama. Se vio salir del cristal atento del otro lado. Delia yacía con un brazo a lo largo del cuerpo, junto al borde del colchón, y el otro sobre la almohada y la mancha azul del pelo, la mano abierta al cielo, toda desnuda, con la sábana arrugada a los pies. Eguren le cubrió las piernas y el vientre. Ella tenía el rostro vuelto hacia su derecha, hacia el lugar que debía ocupar el hombre. Él contempló la diáfana piel del cuello y el tierno vuelo del pulso. Los tráficos menudos de fuera generaban ruidos remotos, escasos.
Abrió la navaja con cuidado, sosteniendo el lienzo sobre el antebrazo, indiferente a las gotas que le corrieron hasta el codo. Dio un último paso.
Al sentir contra la mejilla y el cuello el frío de la tela empapada, Delia abrió los ojos: no pudo girar la cabeza para encontrar los del que, con todos los dedos de su mano izquierda abiertos, fijaba su posición. Quizá ni siquiera haya llegado a comprender el paisaje del muro y el ropero, ni se le haya alcanzado el sentido de aquella fuerza sobre ella. Quizá haya querido gritar: pero si el aire buscó la voz, sólo encontró la hoja hundida por el marido con su mano libre, la derecha, exactamente debajo del ángulo de la mandíbula.
El alarde de sangre se apagó en la toalla. Sixto Eguren no vio la piel. Retiró la cuchilla lentamente, limpiándola en ese mismo gesto, rodeada como la tenía por el barullo de tejido claro y espeso y mojado. Miró sin fe el borde del metal callado y lo escondió entre las cachas del mango antes de echársela al bolsillo. Acomodó unos cabellos de la mujer con una caricia torpe y subió la sábana hasta disimular la boca vencida. Con un índice acusador le cerró los ojos.
Sin mirar hacia la cama otra vez, recogió de sobre la tapa de mármol de la cómoda lo que allí había quedado: la crema de afeitar, la brocha, una toalla seca que se echó sobre los hombros, a la manera de los boxeadores.
Salió al patio como estaba, con la camiseta de tirantes. No esperaba cruzarse con ninguno de sus vecinos, gente de orden que en domingo no se levantaba nunca antes de las nueve. Empleados como él. Como él, habían alquilado un cuarto por unos días y se habían establecido sin darse cuenta.
El perro del Quimet Vallcorba se le metió entre las piernas cuando cerraba la habitación con lento esmero, como para no molestar a Delia. Lo apartó de un puntapié.
-Quita ese animal de mi camino o el día menos pensado lo encontrarás sin rabo -amenazó en voz queda.
El chico no se hizo de rogar.
-Vamos, chucho -dijo, alejándose sin alzar la vista del suelo, impresionado.
Eguren fue hacia el fondo de la casa. Dejó en la pila la brocha y el pote de crema y entró en el retrete para orinar, con la puerta entreabierta. En una radio distante reconoció el canto de Marcos Redondo.
Metió la cabeza bajo el grifo y se estuvo así, sin pensamientos, durante un tiempo que no supo medir. Al incorporarse, el agua del pelo le corrió hasta el pecho, hasta la cintura. No se secó. Se puso crema en la cara y empezó a pasarse la brocha húmeda con parsimonia, con riguroso método, hasta hacer mucha espuma, blanca, uniforme, perfecta.
Sacó la navaja del bolsillo, la abrió y se situó ante el espejo, aquel trozo de vidrio oscuro en que percibía poco más que contornos quebrados. Los movimientos de Sixto Eguren eran precisos, inocentes, y el sonido del metal al rasar el pelo abría un espacio de serenidad, higiene, extrema pureza. Se dio jabón dos veces y perfeccionó a ciegas la línea tan fina del bigote.
La navaja abierta descansé en el fondo de la pila mientras él se lavaba. Después la cogió, le quitó en el agua lo que hubiese que quitarle, la secó, la dobló y la depositó con cuidado sobre el borde de piedra.
Únicamente se llevó a la habitación la brocha y el pote.
Estaba más fresco en la sombra, dentro. Sin atender a la figura de la cama, abrió el ropero y tomó una camisa blanca, el traje de verano más cuidado y los zapatos negros. Los calcetines asedados y los calzoncillos estaban en la cómoda.
Arrojó al piso todo lo que llevaba puesto y se vistió con la ropa limpia.
El dinero y los documentos estaban en el bolsillo de la gabardina, donde siempre. Lo pasó todo a la chaqueta. Encendió un celtas, el primero, advirtió, cuando estuvo preparado para marcharse.
En el salón de junto a la entrada de la casa había un televisor a media voz. Se detuvo ante la puerta y contempló el mismo espectáculo de cada domingo.
En un rincón, en la pantalla, un hombre corpulento celebraba la misa. Eran imágenes en blanco y negro de un trámite gris que poco tenía que ver con el espectáculo de la iglesia. Faltaban en él aromas, murmullos, desconciertos, colores mágicos, el sueño de la representación.
En medio de la estancia, Ángeles, hija de la dueña y heredera sin remedio de aquella suerte de fonda o corrala creada por los inviernos de la posguerra, seguía la liturgia sin vacilaciones, arrodillándose y poniéndose de pie cuando correspondía, musitando las palabras debidas, gesticulando según lo prescrito, haciendo todo lo que Eguren, a pesar de los años de internado y de la insistente presencia de los curas en la gestión de su existencia, nunca había terminado de aprender.
Ángeles era rubia, húmeda, mezquina, y hablaba a gritos. Al finalizar la misa, fue hasta el aparato y lo apagó.
-Buenos días, Ángeles -dijo el hombre.
-Que tenga usted muy buenos días, señor Eguren -respondió la muchacha, reparando en él; siempre empleaba más palabras de las necesarias-. ¿Y la señora Delia? -preguntó.
-Duerme. Anoche descansé mal, por el calor -explicó él.
-Claro, claro -aceptó ella, sin interés- ¿Va usted a laiglesia? -averiguó en seguida.
-Voy a comprar La Vanguardia -eludió él.
-Ya hace usted bien, enterándose de todo -glosé Ángeles.
En aquel momento llegó el chico, Quimet, corriendo, con el perro en sus talones y la navaja de Eguren en la mano.
-Que se ha dejado usted esto en la pila -dijo, mostrándola.
Eguren miró el objeto como si no lo conociera. Luego lo cogió y lo guardó en la chaqueta, como se guarda una estilográfica.
-Gracias -sonrió.
Saludó con un gesto vago, se dio la vuelta y salió a la calle.
-Hasta más tarde -alcanzó a prometer Ángeles.
Esto fue a mitad de los sesenta, hace unos 20 años.
Ángeles entró en la habitación de Eguren por la tarde. La puerta no tenía llave y el hombre no había regresado. Vio el cuerpo de Delia en la cama y lo atribuyó al sueño. Pasó la noche en vela, esperando alguna señal. Cerca del amanecer, como no quería gritar, llamó al sereno, que jugaba al mus en la bodega de la otra calle.
Nunca más nadie volvio a ver a Sixto Eguren.
Dicen que cruzó a Francia.
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