Saga de evadidos
LERDO DE Tejada, Palazón, Ruiz-Mateos, la dulce Neus, Hellín... Y ahora Messía Figueroa. Éstos son sólo algunos de los nombres con los que se puede tejer la larga saga de evadidos de la justicia en la democracia española. Las circunstancias en las que cada uno de ellos se encontraba en el momento de poner pies en polvorosa podían ser distintas: libertad provisional, permiso carcelario, riesgo cierto de detención policial... Pero en todos coinciden la disponibilidad de medios económicos o el apoyo de tramas ocultas, o ambas circunstancias a la vez, que. Son el mismo tipo de fugados, que huyen a los mismos países del otro lado del Atlántico, con los que España no tiene tratado de extradición, y que utilizan el ya clásico camino de la frontera con Portugal.El aristócrata Jaime Messía Figueroa puso en práctica a primeros de este mes el esquema de evasión ensayado tantas veces con inexplicable éxito: provisto de un pasaporte falso desapareció por un indeterminado punto de la frontera portuguesa y reapareció al poco tiempo en Brasil. Detrás ha dejado dos procesamientos, uno por secuestro de un industrial de joyería y otro por atraco, y otras dos implicaciones en sendos casos como presunto autor de estafas por un valor de casi 700 millones de pesetas. Su nombre ha aparecido repetidamente relacionado con las fechorías atribuidas a la llamada mafia policial. Al parecer, la primera autoridad que se apercibió de la desaparición de Messía fue la judicial en el momento de iniciar uno de los juicios que tenía pendientes: el procesado, que estaba en libertad provisional desde hacía algunos meses, no se sentaba en el banquillo. Inmediatamente se dictó orden de busca y captura, pero ya era demasiado tarde: Messía había abandonado el territorio nacional al menos 10 días antes sin que la policía y los agentes de fronteras hubieran sido capaces de detectar su desaparición.
A nadie se le oculta la gravedad de hechos como éste. No sólo porque dejan inconclusa la reparación debida por crímenes abominables o sin explicación confusas actuaciones delictivas que hunden sus raíces en las mafias del dinero y del crimen organizado. La extraña cadencia con que se producen también mina el crédito de las instituciones del Estado y arroja serias dudas sobre su eficacia y, en definitiva, sobre su misión de velar por el cumplimiento de la ley y de impartir justicia por igual a todos los ciudadanos. Pero ni se investigan suficientemente los errores, omisiones, negligencias o complicidades que hacen posibles estas rocambolescas y cantadas fugas ni, por tanto, se toman medidas contra los culpables. Salvo el recurso al obligado pero escasamente operativo busca y captura judicial, las autoridades parecen no haberse inmutado, y, que se sepa, ninguna investigación se ha iniciado sobre la facilidad con que se produjo ni sobre el retraso con que se tuvo conocimiento del mismo.
Cuando se producen este tipo de sucesos siempre hay voces interesadas que culpan de los mismos a las leyes vigentes. Pero se olvida que las leyes, que tienen una dimensión general, deben ser aplicadas al caso de acuerdo con un cuidadoso estudio de las circunstancias. Sin duda, esto es demasiado pedir todavía a determinados jueces y policías. No es raro, por ello, que se otorguen libertades provisionales indebidas y permisos carcelarios a quienes van a utilizarlos para organizar su evasión. Hasta ahora, a los únicos a quienes se les ha exigido responsabilidades por algunos de estos hechos ha sido a los jueces. Pero los errores en cadena que propician fugas tan espectaculares se extienden también a la administración penitenciaria y al aparato policial y, que se sepa, ninguna responsabilidad se les exige cuando se producen.
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