Antonio, entre el Este y el Oeste
Como casi todos los años, María Rosa y su Ballet Español han vuelto a Madrid, esta vez con Antonio como director artístico y coreógrafo de la compañía.La incorporación del que fue tan gran bailarín -y que dirigió durante unos años el Ballet Nacional Español- supone sin duda un esfuerzo por parte de María Rosa de infundir calidad y orientación a su compañía, una de las pocas que sobreviven en las arenas movedizas del ballet español, género que con demasiada frecuencia significa hacer cualquier cosa en un escenario siempre que sea sobre música española.
El programa presentado por María Rosa y su Ballet Español fue el siguiente: Allegro de Concierto (Antonio / Granados); Almería (Antonio / Albéniz); Paso a cuatro (Antonio / Sorozábal); Zapateado (Antonio); Benamor (Victoria Eugenia / Luna); Aragón (Azorín / Ruiz de Luna); El rocío (Antonio / Turina y popular).
María Rosa y su Ballet Español
Primeros bailarines: Maribel Martín y Carlos Vilán. Guitarra: Antonio Amaya. Cantaor: Antonio Barbate. Dirección artística, coreografía y luminotecnia: Antonio. Madrid, teatro Albéniz. Miércoles 23 de diciembre de 1987.
En la primera parte del programa Antonio ha arreglado algunos números para la compañía, entre los que destaca un Paso a cuatro de escuela bolera que, no obstante los excesos de técnica posterior que contiene, consigue mostrar algo de la vivacidad, la gracia antigua y la pequeña batería alada propias de esa escuela desgraciadamente en vías de extinción.
La segunda parte del programa está totalmente consagrada a un ambicioso nuevo ballet de Antonio, El rocío (según se dice en el programa, "ballet inspirado en la leyenda de la famosa romería andaluza a través de las distintas épocas"), que, además de la música de Turina, guitarra flamenca y cante enlatado, utiliza diapositivas y un texto no atribuido en la voz de Jesús Quintero.
Decadencia
El rocío es una ilustración palpable del avanzado estado de decadencia en que se encuentra el antes mencionado género de ballet español. Hay pastores y pastoras esforzándose por bailar ballet, chicos guapos con pañuelo a la cabeza tratando de taconear flamenco, un grand jetté por aquí, una sevillana desvaída por allá, todo aderezado por continuos y agotadores cambios de trajes, braceo persistente, entradas y salidas de María Rosa y proyección de diapositivas y voz en off contando lo de la Blanca Paloma.Antonio, cuyo mayor mérito como coreógrafo es haber aprendido a manejar grupos y moverlos por el escenario -en un estilo peculiar, que en sus mejores momentos parece estar a mitad de camino entre los Moiseev yla comedia musical americana- llega a aburrir cuando, por afán de meter clásico, decide romper la expresión y los ritmos españoles, logrando así descafeinar y dejar desprovisto de color todo el baile.
Pero en los números puramente flamencos no consigue tampoco levantar el ánimo, quizá porque se apoye demasiado en el recuerdo de sus propias -y extraordinarias- cualidades como intérprete, que, impostadas en los demás, se convierten en simple amaneramiento. Lo mejor sigue siendo, corno en años anteriores, la Jota del valle de Ansó y la de Zaragoza, que, montadas por Pedro Azorín, cierran la primera parte.
El público, que venía dispuesto a aplaudir lo de siempre, sin plantear exigencias, se fue enfriando conforme. avanzaba El rocío, tributando al final aplausos educados -y, sin duda, merecidos- al esfuerzo de los intérpretes.
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