Equilibrio formal y emotivo
Seis años después de La tragedia de un hombre ridículo, Bernardo Bertolucci, fiel a sus formas y contenidos, vuelve a protagonizar la actualidad cinematográfica con el estreno de El último emperador, una superproducción rodada en la hasta ahora impenetrable China, y para cuyos interiores se han utilizado los estudios de Beijing y Roma.Su guión se basa en la autobiografía de Pu Yi, De emperador a ciudadano, el último emperador de la dinastía Ching, y de su país, que desde su entronización en La Ciudad Prohibida, en 1908, tras ser arrancado de los brazos de su madre cuando contaba tres años, vivió y sufrió, juguete del destino, la instauración de la República de Sun Yat Sen, el militarismo del Kuomitang de Jiang Jieshi (Chiang Kai-chek), la invasión japonesa de Manchuria, el nacimiento de la República Popular de China, los campos reeducativos de Mao, y la Revolución Cultural.
El último emperador
Director: Bernardo Bertolucci. Guión: Mark People y Bernardo Bertolucci. Fotografía: Vittorio Storaro. Música: Ryuichi Sakamoto, David Byrne, Cong Su. Producción: Italia, 1987.Intérpretes: John Lone, Joan Chen, Peter O'Toole. Estreno en Madrid: Palafox, Cristal, Arlequín, Alphaville (v. o. inglesa, subtitulada).
Al igual que los antihéroes filmicos del soviético Alexei Guerman, se nos presenta en la pantalla a un Pu Yi (1905-1967) que fue víctima de la inevitabilidad de los acontecimientos históricos de su época y que determinaron su existencia.
Austeridad
La acción de la película, que comienza en 1959, cuando el protagonista había dejado de ser El Hijo del Cielo y estaba a punto de convertirse en el prisionero 981, antes de acabar su existencia como jardinero del botánico de Pekín, está narrada utilizando el flash back para ilustrar la encuesta histórica biográfica, eludiendo la linealidad argumental para desdramatizar la emotividad de su vida, cuyas diferenciadas etapas están. matizadas por la excelente graduación colorística y lumínica de la fotografía de Vittorio Storaro.Bertolucci, con estilo y precisión, evidencia una escritura fílmica que va del barroquismo contenido al manierismo recreativo, eludiendo la, tentación de la suntuosidad como fin en sí misma y aproximándose a veces a cierta austeridad cuando el argumento lo requiere. A pesar de la vorágine de hechos históricos que envuelven al emperador, y evitando emborracharse ante la espectacularidad de la producción, el realizador impone un tono intimista a la peripecia vital del personaje, que sólo pudo imponer su despotismo infantil caprichoso en lo accesorio y cotidiano, y que cuando intentó imponer su voluntad bienintencionada en decisiones políticas trascendentes volvió a ser títere del destino, siempre aislado en su soledad impuesta por las circunstancias, viendo desaparecer gradualmente su poder tan efímero como inútil.
Bernardo Bertolucci elige imponer un cierto distanciamiento que elude las fáciles y complacientes emociones, sin renunciar a sus obsesivas constantes, tales como la separación de la madre, la ausencia de la figura del padre, el tema del traidor y del héroe, la decadencia, la soledad, la tragedia del hombre que, sobrepasado por su época, le hacen ridículo, fracasado... Y de nuevo deja el imborrable sello de su personalidad en secuencias como el menage a trois, la despedida del preceptor imperial, la recepción en Manchuria, el desfile de la guardia roja, el interrogatorio, por citar algunos ejemplos de tratamiento contrastado.
Aunque el cineasta italiano da prioridad al hombre, la inflexión histórica que condujo a la China imperial a la revolución cultural está presente como telón de fondo, sin un tratamiento profundo.
Brillante e íntima, buscando el equilibrio, la fuerza de determinadas secuencias puede poner en peligro la primacía en la memoria del conjunto de la obra, aunque la acumulación de las mismas también contribuye a valorar la entidad artística en su totalidad, en un equilibrio entre la suntuosidad fastuosa y la pormenorización emotiva.
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