¿Hay que cerrar la ONU?
La elección por gran mayoría de Federico Mayor Zaragoza para dirigir la Unesco abre las puertas a la esperanza de quienes creen en el sistema de las Naciones Unidas y de este organismo en concreto, según los autores de estos dos artículos. En ellos se analizan las causas que han provocado la crisis de esta institución y se apuntan los cambios que se han producido en el mundo durante el largo y controvertido mandato del predecesor de Mayor, el senegalés Amadou Mahtar M'Bow. Entre los fallos que se le achacan está la rutina de sus métodos de trabajo, el burocratismo y la práctica abusiva de los nombramientos siguiendo cuotas de distribución geográfica.
La candidatura, hoy elección, de un español, Federico Mayor, al puesto de director general de la Unesco ha traído al primer plano de la opinión en nuestro país el tema de los organismos internacionales y de la acción exterior de España en estos ámbitos.Con independencia de las anécdotas personales y de los comentarios de coyuntura a que el proceso electoral ha dado lugar, la casi totalidad de los análisis y reflexiones que han aparecido en la prensa mundial durante estas semanas han subrayado las carencias y disfunciones de la Unesco, que reducen su aptitud para realizar los fines que suscitaron su creación.
A propósito de estas consideraciones críticas, parece necesario distinguir entre las que derivan de condiciones que le son específicas y las que comparte con otras instancias internacionales de análoga naturaleza. Pues la eventual descalificación de la Unesco sólo es inteligible, y por tanto aceptable o refutable, en el marco al que pertenece, es decir, el sistema de las Naciones Unidas. Por ello es capital, antes de pronunciarnos sobre los imposibles remedios de la organización, ver lo que acontece en el conjunto de organismos inter y supragubernamentales que componen el entramado de instituciones internacionales.
Y digamos como principio y resumen que su presente es difícil, y su futuro, incierto. No debido a ningún tipo de conspiración de determinados poderes económicos o políticos, sino en función de algunas de las características de mayor vigencia de nuestra contemporaneidad. Quiero aquí referirme sólo a tres, producto de tres transformaciones (¿quiebras?) importantes en la estructura de valores y en el sistema de instituciones que hemos heredado de la inmediata posguerra. En primer lugar, la alteración del menos malo de los sistemas políticos: el democrático. Todos sabemos que la democracia occidental, la única que merece ese nombre, la de la representación parlamentaria plural y alternante, la del equilibrio de poderes y la participación ciudadana, la de los derechos humanos y los partidos políticos múltiples, hace agua por muchas partes.
Todos sabemos que esta concepción clásica de la democracia es difícilmente compatible con la sociedad de masa que rige los comportamientos individuales y colectivos de nuestros conciudadanos. Sólo dos entre tantos ejemplos. El sufragio universal, componente decisivo del arsenal democrático, se ha convertido, en el reino de lo icónico y de lo audiovisual, en instrumento para plebiscitar dictaduras, consagrar populismos y renovar, cada cuatro o cinco años, las vacaciones de democracia.
La complejidad de nuestras sociedades y la tecnificación de sus procesos se avienen mal con la participación democrática. Va para 20 años que Crozier, Huntington y Watanuki en su informe a la Trilateral nos advirtieron de los riesgos de intentar dirigir una realidad, tan enmarañada y evasiva, con los mecanismos que nos legaron los padres fundadores de la democracia. Desde entonces el problema de la gobernabilidad, el de la conciliación entre condición de Estado y protagonismo de los ciudadanos son cuestiones centrales de la politología en vanguardia.
Obviamente, la dimensión internacional tenía que radicalizar esta problemática. El principio de un país, un voto, que es transposición para los Estados del principio un hombre, un voto, aparece como un lujo que la trascendencia de los problemas mundiales no tolera.
Y de aquí la tendencia de los grandes países a circunvalar los foros internacionales en temas decisivos. El teléfono rojo, que confía al entendimiento entre dos personas / países la supervivencia de nuestra civilización, es la expresión emblemática de esta tendencia. Pero la bilateralización no es sólo práctica de las dos superpotencias, sino que se generaliza entre las naciones de mayor calado, a la par que emergen formas de agregación de Estados, de carácter informal y de geometría variable, para objetivos concretos, que reducen el ámbito de intervención de las instituciones internacionales y minan su razón de ser.
Este abandono de la mesa común por parte de los grandes se acompaña de la búsqueda, a su iniciativa, de mecanismos que doten a las organizaciones internacionales de mayor eficacia en la gestión, pero, sobre todo, que simplifiquen y faciliten la toma de las decisiones más importantes. Y se proponen fórmulas de regulación censitaria del voto y de introducción de minoría de bloqueo, que son intentos de ponderar la importancia de los votantes, reintroduciendo el mecanismo histórico de los grandes electores que, al reforzar el control del sistema, le imprimen mayor celeridad y contundencia, aunque restringiendo la plenitud del ejercicio democrático.
La segunda gran modificación afecta a la legitimidad del Estado. La aparición del Estado liberal del derecho, que en el siglo XIX asume modestamente la condición de marco regulador de las actividades de la sociedad civil, adquiere en el XX la función de primer agente económico y de protagonista principal de la vida social, hasta el punto de recibir el calificativo de Estado providencia. Este apogeo fáctico tiene un colofón teórico, sobre todo por parte de la izquierda, donde, pese a las impugnaciones marxistas y libertarías, se acaba haciendo del Estado el espacio de la transformación social por excelencia, el instrumento privilegiado del progreso de los pueblos.
Pero la mundialización de los principales procesos económicos y sociales durante las tres últimas décadas, y la crisis a partir de los años setenta, cuestiona frontalmente no sólo las competencias y capacidades del Estado para ejercer las funciones que viene desempeñando, sino el derecho mismo a ejercerlas. El Estado nacional, en los países industriales y posdesarrollados, aparece como un residuo interferente y poco prestigioso que obstaculiza, por arriba, la agrupación de países por áreas; que dificulta o impide, por abajo, la afirmación de las comunidades regionales, y que oprime y esteriliza a la sociedad civil. Y el grito de menos Estado se convierte en consigna casi unánime.
Este estereotipo negativo que acompaña hoy a lo estatal se agudiza cuando se aplica a esa congregación de Estados que son las organizaciones intergubernamentales. Pues a las servidumbres actuales del Estado se añaden, por un lado, el escaso nivel de incidencia que los organismos internacionales tienen en la vida cotidiana de los ciudadanos, y por otro, la falta de cobertura patriótica de que disfrutan los Estados nacionales. El prejuicio adverso es inevitable: ¿por qué voy a tener que soportar no a uno, sino a un conjunto de Estados que no se sabe para qué sirven y que además nada tienen que ver con mi comunidad ni conmigo?
Vengo a la tercera gran transformación, la de las relaciones entre individuo y comunidad. La sociedad de masa tenía que absolutizar la consideración de lo individual no ya como una entidad autónoma, sino como una mónada autosuficiente. La sociedad no es más que un espacio vacío que lo pueblan unos sujetos herméticamente soberanos, sin más vínculos comunes que su universal condición humana. Las formulaciones del neoliberalismo primario -el Baudrillard último, y toda la joven escuela francesa del prêt-à-penser: Bernard-Henri Lévy, Glucksmann, Finkielkraut- no podían más que caricaturizar los sutiles tratamientos del individualismo metodológico y reducir la complejidad de la trama individuo / comunidad a su antagonización radical y simplista, con un rechazo de la dimensión comunitaria. La comunidad, nos dicen, devora al individuo, lo condena a la particularidad de una condición menor y contingente, aprisiona su universalidad, agosta y clausura sus potencialidades.
Desde esta lectura de lo universal, las organizaciones internacionales que tienen como razón de ser el respeto a todas las comunidades diferenciadas, cuyo propósito es el de favorecer la multiplicidad de expresiones culturales de pueblos y países, el de considerar lo social común como plataforma de despliegue y de realización de lo individual, se convierten en enemigo principal.
Pero aunque jueguen a la contra de una cierta ideología que nos es contemporánea; aunque sus deficiencias y servidumbres sean numerosas e importantes, los organismos internacionales, y en primer lugar el sistema de las Naciones Unidas, tienen que cumplir en la realidad planetaria que es la nuestra, una función insustituible. La de recordarnos que libertad y solidaridad, de los individuos y de los pueblos, son dos caras de una misma moneda, y que no pueden jugarse una contra otra, ni una sin otra. Si no queremos perder ambas.
Hoy, tres españoles, Federico Mayor, Juan Antonio Samaranch y Marcelino Oreja, tienen entre sus manos el destino de tres grandes instituciones internacionales. Deseémosles, compatriotas españoles, buen pulso y buena suerte.
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