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Algo sobre lo que no he hecho

Desde luego, Las meninas, de Velázquez, ni la Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora, ni de niño como de grande, balancearme cabeza abajo desde el techo constelado de un circo, colgado de un trapecio.Yo quisiera hoy, sólo durante esta noche, contar algo, muy poco, de lo que no he podido hacer y no quisiera morir a los 85 años sin haberlo hecho. Por ejemplo: el más etéreo amor con una primaveral libélula, o un ménage à trois abrazado a una dulce rinoceronte y una despavorida curiana.

Vivo ahora gran parte de mi tiempo mirando al techo. Desde allí me miran siempre mis propios ojos y siento unas enormes ansias de morderlos para ver si se me pasan al ombligo y desde allí comenzar una nueva visión del mundo. ¡Qué gran pintor llegaría a ser quizá! Por de pronto, volcaría del revés, desde lo alto de Toledo, El entierro del conde de Orgaz, para ver estamparse contra la tierra dando lugar a otro nuevo cuadro, al Padre Eterno con todos sus arcángeles, creando así una gran confusión de alas y caballeros, aplastando con san Agustín a un conde de tan alta alcurnia.

Quisiera ahora algunos místicos conjuros para convertir todo el Mediterráneo en un inmenso mar de olas fecales, en el que sólo quedara una radiosa banda azul por la que únicamente navegase la nave de Ulises en su viaje a Itaca. Claro que luego haría que el mar recuperase su color verdadero, menos la ruta de Ulises, a la que tocaría ahora estar compuesta de todos los detritus que desembocan en el Mare Nostrum.

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De mi época en que anduve por los subsuelos buscando ángeles muertos y lunas caídas, pisoteadas, no recuerdo haber hecho el amor entre los barrizales con mi amante, Henos de lodo, quedando ambos como moldes de barro para ser rotos a la luz y aparecer lo mismo que unas nuevas y vivientes estatuas. No pudiendo hacerse el amor de manera tan fácil como ahora, había que irse por los descampados, buscando los declives para no ser vistos. Nosotros caíamos siempre en una breve hondonada, frente al Cerro de los Ángeles. Seguramente aún nos recuerda aquel Sagrado Corazón de Jesús, que sigue allí todavía "reinando siempre en España y más que en todo el resto del mundo".

Pero a ti, ahora, quiero decirte de pasada, a aquella de ojos azules como enterrados en la nieve, que sólo fuiste una tímida y huidiza señorita, llena de miedo hasta para dar la mano.

En este mismo instante quisiera pegar patadas a un balón, por la de miles de veces que no lo hice entonces en el colegio. Sentiría de nuevo este pie que se me encoge en la rodilla, que se me esconde dentro de ella y no puede salir sin ver antes estallar en mis ojos el estrellado firmamento.

Repito nuevamente que me iría a morir al Museo del Prado, "a la bella querencia de los cuadros antiguos". Escojo hacerlo ahora perdiéndome a nado por esa sonámbula Laguna Estigia, de Patinir, que Antonio Saura ama con transparencia, diluyéndome en ella, en su resplandor infinito, para siempre.

Sería éste mi final, podría serlo, aunque siempre busco diferentes finales para mí, para esta cola de años que arrastro, que luzco por la tierra y paseo tantas veces por el cielo.

Pero no. Todo esto es triste y hasta poco exaltado. Quisiera gritar aquí con Jorge Guillén: "¡Salir, por fin, salir / a glorias, a rocíos! / Certera ya la espera, ya fatales los ímpetus".

Quiero saltar de monte en monte, como las cabras de Gredos, de mar a mar, como los albatros, atravesar los ríos americanos sin orillas.

Amor.

Pero todavía andan por esos campos, sobre todo andaluces, tantas paradas ansias de manos desprovistas, ávidas, que ven comer a los toros de lidia en las anchas y verdes dehesas, mientras ellos sólo disponen de aire para llevar a sus pequeños hijos, hacinados en patinillos y cuartuchos de cal de esos maravillosos pueblos blancos, admiración de esa riada de papanatescos turistas desbordados de las alhambras, alcázares y mezquitas.

Pero ¡pobres vacas españolas!, rumiando ralas hierbas ante los espinosos y electrificados alambres de la inmensa base USA, mientras de pronto mis piernas se me convierten en dos largas guías como de enredaderas, que se prolongan y andan a enredarse en las espinosas alambradas americanas, mientras el faro gaditano de San Sebastián comienza a iluminarme intermitentemente con su relampagueo.

¡Ay, roca gíbraltareña, vientos de Tarifa, apretados oleajes del Estrecho! He aquí a quien vivirá más allá de la entrada del siglo XXI.

Pero antes, ahora, vengo a tomar yo solo Gibraltar. Nunca he atravesado la verja que la separa de España. En mi primer libro de poesías, Marinero en tierra, había una canción hablando de su cautiverio, canción que luego suprimí, que nunca llegué a publicar. Dicen que hay muchos monos dentro de la Roca. Me gustan y divierten los monos, pero no sé si los gibraltareños hablarán inglés, un inglés andaluzado, que comprenderá seguramente sin dificultad la gente de la provincia de Cádiz. Me dispongo a entrar ahora yo solo. Veremos si salgo.

Aunque no lo creáis, estamos ya en el año 2015. Un poeta que fue cojo allá en la década de los ochenta acude a visitar el camposanto en donde yacen clavadas sus muletas. De una, ha brotado un duro clavel rojo, que se levanta, inmóvil, como de acero disecado. De otra, con la que apoyaba su pie izquierdo, se oye subir como un lamento indefinido, que se diluye suave mente en el susurro del viento que pasa.

Pero no. ¡Oh, no! Ya han pasado más de 100 días en claro de mi vida: 70, desde que me atropellaron, y 30 desde que me caí -casi a lo Buster Keaton- por querer enchufar, al nivel del suelo, una pequeña radio para oír música todo el día. ¡Celestial imbécil!

Intuyo que me es difícil, casi imposible, no hablar de lo que me pasa, aunque lo que me pasa no haya podido pasarme nunca todavía. Pero basta que se me presente, que tome cuerpo en mi visión, para que me esté pasando ya y empuje de pronto por salir, desembocando al fin en la luz.

Y he aquí que entre esas hojas que estoy oyendo caer y los primeros fríos del otoño, se me presenta mi madre del revés, dándome de mamar, boca abajo, sin que se me salga de los labios la dulce leche que está dándome, acompañando el tierno acto pronunciando una nana popular, cuyas bellas palabras las va cantando del revés (al verre, como se habla tanto en la Argentina).

"A mirdor va la saro / de los lessaros, / a mirdor va mi ñoni / quepor ya es detar. / Mi ñoni meduer / con los sojo tosabier / moco las breslie".

Y ésta es una de las cosas más notables que no hice, cómplice con la leche del pecho de mi madre, y que hago ahora, durante esta noche, ya de amanecida, mientras me llega el extraño estribillo de la canción de cuna: "Ea la ea, / perejil, culantrillo / y alcaravea".

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