Stockman, los economistas y los políticos
La trayectoria de Stockman, impulsor inicial de la política económica de Reagan, sirve al autor para plantear la dialéctica entre técnicos y políticos en las labores de gestación y gestión de la política económica de un país. Sus aciertos y sus errores sirven también para el análisis de los momentos que vive la economía mundial.
"Se intentaba imponer soluciones políticas a unos problemas económicos, y como tal la tentativa era reaccionaria". Esta frase, de la página 167, podría servir muy bien de frontispicio del libro de Stockman El triunfo de la política, publicado hace aproximadamente un año por Grijalbo. La frase condensa, sin duda alguna, la decepción y el reproche del autor hacia las fuerzas políticas de su país por no aceptar o desnaturalizar lo que consideraba la única doctrina económica válida, la de la oferta (supply-side). David Stockman, jefe de la Oficina Presupuestaria en los primeros años de la presidencia de Reagan, promotor y defensor a ultranza de lo que él llamaba "la revolución reaganiana" y primer hombre que abandona al presidente cuando cree que ha traicionado la ortodoxia, se siente fracasado porque triunfa la política.Stockman, a pesar de ser todopoderoso director de la Oficina Presupuestaria de Estados Unidos, no se considera político. Los políticos son los otros. En sus líneas hay un cierto desprecio al mundo de la política. ¿Qué es Stockman? Él piensa que un economista, un técnico. Se siente portador de una verdad objetiva situada al margen de las ideas e intereses políticos, fundada en leyes exactas y no contaminada, por tanto, por posiciones ideológicas. En el extremo nos diría que sus teorías no obedecen a posicionamientos políticos, sino a las exigencias de la economía considerada como ciencia exacta en su más estricto sentido.
La postura de Stockman no es única ni original. Quizá sí representativa de un grupo de economistas a los que gustaría hacer política sin estar en ella. Ésta es, sin duda alguna, su contradicción. Por una parte, les gustaría mantenerse en la asepsia de las ciencias exactas y pretenden dar esta condición a la economía, marginando su carácter social. Pero, por otra parte, pretenden imponer políticamente sus conclusiones como única alternativa válida. Desprecian la política y a los políticos, la consideran un quehacer inferior, quizá sucio, pero al mismo tiempo se sienten arrastrados a intervenir en la realidad pública.
La historia es antigua. El profesor Aranguren señala cómo la actitud profunda del hombre burgués, desde que conquista el poder social, en el siglo XVIII, ha sido siempre mucho más económica que política; incluso adoptó el liberalismo económico antes de hacer suyo el liberalismo político. La moral burguesa, el puritanismo secularizado, presentaba una repulsa generalizada a la cosa pública. Se exaltaba la actuación del individuo como agente económico en plena libertad, independiente de cualquier atadura y condicionamiento, persiguiendo tan sólo el máximo beneficio personal. La actuación del Estado debería reducirse lo más posible. No obstante, el liberalismo se dio cuenta en seguida de que la estructura económica era inseparable de la política y que necesitaban de los mecanismos e instrumentos de poder para imponerse.
El Estado gendarme es la consecuencia lógica de este hecho. A lo largo de todo el siglo XIX, los conflictos sociales, las revueltas y subversiones, los movimientos de protesta de todos aquellos a los que el libre juego de mercado había marginado, obligan a que la función de gobernar no sea un oficio ni tranquilo ni elegante. Es por lo que los detentadores del poder económico deben buscar a mercenarios dispuestos a realizar esa labor, mientras que ellos se mantienen en la apacibilidad de la vida privada.
En el siglo XX, la tecnoestructura, que detenta en gran medida el poder económico, participa en muchos de estos postulados; necesitan el poder político más que nunca, ya que la complejidad de las estructuras económicas ha convertido al Estado en una condición sine qua non de desarrollo y en salvaguarda de los intereses privados; pero, al mismo tiempo, la aversión al mismo subsiste; la moral burguesa sigue indicándoles que el quehacer político se mantiene como algo sucio. Es preferible no mancharse las manos.
Por otra parte, su fuerte carácter elitista se compagina mal con el populismo necesario a cualquier líder democrático. El político tiene poder, pero debe solicitarlo periódicamente al pueblo. El tecnócrata quiere el poder, pero no está dispuesto a mendigarlo de aquellos que considera inferiores, por ello se inventa un nuevo fundamento de legitimidad: la ciencia. La cimentación de su poder está en que ellos son los únicos capacitados para interpretar la realidad económica. Por eso se sienten legitimados para decir a los políticos lo que pueden y deben hacer. Lo harán asépticamente como la conclusión de un silogismo, como la aplicación de una verdad revelada, e intentarán convencer de que en sus planteamientos no hay ideología, que no existe defensa de intereses concretos, que ellos también desean una sociedad más justa, un mejor reparto de la renta, pero que las condiciones no lo permiten.
Cuestión teológica
Para algunos economistas la economía es a la política como en la Edad Media la teología era a la filosofía. La teología, fundándose en una pretendida verdad inmutable, mataba y destruía el pluralismo de la filosofía. Hoy se pretende que, la ciencia económica destruya, unificándolas, las distintas alternativas políticas. Ayer se decía que la filosofía debía ser ancilla Theologiae; hoy no se dice, pero se piensa que la política debe ser ancilla Economiae.Esta forma de pensar está bastante enraizada en el acervo cultural de Occidente. Ello explica que cada vez sean más las personas que, ocupando cargos de relevancia en el sector público, donde diariamente deben tomar decisiones con neto carácter político, hacen continuamente profesión de fe de su apoliticidad. Eso explica también el esfuerzo titánico que a menudo encontramos en muchas instituciones del Estado para defender su neutralidad e independencia del poder político, como si fuera de las urnas existiese otro poder legítimo.
Es especialmente significativa cierta corriente de opinión que defiende a ultranza la independencia de los bancos centrales. Los argumentos que maneja son un buen exponente de todo lo que se viene afirmando. Se sostiene que el poder de los bancos centrales es tan grande que debería estar a salvo de cualquier injerencia política, e inclusive, en muchas ocasiones, se pretende, aunque no se diga expresamente, que sea el Gobierno el que siga las directrices y recomendaciones emanadas del banco central. La pregunta surge de manera espontánea: ¿quién debe controlar entonces a los bancos centrales? ¿Acaso los banqueros? ¿Los expertos monetarios? En realidad, como dice Galbraith, esa famosa independencia ha sido más un mito que una reivindicación justificada. Es poco probable que el gobernador de la Reserva Federal oponga una negativa a un requerimiento del presidente de Estados Unidos. No obstante, la pretensión ya es elocuente.
Estos planteamientos chocan frontalmente con cualquier análisis, por simple que sea, de la historia de la ciencia económica. Si hay alguna disciplina que sea Joven, ésa es la economía. Si hay alguna ciencia cuyo objetivo sea mutable y versátil, ésa es la economía. Si ha habido múltiples y diversas opiniones, en ninguna materia como en economía; si en alguna ciencia hay dificultades para comprobar empíricamente las leyes e hipótesis, en ninguna como en economía. Si ha habido estudiosos que se hayan equivocado una y otra vez, han sido los economistas. Todo ello debería hacer especialmente humilde al economista, y consciente de la limitación en su saber.
La realidad económica es especialmente compleja por la multiplicidad de variables que influyen en ella, y que todo análisis necesita aislar. La cláusula ceteris paribus está casi siempre presente en los estudios y conclusiones económicas como una limitación necesaria. Sin embargo, ese "si todo sigue igual" se olvida y se da una validez universal a las tesis que sólo tienen un valor relativo. El economista, muchas veces, deberá contentarse con explicar los acontecimientos pasados, y en las ocasiones en que se arriesga a prever o recomendar políticas de actuación deberá hacerlo con temor y temblor, consciente de que puede haber olvidado miles de variables que distorsionen, en la práctica, sus conclusiones.
Una vez más habrá que añadir con Galbraith: "Si alguna vez un economista le pide que acepte sus puntos de vista como la palabra del Evangelio, bajo el pretexto de que se basan en su erudición, no se crea ni una palabra". Es más, cuando esto ocurra, cuando el economista se presente seguro de su mensaje y su teoría, cuando diga que no hay alternativa posible, cuando emplee palabras esotéricas, un lenguaje arcano que haga imposible a la mayoría su discernimiento, deberemos preguntarnos si su seguridad brota de su conocimiento o de la ideología y los planteamientos políticos que se ocultan detrás del mismo.
Teoría de oferta
Stockman y otros colegas adoptaron la teoría de la oferta como un evangelio (lo dice él mismo en la página 49) y con él buscaron a un político que lo pusiera en marcha: Reagan. Hoy los últimos acontecimientos en la economía de Estados Unidos demuestran que Stockman acertó y se equivocó. Acertó al afirmar que una teoría económica no se puede aplicar parcialmente; acertó cuando mantuvo que la curva de Laffer no funcionaría; acertó cuando defendió que, ante la imposibilidad de disminuir los gastos, la reducción de los impuestos condenaría a Estados Unidos a un déficit galopante.Se equivocó cuando pensó que la teoría de la oferta era la única posible; se equivocó cuando creyó que ideológicamente era neutral. Se equivocó al no ser consciente de la inaplicabilidad política de la misma ni siquiera por uno de los Gobiernos más conservadores de Occidente: el de Reagan.
A Stockman hoy habría que reprocharle su misma frase, pero invertida: "Intentó imponer soluciones económicas a unos problemas políticos, y como tal la tentativa era reaccionaria".
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