Un congreso de filosofía en Córdoba
Córdoba (Argentina), 25 de septiembre. A mi salida del hotel saludo con alegría el primer día soleado de la primavera austral. Apresuradamente me subo, al automóvil que debe llevarme a la última jornada del Congreso Internacional Extraordinario de Filosofía. Mi amigo argentino y otro filósofo europeo, convidado a título de vedette posmoderna, me aguardan en su interior. Mientras sostenemos una letanía de saludos aburridos, mis ojos recorren las calles de la ciudad. Su trazado ortogonal, su arquitectura barroca y su arquitectura moderna, el bullicio sensual de los transeúntes, la fuerte polución de gasolinas mal depuradas, una exuberante vegetación, los signos de color y vitalidad contrastados con los de la pobreza, me hacen recordar lugares familiares: Santa Cruz de la Sierra, en la selva boliviana; Goiania, cerca del Mato Grosso, o las ciudades gauchas del sur de Brasil. Me reconforta reconocer estos signos familiares."Buenos Aires es triste, tan triste como Lisboa", afirma a la sazón el filósofo posmoderno. Yo protesto: "Lisboa es triste, y Madrid, escéptica, y las ciudades europeas brindan en general el espectáculo de una delicada sensibilidad y refinamiento y de nervios muy cansados. Pero la melancolía bonaerense me parece por lo menos tan apasionada e impulsiva como la saudade brasileña. Los malos signos del tiempo reverberan en estas latitudes con otro tono vital. Al acabar la frase me percato de su carácter invocador.
Hemos llegado al recinto del congreso. Hay, como siempre, un bullicio alegre y agitado de más de 2.000 asistentes ansiosos por descubrir una clave conceptual del presente histórico en que vivimos. La agitación es la nota más hermosa de este congreso, que se ha destacado además por su improvisación y desconcierto. Hay algunos grupos animados por calurosas discusiones; desconocidos que interpelan a uno, inquieren, intercambian signos y direcciones, y un sinfín de miradas curiosas. Más que un certamen académico, el congreso tiene el aire festivo y desordenado de un mercado en el que no faltan algunos tenderetes de libros y bocadillos.
Mesiánicos
En estos momentos se está cerrando una solemne mesa redonda sobre filosofía latinoamericana. Las intervenciones se destacan por su tenor encendido del carácter formalista, analítico y convencional que ha distinguido las sesiones plenarias del congreso. Las protestas contra la depauperación económica, las invocaciones mesiánicas de la libertad y la memoria histórica de los pueblos de Latinoamérica arrancan encendidos aplausos de la audiencia. Hay en todos una voluntad unánime por comprender el horizonte social y cultural común a las naciones latinoamericanas, por definir una perspectiva histórica e intelectual a partir de él, de encontrar una identidad nueva. Sin duda alguna es el momento culminante de este encuentro. No faltan, claro está, los gestos grandilocuentes y retóricos.
Por fin le llega la vez al horizonte posmoderno. Se perfila primero el dilema de una ruptura histórica: la crisis del humanismo y el vértigo del abismo que abre ante nuestros pies el desafío de la tecnociencia moderna. Las palabras del filósofo anuncian la visión de un ángel apocalíptico. Hay algo tenebroso en las palabras que anuncian el presente: muerte del arte y de la historia, fin de la esperanza secular de la emancipación humana, abolición de la filosofía.
Frente a los designios de un progreso que sabe problemática su perspectiva de futuro, el discurso posmoderno eleva el canto a un optimismo no obstante desgarrado. Como punto final a la conferencia, se hace una llamada al fin del hombre y al entusiasmo.
Eslóganes
Al público joven le han fascinado estos eslóganes, que aplaude con el mismo fervor que a las promesas de una filosofía de la liberación en Latinoamérica. Yo me quedo algo consternado frente a esta síntesis de nihilismo y entusiasmo, de desesperación y adoración futurista de nuestro porvenir tecnológico.
Por unos instantes hago memoria sobre los antecedentes europeos de nihilismo entusiasta y heroico. Luego trato de hallar una imagen que me devuelva al horizonte latinoamericano. Recuerdo la dolorosa mezcla de belleza y miseria que visité en las costas del Yucatán, en las ciudades amazónicas o en las sierras andinas.
El duro contraste entre el desarrollo de ciclópeas empresas industriales y la destrucción de la naturaleza, las ciudades y los seres humanos me había hecho sentir, una y otra vez, con rasgos sombríos los conflictos de nuestro tiempo. Reparo en el contraste entre este panorama real y el tono sonmolientamente académico del congreso. Acabada la lección magistral, mi amigo argentino se levanta entre el público. Sus ojos azules le brillan y le tiemblan ligeramente las manos, mientras trata de abrirse paso entre las primeras palabras de su intervención. Habla, él también, de la crisis de los ideales emancipadores de la cultura moderna.
Pero pone el acento sobre el vacío artístico, intelectual y filosófico del mundo contemporáneo. Apunta hacia una tarea constructiva, pero también crítica. Señala el contraste entre la visión altamente intelectualizada que la sociedad europea tiene del presente y los paisajes intensamente contrastados de riqueza y hambre, de creatividad y destrucción, de memoria histórica y de amenazadores conflictos sociales que se extienden por América.
"Europa contempla la ausencia del futuro como el drama cultural e intelectual de su proyecto histórico y filosófico de dominación; Latinoamérica la confronta como una lucha de vida o muerte por su supervivencia y su identidad", son sus finales palabras. La conclusión me parece hermosa. Pero no figura más que una nota al margen del congreso. filosofía analítica, formalismo académico y ritual posmoderno acaban instaurándose como sus signos triunfales. Y yo regreso al hotel y me apresuro a cerrar mis maletas.
es y filósofo, autor, entre otras, de la obra El alma y la muerte.
Babelia
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