Con Patricia Highsmith en las cataratas del Niágara
El martes pasado, amontonando una población de disparates y de temeridades, me dejé llevar, a bordo de un barquito oxidado, al pie de las cataratas del Niágara. Confidente de mi propio canguelo y calado hastas los huesos (como mi compañera de infortunio Patricia Highsmith), rendí culto a san Turismo y sus absurdas ceremonias para excursionistas. Encerrado en un pedazo de chatarra temblón viví una pesadilla que ni una novelista policiaca hubiera podido soñar. Revuelto en el estrépito de los torbellinos desencadenados y agarrado todo mi raciocinio por la mieditis, la galera avanzó erre que erre hacia la mismísima catarata.Cuando la barquichuela volvía a puerto (¡al fin!) engalanada por su machada, los pasajeros, aún atropellados por el susto, no nos dejamos derrumbar en el alivio. Una voz desidiosa, inoportuna y altanera, de la casta de las vocingleras y encrespada por un altavoz, aprovechó el retorno al muelle para darnos un abultado talego de números. Un rebaño de cifras sin pies ni cabeza fue lloviendo sobre nuestra pasividad. Los billones de litros de agua, los trillones de kilovatios, los cuatrillones de metros cúbicos de no se qué desfilaron por nuestras orejas como monigotes desentonados.
Mendigando solicitudes, la voz mezclaba aquella retahíla de cifras "exactas" con espantajos de historietas como la del niño que se cayó en las cataratas... pero al cual san Cucufate (¿patrón de los revoltosos, de los saltaparedes y de los paracaidistas?) le salvó la vida sin romperlo ni mancharlo.
En verdad, los expertos y especialistas, colgados solamente de sus faroles y engreimientos y lidiando contra el sentido común, nos marean con sus pandillas de estadísticas, tan pasmosas, por lo general como increíbles. Con sobrada comodidad y crecido entretenimiento, tratan al ciudadano de a pie como analfabeto espantadizo de cuentas.
Para ganarse al personal, un candidato a la presidencia de un país vecino, con un seso no más achacoso que el de sus rivales, aseguró a sus futuros electores que tenían la inmensa suerte de hacer parte de un corro de escogidos privilegiados. Los países con libertad de prensa y democracia parlamentaria serían, según el elegible, una exigua minoría... cuando, en realidad, todos juntos forman cerca de la mitad de la población del planeta.
Meses antes, otro sabihondo especialista al alimón de filantropía y de suministros dijo sin pestañear que en el Sahel africano mueren todos los años de hambre 15 millones de niños. La muerte de una sola criatura famélica es más que suficiente para desatar las lágrimas y los óbolos de los bien nacidos. ¿Qué necesidad de revolverse los cascos para trazar semejante patraña? ¿Cómo pueden morir 15 millones de niños cada 12 meses... donde nacen menos de un millón al año? ¿Para qué sobrevestir con esta variedad de trapajos una lacra tan horrenda?
Las lumbreras en radiactividad nos han asegurado con la misma petulancia (y según el año) que el hombre podía tolerar una radiactividad de 75 rems, o bien de 50, o de 20, y hoy, de menos de uno. Aquel que creyera las pautas dictadas por estos sénecas hace años habría muerto rebozado de radiactividad y echando más sapos y culebras que en Chernobil.
Todos los récords del mundo de inexactitud, dislates, trabacuentas, yerros y despropósitos los han batido estos últimos dos años los especialistas del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA). ¡Y lo que te rondaré morena'
La Organización Mundial de la Salud (OMS), conocida peña de charlatanes, declaró el 27 de abril que, "según estimaciones que podrían, no obstante, revelarse optimistas", hoy habría en el mundo entre cinco y diez millones de personas contagiadas por el virus. Con las luces de la clara verdad, antes se nos había informado (prólogo del libro de nuestras desgracias) que tanto el número de enfermos del SIDA como el de seropositivos se duplica cada ocho meses. La OMS, en sus salones, estaba tan distraída que no se percató de la contenida furia que encerraban sus estimaciones (esperemos que sólo pecaban de frívolas); sus cifras, si fueran verdaderas, mostrarían a todo el que puede contar que en 1994 todos y cada uno de los nunca mejor llamados mortales albergarán en sus entrañas y su corazoncito al virus matón. Ahora. bien, esta pretendida progresión del mal no cuadra en absoluto con las cifras que se nos han dado, y que son infinitamente más sobresaltantes: puesto que de 1980 a 1987, el número de contagiados ha pasado de unas decenas a varios millones.
Otro pozo de ciencia, el director adjunto del Instituto Nacional del Cáncer, Peter Fischinger, aseguró el 6 de septiembre que un investigador de Washington (individuo que no pertenece a una categoría con riesgo) había sido contagiado por el virus del SIDA... "quizá por la nariz o por los ojos". Sin embargo, a lo largo del año, los expertos y los especialistas, parando todo su ingenio en concebir incongruencias y dogmatismos, nos habían repetido que había una medicina infalible contra el SIDA: el condón. ¿Van a sacar ahora preservativos para la nariz?
El mayor especialista, según los medios de difusión, el doctor Montagnier, declaró en esta primavera que no era posible el contagio por la saliva, pero a la llegada del otoño cambió de opinión, quebrantando a rienda suelta su antigua tesis. En vista de ello, se le cita como el más serio candidato para el próximo Premio Nobel de Medicina.
El doctor M. Fischl, de Miami, asegura que si los hombres sobreviven entre 12 y 14 meses a la enfermedad, las mujeres tan sólo alcanzan una media de 6,6 meses de vida. (Admírese la coma, la precisión y la arrogancia de quien está, por su sapiencia, fuera de lajurisdicción de la azotaina.)
Otro sabelotodo, el doctor P. Harder, de Kibbe Research and Consultants de San Francisco, rebaja la esperanza de vida de sus enfermas a 40 días, pero, para compensar, mejora la de los hombres a "más de un año".
Todos, estos cálculos, proyecciones y estadísticas se hacen al buen tuntún, sin poner ni quitar trozo alguno a la ciencia que para en otras regiones infinitamente más humildes.
Todos los investigadores de virología y biología molecular que he conocido, porque son las personas del mundo que mejor conocen el SIDA, no se atreverían jamás a participar en los enredos y chismes de este sarao grotesco de números que crean los especialistas y los expertos.
Los investigadores se caracterizan por la modestia, por el deseo de transmitir al profano su saber y por la senscillez con que intentan comunicar al espontáneo curioso sus complicadísimas investigaciones. La jerga, tan abstracta como inútil, está reservada en exclusiva a los funcionarios de la ciencia: es el sayo con el que intentan cubrir su ignorancia.
Hace años que, modestamente, mis amigos investigadores entraban y salían de los laboratorios tomando más precauciones que si accedieran a una central nuclear; como para poner en solfa a los expertos que aseguraban entonces que sólo se cogía el virus sodomizándose entre homosexuales. Como eran incapaces de sentenciar urbi e orbi que el SIDA se podía evitar con un preservativo, actuaban ante la enfermedad con la modestia y el recato de todo hombre de ciencia.
En nuestro chiquilicuatre y emocionante universo del arte a veces también se meten los expertos y los especialistas financieros con sus botas de siete leguas y con sus cuentas del Gran Capitán, saqueando nuestras frágiles covachuelas de poetas.
Sin ir más lejos, hace una semana, unos expertos, confundiendo una obra de arte con una pirámide de Egipto, echaron a pique, sin ninguna mala intención, el más hermoso proyecto teatral de estos últimos años.
Mientras volvía tambaleante a tierra firme en aquella barcaza de herrumbre que me había llevado al pie del dragón Niágara, pensé en todo esto con más pena que rabia.
Patricia Highsmith, chorreando riachuelos, tiritando de frío y envuelta en el enorme impermeable azul que nos ofrecieron los barqueros, me pareció más frágil que nunca. Repasaba su silueta feamente gustoso.
Mirándola pensé que los expertos y los especialistas, poniendo retazos lógicos a su guirigay de cuentas, deberían, por lo menos imitar el rigor de la novela policiaca... Para no alborotar en demasía el gusanillo de nuestra ansiedad.
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