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Tribuna
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Lotería primitiva

Fernando Savater

Se habla mucho de las personas reales últimamente; no me refiero a las personas auténticas, sino a las de la Casa Real. Primero fue el supuesto descontento del Rey con el presidente del Gobierno por causa de la negocación sobre las bases norteamericanas, decidida en referéndum nacional; luego soportarnos el estruendo en torno al viaje de los Reyes a EE UU, y después la decepcionada constatación del poco eco que tal estruendo ha tenido, precisamente, en EE UU. También se nos han propinado algunos escalofríos contrafácticos a cuenta del terremoto de Los Ángeles y del accidente de un avión militar de pruebas semejante a aquellos en los que realiza su aprendizaje el príncipe Felipe. La impresión general que parece desprenderse de toda esta novelería informativa es la de que el precioso don que es nuestra Monarquía, sin la cual qué sería de nosotros, está permanentemente comprometido por la demagogia irresponsable, la torpeza gubernativa, las deficientes medidas de seguridad y la conspiración fatal de los elementos. ¡Cuántas inquietudes! Menos mal que el carisma regio sale incólume de todas las asechanzas, sin detrimento de su proverbial campechanía ni de su necesaria firmeza. Como dice un profundo dictamen muchas veces repetido: tenemos un Rey que no nos lo merecernos.A estas alturas, uno ya va siendo resignado partidario de convertir la necesidad en virtud, pero aún me rebelo ante el prurito de hacer de la necesidad vicio. Las circunstancias históricas infortunadas que aconsejaron -la palabra es suave- la restauración monárquica en este país son de sobra conocidas y ya han recibido todo el acatamiento que el sentido común podía exigir. Que el experimento ha resultado menos mal de lo que algunos temíamos que saliese, aunque desde luego no delirantemente bien, es cosa que sólo los más obcecados o los aplastados por la tortilla vuelta pueden poner en duda. Pero resulta preocupante este creciente empeño en mitologizar el poder bueno de la Monarquía frente al malo de las instancias gubernamentales, la elegancia, sensatez e innata distinción de la familia real frente a la zafiedad, demagogia, venalidad, torpeza y todo lo que ustedes quieran de los responsables elegidos por los ciudadanos con derecho a voto. Se diría que hay gente empeñada en dar a entender que el Gobierno ha resultado catastrófico porque lo hemos elegido nosotros, mientras que el Rey ha salido estupendo porque nos lo concedieron primero Dios y luego Franco, su representante en la historia. Los que así ahora predican son lacayos genéticos -dudo mucho que la biología fabrique reyes, pero tengo claro que produce lacayos- que intentan expiar a fuerza de zalemas y halagos los chistes que hicieron durante la dictadura a costa de las personas que hoy ocupan el trono.

Supongo que no faltan argumentos contra el Gobierno sin necesidad de invocar desacatos por error u omisión contra la Monarquía. Tomemos como ejemplo el dichoso viaje a Estados Unidos. Los norteamericanos de a píe tienen fama de ingenuos y algo boquiabiertos frente a las sofisticaciones de la ancestral Europa (sospecho que es más cierto lo contrario, pero en fin), aunque esta apresurada intuición sociológica no basta para creer que la simple presencia de monarcas de carne y hueso debía paralizar de admiración al país más poderoso de la Tierra. Desengañémonos, los países que han podido permitirse el revolucionario lujo histórico de librarse de sus dinastías guardan escasa nostalgia y sólo relativa curiosidad por la realeza. ¿Y de veras alguien cree que los crecientemente influyentes hispanos estadounidenses lo que quieren es rescatar sus raíces en la decaída madre patria ex imperial en lugar de arraigarlas todo lo posible en el fascinante nuevo imperio que quizá estén destinados a heredar? Estos equívocos de patético nacionalismo cultural no son más que el preámbulo del empachoso ridículo que nos espera vivir el año 1992, ya lo verán ustedes.

De todas formas, hay que reconocer que no debe ser cosa fácil organizar una excursión política como la que comentamos. Dejando a un lado los terremotos imprevisibles y los aviones achacosos (¡ojalá no tuviésemos problemas mayores!) quedan siempre abiertos los abismos de la alta política (alta en el otro sentido de la etimología del término, es decir, alta hacia abajo), con su enigmático veto a los representantes hispanos en las dos cámaras que quisieron entrevistarse con Su Majestad y en cambio su frustrado anhelo de merecer una audiencia de Frank Sinatra. Y no olvidemos la elemental exigencia de no inmiscuirse en los asuntos internos del. país visitado. Así, por ejemplo, que el Rey se reúna con diversos altos financieros, o con rabinos, o con alcaldes en busca de reelección no interfiere en asuntos internos, mientras que hubiera sido una interferencia de pésimo gusto hacer una visita a Paula Cooper, la adolescente negra condenada a, muerte a los 16 años y que desde agosto espera el momento de su ejecución en el penal de Indiana. En estas ocasiones, todo tacto es poco.

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Decir que tenemos un Rey que no nos merecemos es un pensamiento profundo; profundamente estúpido, pero profundo a fin de cuentas. Porque precisamente ese es el problema, que a los reyes no se los merece uno nunca, ni a los buenos ni a los malos. Por eso algunos Estados optan por la fórmula republicaria, para votar de arriba abajo los cargos de la nación y tener ni más ni menos que lo que se merecen. Insistir en lo bueno que nos ha salido el Rey es peligroso, porque conlleva el reverso de lo malo que podría haber resultado, sin ser menos rey por ello; nos ha tocado el premio gordo de la lotería, pero sabido es que tal premio nadie puede merecerlo ni reivindicarlo corrio derecho propio: por eso hay personas que, en lugar de jugar a la loto, deciden ganarse la vida de manera, menos azarosa.

La fórmula monárquica ha sido un aceptable lubricante para la. transición democrática del país, pero, por lo visto, hay quien se ha empefiado en convertirla en reedición corregida y aumentada del paternalismo despótico del que todavía no hace mucho nos hemos librado. Frente a las evidentes imperfecciones, miserias y perplejidades del poder electivo -en el que reside, no lo olvidemos, la única emancipación política que hemos alcanzado- se acuña el mito de una perfección jerárquica ensalzada desde la ñoñez y la zoología. Y ello puede tener como indeseable consecuencia que la Monarquía deje de ser realista, o que el realismo ya no pueda ser ni estratégicamente monárquico.

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