El Ché
Estamos en plena concelebración de la muerte de Ernesto Ché Guevara. Madrid se lo ha tomado muy a fondo. Madrid es imprevisible. El otro día, en la Embajada de Cuba, homenaje al Ché con versos y cartas de Nicolás Guillén, Pablo Neruda, el propio Ché, la voz de Fidel, la voz de Rafael Alberti. Entre los actuantes, José Sacristán, Esperanza Alonso y algunos rapsodas, aedas y cantantes. Entre el público, Ruiz-Giménez, Gerardo Iglesias, Pablo Castellano, Antonio Gala, Ignacio Gallego, Joaquín Leguina, Marcos Ana, María Asquerino.Y la Guardia Civil en la puerta, preservando la revolución cubana. Así es Madrid. La reunión tuvo algo de catacumbal y prerrevolucionario. Siempre hay una revolución pendiente. El Ché presidió nuestras lecturas y nuestros amores adolescentes y difíciles. Era el icono familiar y testimonial de las buhardillas antifranquistas. Instalaba la guerra en el espacio breve de la estudiante, extendía el desafío sobre nuestras cabezas unidas por la sien, en el amor, o distanciadas en la epistemología. Tuvo clandestinidad de contratipo, en Madrid, autencicidad de tipo, bizarría de papel pintado. El Ché, cuya biografía y diarios eran el castrismo duro de los sesenta, la droga y el destino que buscaba/ necesitaba nuestra juventud errante. Tuvo vigencia en nuestra historia interior y corta. Tuvo presencia en nuestra vida exterior, como modelo a realizar o pancarta a exhibir en las manifestaciones de nuestras multitudes interiores. Hoy, en Madrid, es la supernova perdida y encontrada de la revolución que sigue haciéndose con menos contratipo romántico y más logotipo de sangre.
Pacifistas y posmodernos años 80 en que revolución ha sido objetivida, enfriada, distanciada por una España resuelta en falso. Ha cambiado el modelo sentimental del héroe, pero no han cambiado las condiciones objetivas de la explotación, la invasión y el dominio. El Ché era un heredero de la madrileña guerra de guerrillas, un Byron con boina, y puso una galaxia de violencia y verdad en el clima rubio de nuestra juventud. Le tocó convivir, en nuestra pared de artistas adolescentes, con el Guernica de Picasso y la Alicia del menorero Lewis Carrol. Quizá por eso había tanta gente, la otra noche, en el homenaje al Ché.
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