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El exilio del dios-rey de Sangrilá

Dos cuervos se posaron sobre el techo de la modesta casa de una familia de campesinos tibetanos poco después del nacimiento de Gyatso. Un buen augurio que, dos años más tarde, en 1937, sirvió de pista a los altos sacerdotes de Lhasa para decidir que ese niño era la reencarnación del 14º Dalai Lama, su Dios-rey, y que a él tocaba ocupar el trono de oro del Potala. Cincuenta años más tarde el Dalai Lama ocupa un modesto palacete en Dharamsala, una aldea en las montañas del norte de la India donde se halla exiliado. Y no está seguro de que la elección de sus sucesores vuelva a realizarse en el clima de misterio y leyenda que adornan su propia biografía.La culpa no es sólo de la ocupación china. "Los tiempos han cambiado y hay que adecuarse a las nuevas realidades", reconoce a menudo el Dalai Lama. Cuando en 1959 emprendió la huida hacia la India, el joven monarca dejaba a sus espaldas un país en el que el tiempo se había detenido en plena Edad Media. Un Sangrila para algunos; un país dominado por el atraso, la pobreza y unas estructuras tiránicas, según otros. "Sería absurdo intentar una vuelta atrás", afirmaba el Dalai Lama hace unos meses a una enviada especial de EL PAÍS. Por ello, cuando habla de su programa político de cara a un eventual Tibet libre, Su Santidad insiste en la implantación de un Gobierno con "instituciones modernas y democráticas".

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La sabiduría de Su Santidad no se limita a las complicadas disciplinas budistas a las que fue sometido desde sus primeros años de vida. Le apasionan las invenciones y las investigaciones científicas. Está al día de la actualidad informativa y de aquellos aspectos de la cultura occidental y moderna que, paradójicamente, hasta el momento de la ocupación china las autoridades tibetanas se esforzaron en mantener alejados del país. "El aislamiento no es bueno", afirma el Dalai Lama al reconocer que el mundo industrial no es incompatible con un Tíbet que haga honor a la leyenda de Sangrilá.

El objetivo del Dalai Lama y su entorno es mantener viva una conciencia nacional entre la juventud tibetana en el exilio. Para ello es necesario perpetuar la cultura y tradiciones budistas adaptándolas a las exigencias del mundo moderno. Por ello, entre los bosques de pinos de Dharamsala, los tibetanos han erigido la sede de su Gobierno en el exilio junto a muestras simbólicas de lo que fueron, durante siglos, los pilares de sus estructuras sociales -los principales monasterios, la escuela de meditación, un centro para la preparación y bendición de sus medicinas y la enseñanza de la astrología.

Dicen en Dharamsala que, si pudiera, el que fue rey absoluto del Tíbet renunciaría gustoso a sus obligaciones políticas, que le roban mucho tiempo a sus responsabilidades espirituales y a sus actividades favoritas: la meditación y la lectura de los mantras, los antiguos textos religiosos tibetanos. Pero tanto él como aquellos jóvenes tibetanos que critican su defensa incondicional de la no violencia, son conscientes que todavía no ha surgido la figura con carisma suficiente que pueda sustituirle como aglutinador de la oposición tibetana.

El Dalai Lama aprendió el inglés -idioma que aún no domina del todo- de forma autodidacta. Pero para suplir estas y otras carencias cuenta con la ayuda de jóvenes formados en las mejores universidades del mundo. Como su secretario, por ejemplo, el joven que con escrupulosa eficiencia -aunque sin la eterna sonrisa en los labios de su superior- atiende y ordena las peticiones de entrevistas con el Dalai Lama.

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