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Irán, una transición abortada

La exasperación interna y la guerra con Bagdad paralizan el proceso hacia el 'posjomeinismo'

La moderación de Irán en su respuesta real ante los desafíos exteriores, forzada por la evidente superioridad de las fuerzas contrarias, se combina con una creciente exasperación interna, que ha paralizado el proceso de la transición hacia el posjomeinismo. En 1986, la revolución iraní parecía haber entrado en una fase que algunos de los pocos diplomáticos occidentales que van quedando en Teherán llaman el posjomeinismo en vida del imam.

El presidente del parlamento iraní, Hashemi Rafsanyani, un hombre pragmático, preocupado por el deterioro de la situación económica del país, dirigía a finales de 1986 un comienzo de transición o de thermidor con el visto bueno del octogenario líder religioso. Por esa época hubo purgas a la izquierda -detención del radical Hachemí- y a la derecha -detención del moderado Kachani-. La República islámica iniciaba una activa campaña diplomática para consagrarse como gran potencia regional, e incluso intentaba mejorar relaciones con Arabia Saudí y Francia.La Prensa internacional llamaba entonces al conflicto irano-iraquí la guerra olvidada. Pero Karbala 5, la ofensiva desencadenada el pasado enero contra la ciudad iraquí de Basora, despertó la atención sobre el conflicto. Irak y los países árabes moderados jugaron muy bien sus cartas y lograron crear una verdadera preocupación mundial ante el impulso conquistador de las fuerzas islámicas.

Irán dio entonces dos pasos que no sirvieron para mejorar su imagen. El primero fue su negativa a asistir a la cumbre islámica de Kuwait. El segundo, el comienzo de un serio hostigamiento de los petroleros de ese emirato, cómplice para los iraníes de sus enemigos.

Por esas fechas, el escándalo Irangate, que los iraníes llaman asunto McFarlane, estaba en pleno apogeo. El engaño del que ostensiblemente había sido víctima provocó las ansias de revancha de la Administración Reagan. La Casa Blanca tenía también que recuperar su prestigio ante sus principales aliados árabes: Jordania y Egipto. De esos Iodos surgió la masiva llegada este verano al Golfo de una impresionante armada con la bandera de las barras y estrellas. Y como las unidades aeronavales norteamericanas no están allí para pasearse, el pasado lunes destruyeron sin previo aviso una embarcación iraní.

A través del grito de socorro de los kuwaitíes, Irak, a la defensiva en el frente terrestre, ha logrado internacionalizar el conflicto. Pero al situar a Estados Unidos frente a la República islámica, ha bloqueado toda posibilidad, por lo demás improbable, de arreglo pacífico. Irán no puede ceder a la presión del archisatán. Hablar hoy de paz en Teherán supone situarse en el bando de los traidores. En esas condiciones, todos los dirigentes islámicos hablan con una misma voz: no aceptarán ningún alto el fuego hasta que no se cree una comisión internacional que designe quién comenzó la guerra del Golfo.

Occidente ha prestado escasa atención a esa notable rebaja de las pretensiones iraníes. Los revolucionarios islámicos han renunciado ya a derrocar y juzgar ellos solos a Sadam Husein. También se está obviando el hecho de que, pese a unas amenazas verbales tremendas, los iraníes no han respondido aún a la matanza de La Meca ni al ataque norteamericano contra el Iran Ajr.

No esperar cambios

No cabe esperar ningún cambio interno en Irán por el momento, salvo si sus soldados y milicianos sufren un descalabro bélico muy serio. La oposición no tiene ninguna posibilidad, por la simple razón de que ha sido implacablemente machacada.

La única evolución posible es dentro del régimen, y en éste existen facciones que es muy difícil rastrear, pero que ahora están forzadas a estrechar filas. Las principales divergencias entre los dirigentes iraníes proceden del modelo socioeconómico a aplicar en la República islámica. En ese sentido puede hablarse de un sector izquierdista -formado por universitarios y obreros, partidarios de un cierto socialismo- y de otro conservador -compuesto por los comerciantes del bazar y las escuelas teológicas.

Hay otras muchas divisiones posibles, que forman un rompecabezas inextricable, complicado por el arte shií del disimulo, el ketman o taq¡ya. Rafsanyani, en todo caso, es el centro o el árbitro.

Cuenta con la aprobación del imán, que le ha nombrado su representante en el consejo de guerra, y tiene excelentes relaciones con Ahmed Jomeini, hijo del imán, y con Mohsen Rezai, el jefe de los pasdaranes o guardias revolucionarios. Esta fuerza pretoriana, de unos 500.000 hombres, sustituye poco a poco al Ejército.

La crítica circula en Irán más libremente de lo que puede pensarse en el exterior, y prueba de la seguridad del régimen en su propia continuidad. En el país no hay miseria, aunque sí racionamiento. La guerra provoca muchas muertes, pero también una cultura atractiva para los jóvenes y los pobres. Los sentimientos religiosos se han visto reforzados en los últimos tiempos por los nacionalistas. Los ataúdes de los peregrinos iraníes muertos en La Meca llegaron a Teherán envueltos en la bandera nacional, y no en la islámica.

Irán no quería que la guerra se trasladara al Golfo, porque por allí exporta la totalidad de su petróleo. Deseaba un conflicto terrestre limpio, es decir, limitado a las fuerzas militares en presencia y sin armas químicas o bombardeos contra objetivos civiles y económicos.

Pero no sólo Alá mueve al mundo. Los acontecimientos de los últimos meses en el golfo Pérsico deben haber probado a los revolucionarios islámicos que Satán también mueve sus peones.

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