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La diligencia

Los fumadores que viajamos a Estados Unidos solemos escribir a nuestros deudos postales desesperadas propias de viciosos solitarios y otras gentes de mal vivir. Sólo en algunas partes de Virginia y de Kentucky, porque hacen negocio con el tabaco, se te pueden alegrar las pajaritas al observar cierto relajo en la prohibición. El resto es silencio.Sin embargo, hay todavía un lugar en el que no sólo se puede fumar sino que, al hacerlo, se ingresa de inmediato en una especie de casta elegida. Me refiero a la parte trasera de los aviones que realizan vuelos domésticos por la amplia geografía USA. De Dallas a Miami, de San Antonio a Las Vegas, de Cleveland a Corpus Christi, hay un lugar privilegiado que va desde la 125 hasta la cola del avión, en donde un grupo de fumadores, siempre distinto, pero siempre parecido, resiste los embates de la moralidad vigente.

Mientras los pasajeros normales, los que quieren vivir aunque no sea peligrosamente, hacen como que no se enteran, ese núcleo de cancerosos, enfisémicos y trasplantados en potencia lleva una vida distinta. En cuanto el avión despega, se sacan los cigarrillos. Nada de lights. Toda la nicotina, y a ser posible, sin filtro. Se juega a las cartas y se bebe duramente, con preferencia, Jack Daniels y bloody mery. Y se contemplan los unos a los otros como si estuvieran en el corazón de la aventura.

Son lo más similar al viejo médico borrachín de La diligencia, en donde finalmente ese parásito de la sociedad resultaba de lo más útil a la comunidad. No me cabe duda de que, en caso de incendio, naufragio, pérdida de niños, aparición de madres, violación de doncellas, desaparición de las tarjetas de crédito o, incluso, bajada de presión en cabina, los fumadores de la parte de atrás, como aquel doc de la película de John Ford, reaccionarían cual auténticos héroes salvando las vidas de los no consumidores de nicotina por encima de las suyas propias.

Y es que, digan lo que digan, en Estados Unidos todavía hay clases.

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