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Tribuna
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La irreparable degradación de la Biblioteca Nacional

Estas excitantes experiencias quedaban en nada ante las que le aguardaban cuando se disponía, tras cerca de una hora de espera, a recoger los libros que había ingenuamente solicitado. Uno de cada tres no aparecía. Inútil hablar o gritar con los bedeles: el libro no estaba. Hay que reconocer que nunca ocurría lo que en la biblioteca del Ministerio de Trabajo, donde la encargada decía con toda naturalidad que tal serie de libros estaba en casa de cierto funcionario. En la Nacional, no. En la Nacional te decían sencillamente que allí no estaban los libros que pedías. Y como les hicieras notar que se trataba de libros convenientemente fichados, te espetaban: "Pues se habrán perdido". Y se daban la vuelta.Pero no es a la pérdida de libros a lo que debía achacarse la última, y no menor, de las sorpresas que deparaba la Biblioteca Nacional. Pues cuando ya te disponías a disfrutar de la lectura de lo poco encontrado y de lo menos recogido te encontrabas que, salvo las excepciones acumuladas en un rincón del espacio disponible, en aquella sala de lectura nadie leía libros. Sí, desde luego, había sentados infinidad de lectores, muchos de ellos muy aplicados. Pero el objeto de su aplicación no eran libros, sino apuntes de clase o temarios de examen.

Pobreza lectora

A partir de esta última experiencia se entendían todas las demás. Pues, con tal uso, la Biblioteca Nacional no era más que la suma, el reflejo paradigmático de la pobreza lectora de nuestra Universidad. Es sabido que buena parte de las carreras universitarias se puede terminar sin haber leído durante cinco o seis años ni un solo libro: basta con los manuales o con los apuntes que el profesor dicta en clase. Si alguien quiere saber qué hacen los estudiantes universitarios cuando estudian no tiene más que darse una vuelta por la Biblioteca Nacional: el 70% de quienes ocupan en ella una plaza de lector no tiene siquiera la gentileza de pedir un solo libro.

Rebajada a la función de proporcionar cobijo a estudiantes obligados a empollar apuntes, la biblioteca perdió su primitiva función de ser y se convirtió en una especie de patio de escuela. Corrillos animados, saludos, cigarrillos, tapas, pringue, colas, pescaíto frito, romances, continuo trasiego de gente: eso era la Biblioteca Nacional. Quien esté acostumbrado a frecuentar bibliotecas, jamás habrá visto en ninguna de ellas tanto trajín, tanto movimiento, olido tantos humos y cocinas, ni oído tantos y tan diversos ruidos como en la Biblioteca Nacional.

Inercia

La razón es que este centro se había convertido, probablemente por inercia, en degradado sustituto de las inexistentes bibliotecas universitarias. Hay en Madrid, aunque a veces no lo parezca, un sistema universitario que tiene más alumnos que 10 o 20 universidades extranjeras juntas. Con toda seguridad, cada una de esas universidades dispone de una biblioteca central, y será de ella de lo que más presuma, mientras que en Madrid no hay ni una sola biblioteca universitaria central digna de ese nombre. Si alguien preguntara ingenuamente en el rectorado de la Complutense la dirección de su biblioteca se encontraría con la respuesta -insólita, imposible en cualquier otro sistema universitario- de que no existe. Y encontraría además un suplemento de respuesta: nadie está interesado en que exista.

Esta situación, realmente llamativa, no sorprende, sin embargo, a las autoridades académicas ni a los profesores, ni se han convocado manifestaciones de estudiantes reclamando una biblioteca, porque cada cual se tira del asunto como mejor puede. Los profesores se dan por satisfechos con las bibliotecas de departamento, cuyos fondos conservan tantas veces celosamente en casa; las autoridades dicen que es bastante con las bibliotecas de facultad, la mayoría de ellas con muy limitados puestos de lectura y con escasos recursos; los estudiantes no echan en falta los libros, sino lugares donde estudiar sus apuntes, y Colón les ofrece, en el centro de Madrid y en un lugar espléndido, el sitio ideal para ese menester, mientras de cuando en cuando se charla, se toma una copa o se consume un buen guiso.

El contraste con lo que pasa fuera de España es desmoralizador. En cualquier país de por ahí, cuando se visita una universidad, lo primero que te enseñan es la biblioteca. Se presume del número de libros almacenados, de las colecciones que dan a cada una de ellas su personalidad, su distinción, de la rapidez en las adquisiciones, de los sistemas de clasificación e información, de los medios para servir en minutos cualquier pedido.

Podría contarse, y no acabar, acerca de libros publicados en España, adquiridos, fichados y puestos a disposición de los lectores en bibliotecas universitarias de Estados Unidos o de Japón, y que todavía no están a disposición del público en la Biblioteca Nacional. Ocurre, claro está, que en tales países los cursos universitarios se montan sobre el estudio de libros y revistas, y no sobre el regurgitar de apuntes de clase.

Estudiantes

Con ese tipo de centros en el nivel universitario, las bibliotecas nacionales o estatales de esos países son sobre todo centros de investigación, donde es más difícil entrar y en los que no todo el mundo puede hacerlo por el solo hecho de quererlo o por haber quedado allí con su ligue.

Sería sencillamente absurdo que centros como la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos o la del Museo Británico dejaran entrar y ocupar plazas de lectura a estudiantes cuyo propósito no pasa de abrir sobre los pupitres los folios que llevan de casa. No he visto jamás en Estados Unidos o el Reino Unido a nadie que exija libre entrada en esas instituciones con el sorprendente argumento de que lo contrario sería violar derechos fundamentales de la persona humana.

Aquí no pasa lo mismo. Aquí se reclama el derecho a la lectura, pero no hay ni una sola gran biblioteca universitaria. No que no tengamos dinero para eso, sino que no interesa.

Las cuatro universidades de Madrid podían perfectamente, centralizar sus recursos y edificar una biblioteca central universitaria en poco tiempo, dotada de medios de clasificación, de plazas de lectura, de secciones especializadas, donde se produjera esa sensación que a los españoles nos está vedada, pero que miles de nosotros ha experimentado en bibliotecas extranjeras: el placer de andar entre estanterías repletas de libros, de coger uno mismo el libro que desea, consultarlo, tomar un apunte y llevarlo a casa o dejarlo allí sabiendo que al día siguiente lo volverás a encontrar en su sitio.

Moriremos aquí sin saber de esos placeres, pero, eso sí, gritando demagógicamente que todos tenemos derecho a ocupar en la Biblioteca Nacional la plaza que hemos pagado con nuestros impuestos.

De siempre nos ha ido más declamar derechos que el duro trabajo de ejercitarlos: todos tenemos derecho a la lectura, naturalmente, pero no todos tenemos por qué ejercitar ese derecho en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Lo propio, lo obligado, es que el estudiante universitario lo ejerza en una biblioteca universitaria.

El error

El error de Juan Pablo Fusi no ha consistido en restringir parcialmente el acceso a esa sala, sino en pretender transformar el centro que dirige en una verdadera Biblioteca Nacional, sin reparar en que sólo puede existir ese tipo de centros en sociedades con una buena estructura de bibliotecas universitarias y municipales. Pocos han comprendido su esfuerzo, y algunos han echado los pies para arriba y clamado sobre no se sabe qué violación de derechos fundamentales. Todo muy al uso. La verdad es que Madrid, porque no tiene una buena y hermosa biblioteca universitaria, tampoco puede tener una auténtica Biblioteca Nacional.

Lo que tiene -lo que tenía antes de que Juan Pablo Fusi fuera nombrado director- es realmente lo que cuadra a esta sociedad, porque es lo que exige y con lo que está satisfecha: un patio donde da vergüenza entrar porque lo que a uno le espera en él es ruido, barullo, confusión y un servicio deplorable.

Los estudiantes podrán seguir preparando en ese lugar sus apuntes, tomar a buen precio sus bocatas y echar el rato con los amigos, pero los investigadores habrán de perder otra vez toda esperanza de contar en Madrid con una Biblioteca Nacional que comience a parecerse a una biblioteca a secas.

Santos Juliá es profesor de Sociología la universidad Nacional de Educación a Distancia.

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