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El desconocido

En una entrevista reciente, la primera que me hacen en mi vida, el periodista me preguntó: ¿Qué se siente al ser un desconocido? La respuesta que me vino a los labios fue la más natural: extrañeza de que le hagan a uno una entrevista. Luego reflexioné. En realidad, no se trata de la primera entrevista que me hacían en mi vida. Años atrás, por la radio y en directo, tuve que responder a las preguntas dirigidas a un conocido escritor peruano. Alguien, no se sabe si la encargada de prensa de la editorial o la secretaria del locutor, había mezclado los papeles, y durante un cuarto de hora el peruano fui yo, circunstancia que, sin duda, él ignora, aunque desde aquí le aseguro que intenté representarle lo más dignamente posible. La última pregunta fue gloriosa: "¿Es cierto que estuvo usted a punto de ahogarse en El Callao?". Impertérrito, respondí que sí.Me imagino que todos los escritores, en algún momento de su vida y aún en la cumbre de la fama, se han considerado unos perfectos desconocidos. Yo no dudo en valorar positivamente esa sensación. En mi caso, ha llegado a cundir la opinión, en los círculos restringidos a donde alcanza mi nombre, de que tal nombre es un pseudónimo. Cotas tan altas de desconocimiento (ser otro para un locutor de radio, ser el pseudónimo de sí mismo para los lectores mejor informados) son difíciles de alcanzar. Yo he empleado en ello 38 años, cuatro novelas y un opúsculo.

Un amigo me contó que vio a un individuo leyendo un libro mío en la sala de embarque del aeropuerto de Nueva York, y a punto estuvo de preguntarle qué razones le empujaban a cometer tal desatino. La anécdota me encanta por el aroma cosmopolita que desprende. En otra ocasión fui presentado a un personaje que aseguró haber leído una de mis novelas, insólita circunstancia que había quedado grabada en mi memoria, y que quiso probar citándome el título. Digamos que al menos había leído el título. Estadísticamente, esos datos fiables me hacen ser conocido de al menos dos personas. Al personaje, de cierta importancia, le estimo por lo que es y por lo que representa. En lo referente al viajero desconocido, éste se ofrece a mi imaginación con las características más delirantes: trotamundos escéptico, traficante internacional, Ingénieur des Ponts et-Chaussées, qué sé yo, pero en todo caso hombre culto, divertido, y de un gusto especial por la buena literatura.

Así, multiplicando el número de ejemplares de mi obra hasta una cifra que mi editor no se atrevería a soñar, o reduciéndola, por el contrario, a la existencia de dos únicos ejemplares, me cabe la facultad de situar uno de ellos en la biblioteca de un palacio prestigioso, y el otro, en las manos de mi viajero, en diversos lugares, balnearios de reposo, estaciones de ferrocarril fuera de servicio y cubiertas de paquebote. Que sea el mismo viajero o que sean 100.000 es, como decía Borges de la democracia, un asunto de contabilidad. Hace ya muchos años, en el transbordador que cubre el trayecto Corfú-Patras vi a una mujer leyendo una novela. Cuando terminaba una página la arrancaba y la arrojaba por la borda. Una de mis ensoñaciones consiste en imaginar que la novela es mía, y experimentar con ello el más vivo placer.

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A fin de cuentas, el lector es un misterio, y tanto da confiar su existencia al albedrío de la imaginación. Me decía un actor de teatro no saber, al cabo de muchos años de experiencia, si el público era un ciempiés policéfalo o un monstruo con un enorme ojo único en medio de la frente. Supongo que la definición dependía de si la sala se llenaba o si, por el contrario, un acomodador, desgraciadamente tuerto, ocupaba al azar una butaca en un antro vacío. Para un escritor la relación no es la misma. El contacto directo no existe, ni se manifiesta la angustiosa presencia que tan bien conocen los profesionales de la escena. La manifestación física más aproximada del lector la constituye el crítico, persona cuya importancia objetiva no radica en la agudeza o intuición de su juicio, sino en la difusión del medio en que se expresa. Los sistemas audiovisuales complican la opción: el escritor no sólo ha de pasar el examen escrito, sino también el examen oral. No señalo la situación por aberrante (como si a un pintor se le exigiera la prueba de dictado), sino por lo que tiene de arcaica. Contrariamente a las apariencias, el mundo literario, como el de los funcionarios, es esencialmente conservador, y se debate en términos decimonónicos de concurso, conversación y tertulia. La televisión lo único que hace es ampliar la cabida del salón. El autor aparece en la pantalla, impasible, y durante 10 minutos se come en silencio un bocadillo de chorizo. Al final, recoge las miguitas, se dirige a la cámara y dice tranquilamente: "Buenas tardes. Me llamo Manuel de Lope, soy novelista y acabo de comerme un bocadillo de chorizo". Ya veo al fantasma de Andy Warhol, un experto en comunicaciones, que me dice: "Eso, a lo hice yo, pero con una hamburguesa".

Volviendo al tema inicial, creo que existe una relación paradójica entre el novelista desconocido y el delincuente habitual, a quien se busca. Ambos participan de un mismo secreto en la existencia. Yo conocí en otros tiempos a un joven cineasta que con dos atracos se financió su primer cortometraje. El resultado fue mediocre y pienso que los fondos hubieran podido ser mejor empleados. Cuenta Joao Salgado, que fue uno de los hombres más buscados de Brasil a comienzos de los años setenta, que pasaba los días y las noches en las salas de cine, donde su retrato ocupaba seis metros cuadrados de pantalla antes del noticiario, junto con la cifra ofrecida como recompensa por su captura. En un cine desierto observó que un hombre le miraba durante el intermedio. Joao se llevó la mano a la cintura: "Si este hombre se levanta de su asiento, lo mato". La película transcurrió sin efusión de sangre, y a la salida Joao reconoció de lejos en el supuesto delator a un desconfiado compañero tan buscado como él.

La historia de Joao resume la ambición de buen número de artistas: ser hombre muy buscado, y al mismo tiempo oculto. Y encontrar al trasunto de sí mismo en algún desconfiado compañero. Diez mil lectores no serán jamás 10.000 chivatos. Ni uno solo de ellos nos va a curar el instinto de fuga, ni la manía de la persecución..

Manuel de Lope es novelista, autor de Jardines de Africa y El otoño del siglo.

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