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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Iglesia somos todos

EL GOBIERNO acaba de anunciar que en el próximo ejercicio presupuestario se pondrá en marcha el procedimiento previsto en los acuerdos de 1978 para que los contribuyentes españoles dispongan de un 0,5% de su tributación sobre la renta personal en beneficio de la Iglesia o de otros fines benéficos que marcará el Estado. Los representantes eclesiásticos han mostrado públicamente una alborozada sorpresa. Suponemos que se trata también de una sorpresa retórica: la decisión que, según el acuerdo estatal con la Iglesia, correspondía tomar unilateralmente al Gobierno, se produce con un retraso de cinco años sobre lo pactado. Pero no resulta verosímil pensar que en las frecuentes reuniones de la Comisión Mixta Iglesia-Estado no se haya abordado esta cuestión. La misma Conferencia Episcopal lleva ya más de dos años preparando a sus fieles para el cambio.El acuerdo, por lo demás, establece una cláusula de seguridad mediante la cual el Estado se compromete a completar la suma global de la dotación que antes percibía la Iglesia en el caso de que los contribuyentes no cubran suficientemente y de forma voluntaria dicha suma. De manera que los españoles en conjunto, sean o no católicos, y quiéranlo o no, seguirán viendo gravados sus bienes por esa porción de dinero destinado a proteger el desarrollo de una religión determinada. El sistema anterior, en el que el Estado otorgaba a la Iglesia un dinero que en su totalidad procedía indiscriminadamente de los ciudadanos, era obviamente peor que la reforma, pero ésta no subsana los males de fondo, sobre todo porque incluye de paso un principio de discriminación que representa una vulneración de la letra y el espíritu constitucionales.

La Constitución establece claramente que todos los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda caber discriminación alguna por motivos de religión (artículo 14); que nadie podrá ser obligado a declarar sobre sus creencias, y que ninguna religión tendrá carácter estatal (artículo 16). También establece que el Estado mantendrá relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones. La atribución en exclusiva a la Iglesia de poder recibir un porcentaje de los impuestos voluntariamente donado por sus fieles, sin que las otras confesiones puedan servirse de igual método y sin que el contribuyente agnóstico pueda abstenerse de pagar ese porcentaje o, en todo caso, atribuirlo a los fines humanitarios, culturales o sociológicos de su preferencia, constituye una discriminación en toda regla y un arbitrismo político. La Iglesia católica debe recibir el mismo trato que los otros grupos religiosos, y el sistema que ahora quiere implantarse o es válido para todos o no lo es para ninguno.

Algunas confesiones, como la judía y la evangélica, se han adelantado a renunciar a cualquier contribución directa gestionada por el Estado, y eso mismo hubiera podido esperarse de una Iglesia que ha proclamado, a través de su jerarquía, su vocación de independencia. Pero, en cualquier caso, si la Iglesia es dueña de determinar por sí misma sus actitudes, el Gobierno no puede vulnerar la ley de este modo y privilegiar desde el poder a unos españoles sobre otros. Cosa muy distinta, si se atiende a las relaciones con los fondos públicos, es el caso de las exenciones disfrutadas a través del carácter de entidades de interés social, cultural, asistencial, etcétera, que se relacionen con las iglesias. Aquello que es conveniente o necesario para la sociedad debe ser ayudado, en la medida de lo posible, por el Estado.

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La fórmula de tributación voluntaria, ofreciendo alternativas para el contribuyente, es nueva en España y en el contexto europeo. La República Federal de Alemania mantiene el privilegio de la República de Weimar según el cual los obispos, tanto católicos como evangélicos, pueden imponer tributos a sus fieles, que el Estado sanciona por ley y se encarga él mismo de exigirlos. Están regulados por los mismos obispos, son obligatorios, y sólo con la abjuración de la religión pueden los fieles ser liberados de los mismos. Estados Unidos deja a la Iglesia que ella establezca su organización económica y fiscal, y se niega a contribuir con dinero público a cualquier institución religiosa.

Sea de una u otra manera, que el Estado español continúe privilegiando a la Iglesia Católica con sus subvenciones parece una decisión contraria al explícito texto constitucional. Y mucho más lo es el hecho de que los católicos puedan voluntariamente atribuir una parte de sus impuestos a la Iglesia y los creyentes de otro género no puedan hacer lo mismo con sus respectivos credos. Para no hablar del hecho de que los no creyentes se vean obligados a contribuir, en cualquier caso, a su financiamiento.

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