El cuarto poder
"Para la Prensa, como para el hombre, la libertad sólo ofrece una posibilidad de ser mejor; el servilismo no es más que la certidumbre de ser peor". Albert Camus
"La Prensa es, en Francia, un cuarto poder dentro del Estado; ataca a todos y nadie la ataca. Critica sin razón ni certeza. Pretende que los políticos y hombres de letras le pertenezcan y no quiere que exista reciprocidad; estos hombres deben ser sagrados para ella. ¡Hacen y dicen disparates tremendos! Es hora de discutir a estos hombres desconocidos y mediocres que ocupan un lugar importante en su época y que movilizan una Prensa equiparable en producción a la edición de libros". Era Honorato de Balzac quien se expresaba de este modo hace más de un siglo, en agosto de 1840, en la Revue Parísienne. Y concluía: "SI la Prensa no existiera, no habría, absolutamente, que inventarla".
Para Balzac, por lo menos en este texto, se entiende cuál es el problema: los periodistas tienen demasiado poder y lo utilizan de manera irresponsable. En este fragmento, citado con frecuencia simplemente porque, al parecer, es la primera vez que se emplea la expresión "cuarto poder", surgen claramente dos cosas. En primer lugar, la constatación de que los periodistas detentan la capacidad de construir y destruir reputaciones sin que nadie pueda hacer lo mismo con ellos. Es decir, unen la incompetencia a la impunidad. Es el manejo de una herramienta -nacida de la invención de la imprenta y el correo- lo que les convierte en jueces, y, salvo que infrinjan leyes muy generales, se hallan al amparo de las reacciones de los condenados. En otros textos incisivos, Balzaz demuestra cómo, a pesar de todas las legislaciones y de todos los "derechos de réplica", es el periodista quien tiene la última palabra. Ya sea porque no se le podría impedir, especialmente en temas de crítica literaria o de arte, expresar un determinado concepto que, recogido por otros, puede arruinar una carrera. Ya sea porque el hombre injustamente denunciado no puede perder su tiempo en procesos. Solamente un periódico puede defenderlo contra el o ataque de otro periódico. Balzac, a través de Rubempré, es todavía más preciso en Las ilusiones perdidas, Ve claramente el deslizamiento de la imprecación cuchicheada a una expresión escrita del descrédito. "Calumniad, calumniad, siempre quedará algo", recomendaba Basilio. Esto es cierto con la Prensa: lo escrito permanece.
La expresión "cuarto poder" adquiere entonces un significado diferente. Como el individuo en el universo de Balzac no tiene casi razones para otorgarle una confianza particular a los tres poderes, la Prensa se convierte, al igual que el ejecutivo, el legislativo y el judicial, en una institución contra la cual no hay recursos ni apelaciones, y cuya finalidad -o en todo caso el resultado- se traduce en un ataque a la persona y a las libertades.
A comienzos de este siglo, sobre todo entre las dos guerras mundiales y en los años setenta, se prolongará, sin que se sepa, el proceso instruido por Balzac contra la Prensa. Balzac, al igual que otros artistas, veía a los periodistas (especialmente a los críticos literarios) sólo como escribidores impotentes,, escritorzuelos fracasados, incapaces de poseer el mínimo talento salvo a expensas de los creadores y que un invento providencia] para ellos les había otorgado el poder de pequeños demonios. Como más tarde lo harían otros, él los imagina feos y deformes (un día le preguntaron a Sacha Guitry qué pensaba de los críticos que habían maltratado su última obra, y él respondió: "Cuando les veo, me siento vengado").
Balzac, en -extremo, aún podía admitir la independencia de algunos periodistas que él mismo denunciaba y no reprocharles otra cosa que dejarse llevar por su bajeza. La idea de un cuarto poder tan opresivo, tan demoledor para el individuo como se suponía eran los otros tres, se remata con la denuncia de corrupción de periodistas, de la complicidad de los directores de los periódicos con los hombres de negocios y los ministros; de hecho, la concentración en las mismas manos de todos los poderes, sin excepción. El propietario de un grupo de prensa puede llegar a ser tan poderoso como para intimidar al poder ejecutivo, al legislativo y al judicial. Esta idea ha calado tan profundamente en los espíritus que cuando estalló el escándalo Stavisky, los comentaristas más independientes se dedicaron a buscar las causas de la explosión más que a analizar el contenido del escándalo. Los comentarios son absolutamente cínicos: ¿a quién había olvidado Stavisky de sobornar? ¿Cuál de sus aliados, que jugando de repente otra carta, ha querido su destrucción en los periódicos? y se duda de su oportunidad. Con la libertad sucede lo mismo que con la democracia: se ama sólo en la privación, y la república resulta bella únicamente bajo el imperio. Sin embargo, la libertad de prensa es, además, algo muy especial. Concierne a la difusión de una opinión y de un conocimiento, puede convertirse en manipulación o propaganda, según la importancia de los medios de que dispongan aquellos que finalmente acaparan esta difusión. Esta libertad -el poder de los periodistas depende también de la concepción que se tenga de la verdad que se va a difundir. Antiguamente, este poder sólo pertenecía a los monarcas por derecho divino, únicos jueces con capacidad para decidir lo que estaba bien y lo que no lo estaba. Es, por tanto, bajo las monarquías de derecho divino (en el Reino Unido, bajo los Stuart; en Francia, bajo Luis XIII y Richelieu) cuando la libertad de prensa se abrió el primer camino para propagar noticias y opiniones opuestas a la verdad revelada -o a la razón de Estado.
Los grandes hechos jurídicos que fundamentaron el derecho de esta libertad aguardaron la abolición de la censura en Londres en 1695; el Bill of rights (Carta de derechos del Estado de Virginia, en 1776;, la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en Francia, en 1789, y por último, y básicamente, la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos en 1791. Es entonces cuando la libertad de difundir la verdad (proclamada "inmanente a la razón individual" y no a la trascendencia del Estado) se pone a disposición de los ciudadanos. Los ingleses están muy orgullosos de que en 1644 su poeta John Milton haya afirmado: "Prohibir una palabra o un texto es matar a la propia razón; la imagen es como la mirada de Dios". Así definida, la libertad de prensa será la base de todas las otras y no se podrá abdicar de ella sin renunciar finalmente, y en contra de la afirmación de Balzac, a todas las otras.
Estas oscilaciones de la opinión han aparecido en todas las épocas. El propio Chateaubriand, que creía conocer el arma que había matado al duque de Berry y que a sus ojos era la difusión de "la idea liberal", fue, en otros tiempos, el mejor abogado de la libertad de prensa, en la cual veía una garantía de la virtud de los gobernantes: "Los ministros ingleses se retiran cuando las publicaciones que exponen los diferentes principios políticos están de acuerdo sobre la incapacidad ministerial. El vicio radical de este eterno razonamiento de los enemigos de la libertad de prensa se halla en valorar a los periódicos por la causa de la opinión mientras que no son más que el efecto. Tened ministros hábiles monárquicos y nacionalistas y veréis si los periódicos consiguen hacerlos impopulares: todo lo contrario, serán esos mismos periódicos los que se conviertan en impopulares atacando a hombres que el público había tomado bajo su protección (1)".
Para Chateaubriand, la libertad de prensa era la "electricidad social". Nada menos. Y los soviéticos de hoy, que hacen colas para comprar sus periódicos, transformados por la "transparencia", se encuentran evidentemente en el mismo estado de espíritu (2). Nadie sueña con ponderar el privilegio de los mudos bajo el pretexto de que la lengua puede ser la mejor o la peor de las cosas. Siempre los Gobiernos, incluso los más democráticos, han tenido dificultades en adaptarse al principio según el cual la opinión es necesariamente virtuosa y que puede ser juez de la verdad. En particular, la "monarquía presidencial" ha resucitado la razón de estado como valor -al presidente, por la consagración del sufragio universal, la magia del poder y los secretos que sólo él conoce, se le supone en inmejorables condiciones, durante su mandado, para juzgar lo que es bueno o malo para la nación Camus, que no desagradaba a Bourdieu, tiene a menudo la última palabra sobre los muchos problemas actuales, y que también fue periodista, afirmaba: "Cuando la Prensa es libre, ello puede ser bueno o malo; pero, evidentemente, sin libertad, la Prensa sólo puede ser mala. Para la Prensa, como para el hombre, la libertad sólo ofrece una posibilidad de ser mejor; el servilismo no es más que la certidumbre de ser peor".
¿Se puede cerrar así el debate como lo hace Francis Balle, i quien dirige de manera competente el Instituto Francés de i Prensa y Ciencias de la Información? Él "sino se muestra a veces menos seguro de lo que lo demuestra. Partiendo de la constatación de que la información moderna es una mercancía como cualquier otra, y la empresa periodística, una empresa comertraciones" que impone la nueva era industrial en todos los campos, ya que no hay excepciones para la Prensa. ¿Cómo se podría acusar a los imperios de M. Bouygues, Hersant y Lagardére, por ejemplo, ya que no hacen más que responder a las leyes de mercado y del capital? Ciertamente, al contrario de los financieros de entreguerras que aceptaban complacidos perder dinero a condición de disponer de influencia, ellos se empeñarán al máximo para que sus empresas periodísticas sean tan rentables como sus otras empresas. Naturalmente, por este motivo, ellos se someterán a los gustos del público. Se ve claramente en las batallas que libran en televisión por motivos penosos. Después de este razonamiento, y para evitar la intervención del Estado, hacemos descender a la Prensa a la categoría de la publicidad. Es exactamente la misma mercancía la que se vende.
Entonces se descubre otro problema. El cuarto poder, cliché que inquieta mucho a Francis Balle, ya no es más el Estado; tampoco lo son los directores de periódicos que pueden ser sus cómplices ni lo es exactamente el gusto del público; es lo que el público rechaza, pero que una competencia dentro del mal gusto le hace aceptar. ¿El periodista ya no es más un enseñante? Si la información no es más que una mercancía, esto es cierto. Pero se ve claramente que no lo es y que la confección de un par de zapatos no le confiere al artesano la responsabilidad que tiene entre sus manos aquel que hace circular una noticia, los detalles de un hecho, una idea, una opinión. Del mismo modo, nada impide a los emperadores de los grupos que sigan el "gusto" del público, sobre todo del que es indiferente, y de manipular la opinión en todo lo relativo al imperio. ¿Cómo podría un gran industrial tolerar que sus periódicos hicieran campaña contra un país con el cual acaba de firmar un fabuloso contrato?
El poder de los periodistas depende del poder de las empresas periodísticas, que a su vez dependen de la opinión pública más o menos preparada. ¿Podemos elegir entre diversos periódicos de opinión? Sí, mientras existan. Sin embargo, no tenemos elección entre esos periódicos o emisiones de radio y de televisión que terminan todos por asemejarse al gusto supuesto (y deformado) de los ciudadanos. La mejor manera de proteger una libertad es no ignorando sus vicisitudes. La mejor manera de proteger a los periodistas contra la tentación de un abuso de su poder es manteniendo un debate permanente sobre sus responsabilidades.
1. Chateaubriand politique, presentado por Jean-Paul Clément (Editions Pluriel).
2. Ver el número especial de la revista francesa Temps Modernes: "La URSS, en transparencia". Número realizado y presentado por K. S. Karol.
es director de la revista Francesa Le Nouvel Observateur.EL PAÍS-Le Nouvel Observateur. l7raducción: C. Scavino.
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