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Torerito pinturero

Erales de Torre Velayos. Miguel Rodríguez: palmas; oreja. Chicote: silencio; vuelta. Ignacio Parra: silencio; vuelta. Las Ventas, 9 de septiembre.

Se llama Ignacio Parra, es un chaval de la escuela taurina de Cádiz y en su primer eralito, que era una birria revoltosa, sufrió acosones, achuchones, topetazos, unos cuantos. El público descalificaba a Parra por eso y decía que estaba verde, aunque con mayor evidencia se estaba amoratando, de los golpes. Pero salió a medirse con el sexto, que era alto y encastado, y se transformó en un torerito pinturero, con detalles de valor, mucha personalidad y arte; casi nada.Arte agitanado, que delata cocilleo mientras se desgrana desde embrujados arcanos. Había cierta semejanza entre Parra y Rafael de Paula, ese Paulita grasioso en tardes de duende, y quizá no fuera imitación; quizá fuer a que profesan la misma religión taúrica. Dentro de las distancias propias del caso, claro está: uno ya abad mitrado (cuando no le vuela la mitra un almohadillazo), otro aún monaguillo transido de fe virginal.

Muchos defectos técnicos hubo en la faena del monaguillo Parra y también muchas virtudes, entre las que destacaba la torería. Aquel chaval amoratado que descalificó el público una hora antes por verde, irradiaba ambarinos destellos, debía de creerse en la gloria y se había hecho el amo de la situación.

Suceden estas mutaciones cuando en la plaza hay un torero con personalidad: que un solo pase de su marca -y Parra desplegó un amplio repertorio-, le basta para borrar todo lo anterior. A pesar de que lo anterior hubiera sido interesante, según sucedió. Miguel Rodríguez, por ejemplo, mostró corte de buen muletero, conocimiento de las muy complicadas papeletas que plantea el toro y la regla que es necesario aplicar para resolverlas, todo ello aprendido en la escuela de Madrid. Lo mismo Chicote, de la escuela de Granada, cuyo toreo a la verónica, ganándole la acción al novillo hasta los medios, fue muy de tener en consideración, sin desdeñar el oficio que empleó para domeñar la violencia del quinto de la tarde.

Ambos estuvieron mejor en los novillos fuertes que en los muñequitos que les soltaron por delante, lo cual parecerá paradójico si no se advierte que el toreo, sin toro, es una teoría de posturas que bordean el ridículo. Con toro, en cambio, ya se trata de un ejercicio de mayor cuantía, donde es preciso amalgamar valor y dominio. Y si un torerito pinturero lo sazona con arte, porque se le alborotan los duendes en el alma, a lo mejor nada hay más bello. Los aficionados -gente parcial, desde luego, por adicta- lo entienden así.

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