Lecturas prohibidas
NO LE falta razón al director de la Biblioteca Nacional para quejarse de que la pobreza de otros centros desvirtúa la función del suyo, que concibe como exclusivamente dedicado a la investigación. Pero, puesto que no existen esas otras bibliotecas, dificultar el acceso a la Nacional es una medida que redundará en ese desastre cultural. Y además, un atentado a los derechos de los ciudadanos, que sostierien con sus impuestos la función cultural del Estado.Restringir su uso a mayores de 21 años, exigir la presentación de memorias o proyectos de investigación, avales de "alguien competente", y requerir entrevistas personales con uno de los bibliotecarios, como medidas destinadas a seleccionar los visitantes, es exagerado, por no decir inadmisible. Hay ciertos libros -aparte manuscritos o ediciones especiales- que sólo existen en la Biblioteca Nacional, y los contribuyentes tienen derecho a que se garantice el acceso a ellos, por investigación o por simple placer. La indefinición de la palabra investigador o investigación y la resolución por la dirección de la biblioteca de qué proyecto es realmente investigación dan paso a toda clase de arbitrariedades y son un atentado a la libertad de quien quiera investigar por su cuenta, sin padrinos ni recomendaciones.
La falta de bibliotecas en España, y concretamente en Madrid, no es un hecho histórico. En otros tiempos las había, y bien nutridas, incluyendo en ellas las llamadas populares -que el ministerio que entonces era de Instrucción Pública mantenía en barrios y ciudades-, las municipales y, además de la central de la calle de Fuencarral, las de instituciones privadas -la del Ateneo sigue siendo hoy un modelo-, fundaciones y, desde luego, las de universidades, institutos y otros centros de enseñanza. Puede que en ese antes se tuviera en el libro una fe que ha ido degradándose paulatinamente hasta llegar a la penuria de hoy. Y llegamos inevitablemente a redundar en la constatación de que los presupuestos destinados a la cultura se despilfarran en espectáculos muchas veces inútiles, efíimeros y aculturales, en busca de escaparate, de acción fingida, de politiquismo o de elaboración del currículo del funcionario encargado. Por su parte, las autonomías y los municipios emulan el molde del Estado en sus inversiones culturales con la misma incuria o el mismo afán de protagonismo.
Actualmente, la carrera de archivero-bibliotecario está anquilosada por la falta de oferta de contratación, y lo mismo ocurre con otros funcionarios especializados. Las bibliotecas que existen no tienen dinero para fondos; muchas, ni siquiera para limpieza o para bedeles. El servicio al público es generalmente lento, perezoso, quizá por la falta de personal a la que alude el director de la Nacional o quizá porque al lector se le ve como sospechoso. Las bibliotecas de dependencia institucional han ido adquiriendo ese viejo espíritu de ventanilla por el cual el ciudadano que requiere sus servicios es el enemigo. Y una parte de ese espíritu de ventanilla es el que impulsa ahora la restricción en el uso de la Biblioteca Nacional. La acción de su director debería inclinarse más a pedir otras bibliotecas paralelas y a exigir un mayor número de funcionarios y hasta de espacio en lugar de la solución maltusiana de eliminar lectores y reservarse el papel de filtro para admitir o no los propósitos de cada usuario, medida censora que va en contra de la libertad de la cultura y del proyecto cultural de cada uno.
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