Vindicación de Jean-Paul Sartre
André Malraux, Albert Camus y Jean-Paul Sartre son la cifra de una parte decisiva de este siglo, y a ellos hay que remitirse siempre que se pretenda dar un paso hacia la comprensión de las contradicciones fundamentales del pensamiento de nuestro tiempo. A ellos, más que a su contemporáneo Togliatti, por ejemplo, porque no fueron hombres de partido en sentido estricto, aunque Sartre haya sido solidario con los comunistas y Malraux haya seguido a De Gaulle en nombre de una idea de Francia y de Europa. A ellos, más que a Bertrand Russell, por ejemplo, porque, a diferencia de los del filósofo inglés, sus textos están llenos de dolorosas vacilaciones y, a la vez, de las afirmaciones radicales de los que necesitan de una fe.Los tres reclamaban, y obtenían, adhesiones desmesuradas.
Malraux era amado por su belleza, por su elegancia, por su coraje físico, por la decisión íntegra, muchas veces acrítica, con que lo abordaba todo, incluso el error, y porque, desde su enorme cultura, era capaz de conmover, de suscitar lágrimas, con el discurso de la razón cartesiana.
Hermoso y amado
Camus también era hermoso y también era amado. Cuando murió a los 47 años, había publicado obras definitivas y había hecho gestos definitivos. Se sentía responsable de su rostro. Había tenido lo que el mundo llama éxito y había elegido una suerte de santidad, de ascetismo de la vida civil. Militó en la Resistencia arriesgando la vida en la oscuridad. Nacido en Argelia, se negó a compartir la carga de un movimiento de liberación que empleaba el terror contra el terror. Antes que las posiciones de los demás, le preocupaban las suyas propias, su destino, su uso de la libertad y de la conciencia. Quizá su diálogo esencial no haya sido con sus semejantes.
Sartre carecía de la diáfana apariencia de los otros dos. De rasgos poco felices, estrábico, nada pulcro, de movimientos torpes, no podía seducir sino mediante la inteligencia.
No era un héroe. Su contribución a la Resistencia fue muy escasa. Siempre se sintió culpable, se mostró culpable y fue culpado por ello. Malraux, que repartía generosidad y desprecios con proverbial arbitrariedad, había sido amigo, en la adolescencia y en la primera juventud, de Dricu La Rochelle. Drieu fue fascista y activo colaborador de los ocupantes nazis. Con absoluta coherencia, se suicidó tras la liberación. "Drieu luchó por Francia hasta el final", dijo Malraux cuando le preguntaron por qué había ido al entierro de un combatiente del otro bando.
Con Sartre no fue tan tolerante: cuando le supo terminantemente opuesto a la política del gaullismo, le reprochó públicamente, con la finalidad de descalificarle, que hubiese hecho representar Las moscas y Huis-clos con la aprobación de la censura alemana.
Sartre tampoco era un santo. Se equivocaba a menudo. De todos sus desatinos hay constancia impresa, no porque sus oponentes, o aun sus amigos, no le hayan denostado por escrito -cosa que, por cierto, hicieron-, sino porque él mismo dedicó páginas y más páginas a reconocerlos y analizarlos.
De Malraux no le separa únicamente la ausencia de hazafías en su biografía. Entre 1936 y 1945, Malraux habló y actuó desde el antifascismo institucional: desde la República española o desde la Resistencia francesa. A partir de 1945, habló y actuó desde el poder o desde sus proximidades. Sartre habló y actuó siempre y exclusivamente desde Sartre.
Compañero incómodo
Fue un compañero de ruta terriblemente incómodo para el partido comunista. Fue un demócrata terriblemente incómodo para las democracias occidentales de la guerra fría. Y tal vez su solidaridad haya sido terriblemente incómoda para la Resistencia, teniendo en cuenta que ésta existió en función de un enemigo común, que ese enemigo la definió y, durante cierto tiempo, y por oposición, la dotó ideológicamente.
Huis-clos se estrenó en París en mayo de 1944, con la licencia, claro está, de las autoridades. Los resistentes, fuesen éstos gaullistas, comunistas, socialistas, judíos, católicos o de cualquier otra procedencia, no terminaron de perdonárselo nunca. Cabe suponer que esperaban que Sartre volara jerarcas de la Gestapo, o escondiera perseguidos, o repartiera prensa clandestina. Aunque tal vez esperasen que se quedara en casa, sin abrir la boca, hasta el final de la guerra. Él, por su parte, hizo lo que suelen hacer los hombres en política: meter el pie entre la puerta entreabierta y el marco para que no se interrumpa el paso de la luz. Tal vez no fuese un ademán ejemplar, pero era humano. Y era útil. Y estaba lleno de la dignidad de un individuo. El hombrecito del ojo desviado pidió permiso y explicó al pueblo de Francia qué era el infierno: los otros. Ya había elaborado El ser y la nada, y vivía conflictos propios del ser para sí.
De Camus no le separa únicamente su falta de seguridad. En la carta abierta con que, en el número de agosto de 1952 de Les Temps Modernes, cerró su polémica con el autor de El extranjero, escribía respecto de éste: "Ignoro lo que será de nosotros: quizá volveremos a encontrarnos en el mismo bando, quizá no. Corren tiempos duros y revueltos". Y ocho años más tarde, ante la muerte del que había sido, primero, su amigo y, después, su adversario: "Nos habíamos distanciado, él y yo. Un distanciamiento no significa gran cosa, aunque haya de ser definitivo; a lo sumo, una manera diferente de convivir, sin perderse de vista, en un mundo tan pequeño y angosto como el que nos ha cabido en suerte. Eso no me, impedía pensar en él, sentir su mirada fija sobre la página del libro o del diario que él leía, y preguntarme: '¿Qué dirá de esto? ¿Qué dirá de esto, ahora?'". Porque él creía que Camus "debía de estar cambiando con el mundo, como todos nosotros".
Sartre estaba lleno de respetuosa expectativa y, por qué no decirlo, de amor, de un amor en el que no tenía lugar la competencia. Y Camus jamás bajó de su pedestal para confirmarlo ni para desmentirlo.
Ni héroe ni santo
No era un héroe. Quizá por esta razón, entre otras, no fue ministro. No era un santo. Quizá por esa razón, entre otras, rechazó en 1964 el mismo Premio Nobel de Literatura que Camus había aceptado sin titubeos siete años antes. Sartre temía que ese honor, y el dinero que lo acompañaba, le vinculara. a causas injustas o le corrompiera de algún modo. Dudaba de sí mismo, "como todos nosotros". "Para merecer el derecho de influir sobre los hombres que luchan, primero hay que participar en su lucha; hay que aceptar muchas cosas, antes de hacer lo posible por modificar algunas", había escrito, dirigiéndose a Camus.
No es fácil identificarse con hombre tan corriente. Su imagen no sirve a la realización vicaria de los fantasmas de gloria y valor que acosan el sueño de nuestros días. Pero su teatro, sus novelas, sus cuentos y sus ensayos están más perfectamente vivos que la mayoría de los productos culturales de hoy. Y sus dos obras mayores, El ser y la nada y la Crítica de la razón dialéctica, definen el último, hasta aquí, de los filósofos sistemáticos.
Babelia
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