Parche sobre parche
La ley de Medidas Urgentes de Saneamiento y Regulación de las Haciendas Locales, de 1983, aprobó un conjunto de medidas financieras y tributarias mediante las cuales se trató de asegurar transitoriamente el reequilibrio financiero de las entidades locales, en espera -afirmaba la exposición de motivos de la ley- de otro proyecto que el Gobierno tenía el propósito de "elevar próximamente a las Cortes Generales", en el que -continuaba diciendo la exposición de motivos- se daría una solución definitiva a la "crónica situación deficitaria de las corporaciones locales...". O sea, el típico parche. Entre las medidas tributarias adoptadas por la ley de 1983 figuraban dos especialmente trascendentes para los contribuyentes: por una parte, se autorizaba a los ayuntamientos a establecer un recargo en el impuesto sobre la renta de las personas físicas, que tuvieran su residencia habitual en el término municipal, sin condicionamiento ni límite alguno; por otra parte, se les facultaba también a fijar libremente el tipo de gravamen de las contribuciones territoriales rústica y urbana. Los españoles sufrimos en nuestras carnes la voracidad recaudatoria de los ayuntamientos que esta ley autorizó e incluso, en cierto sentido, estimuló.
Pero como la concesión de esas facultades implicaba una flagrante violación del principio constitucional de legalidad tributaria, el Tribunal Constitucional, en sendas sentencias de 19 de diciembre de 1985 y de 17 de febrero de 1987, declaró la nulidad de los preceptos que otorgaban a los ayuntamientos tan desmedidos poderes tributarios. El argumento definitivo para llegar a esa conclusión es tan elemental como contundente: el principio de reserva de ley en materia tributaria, sancionado por el artículo 133.1 de la Constitución -según el cual sólo el Estado, mediante ley, tiene la potestad originaria para establecer los tributos-, alcanza a los elementos esenciales o configuradores de éstos, entre los que sin duda alguna se encuentra el tipo de gravamen a aplicar. Los ayuntamientos no pueden, por tanto, establecer recargos en el impuesto sobre la renta ni fijar por sí los tipos de gravamen de las contribuciones rústica y urbana, de donde se sigue que es nula, por inconstitucional, la ley de 1983, que les habilitaba para hacer una y otra cosa.
Con independencia de ello, la segunda de las sentencias plantea, en relación con las citadas contribuciones, la cuestión de si, dada la potestad tributaria de carácter derivado que el artículo 133.2 de la Constitución confiere a las corporaciones locales, "hubiera sido posible que la ley dispusiera... una determinación directa, pero diversificada, de tipos impositivos diversos, en atención a cuantías diversas del déficit municipal, a las necesidades financieras existentes, a los servicios que los ayuntamientos presten o al número de la población...". El problema, en tal caso, estriba en determinar si esa hipotética ley que permita a los ayuntamientos aplicar los tipos de gravamen de las contribuciones territoriales rústica y urbana que les plazcan, dentro de los límites y con arreglo a los criterios establecidos por la misma ley, es o no es contraria a otro principio constitucional: el principio de igualdad. A esta pregunta res ponde el Tribunal Constitucional afirmando que la diversificación de tipos "puede concebirse en abstracto como acomodada a las exigencias del principio de igualdad, siempre que posea un fundamento justificado y racional y arranque de situaciones que pue dan legítimamente considerarse como diversas".
Se veía venir que el Gobierno iba a aprovechar ese resquicio de salida que le brindaba la sentencia del Tribunal Constitucional, en un intento de remendar con un nuevo parche el destrozo cau sado por esa misma sentencia en el parche anterior. Y, efectivamente, así ha sido. Ni corto ni perezoso, el Gobierno se ha apresurado a preparar el proyecto de ley que se cita al principio de este comentario, en el que, tras deter minar que el tipo de gravamen general a aplicar en la contribución urbana es el 20%, autoriza a los ayuntamientos a aumentar ese tipo hasta el 46%, en función de los criterios de población (según una escala que va desde el límite máximo del 30%, para los municipios con menos de 5.000 habitantes de población de derecho, hasta el del 40%, para los que cuenten con más de 100.000, con tramos intermedios del 32%, 34% y 37%, para poblaciones de derecho hasta 20.000, 50.000 y 100.000 habitantes, respectivamente), de capitalidad de provincia o de comunidad autónoma, de prestación del servicio de transporte público colectivo de superficie y de prestación de más servicios que los obligatorios según la ley de Régimen Local (con posibilidad de incrementar los límites anteriores a razón de dos puntos por cada uno de estos tres últimos criterios).
Tesis discutible
Por lo que hace a la contribución rústica, en la que se establece el tipo general del 10%, valen los mismos criterios de aumento de los tipos de gravamen, con reducción a la mitad de los límites señalados para la contribución urbana, y se añade un nuevo criterio (que los terrenos de naturaleza rústica representen más del 80% de la superficie total del término municipal), lo que faculta a los ayuntamientos para aumentar el tipo de gravamen en cinco puntos porcentuales más, hasta llegar al límite máximo del 28%. El proyecto prevé su entrada en vigor a partir del período impositivo de 1988, por lo que para el ejercicio actual regirán en las contribuciones urbana y rústica los tipos generales de gravamen del 20% y del 10%. Vaya por delante, a la hora de valorar el alcance de este proyecto, que resulta harto discutible la tesis que sostiene el Tribunal Constitucional -y que el Gobierno a toda prisa ha hecho suya- según la cual es posible diversificar los tipos de gravamen de estas contribuciones en atención a criterios como la cuantía del déficit, las necesidades financieras, los servicios o la población del municipio de que se trate (criterio éste, dicho sea de paso, enunciado en último lugar por el Tribunal Constitucional, pero convertido en principal y casi exclusivo en el proyecto del Gobierno, a los fines de permitir a los ayuntamientos la elevación de los tipos generales). Y ello por cuanto, como ha recordado Sainz de Bujanda, las contribuciones rústica y urbana constituyen impuestos o "tributos contributivos" en el sentido del artículo 31.1 de la Constitución (su carácter municipal expresa poco más que su destino), por lo que el peso de la carga tributaria, a diferencia de lo que sucede con otros tributos locales como las tasas y las contribuciones especiales, no debe determinarse por criterios de beneficio o de interés o por las circunstancias concurrentes en el municipio respectivo, sino, en cumplimiento del precepto constitucional, por la real capacidad económica del sujeto pasivo contribuyente, puesta de manifiesto por el rendimiento obtenido o susceptible de obtener de sus bienes de naturaleza rústica y urbana.
Dejando al margen esta fundamental cuestión, lo cierto es que el proyecto que comentamos ni siquiera es respetuoso con las exigencias inherentes al principio de diversidad que, para la fijación de los tipos de gravamen de ambas contribuciones, autoriza la sentencia citada de 17 de febrero de 1987 del pleno del Tribunal Constitucional. En efecto: según esa sentencia, la diversidad de tipos no resulta contraria al principio de igualdad si arranca de situaciones realmente diversas y posee un fundamento justificado y racional. Con esta abreviada formulación, el Tribunal Constitucional se está remitiendo a su doctrina constante y reiterada sobre dicho principio, verdadero comodín de nuestro sistema constitucional, expresiva de que "la diferencia sólo está legitimada cuando las situaciones son diferentes, pero resulta indispensable úna justificación objetiva o razonable y una razonable relación de proporcionalidad entre los medios y la finalidad".
Pues bien, dando por válido -contra lo que antes se argumenta- que son diferentes, a efectos de las contribuciones rústica y urbana, las situaciones de los municipios con distinto censo de población, e incluso que es legítimo o "teleológicamente fundado" tomar en consideración ese factor diferencial -que se convierte de hecho, como hemos visto, en el decisivo a la hora de que los ayuntamientos fijen los tipos efectivos de gravamen-, ¿podrá alguien sostener que es razonable, racional o justificado, por no decir proporcional, que los tipos máximos posibles de imposición sean los mismos para una población de 100.000 habitantes que para otra de más de tres millones, siendo así que entre un municipio de menos de 5.000 habitantes y otro demás de 100.000 la diferencia máxima posible de los tipos es de 10 puntos procentuales, desde el 30% al 40%? La respuesta no parece difícil: esas posibles diferencias no sólo no son razonables, sino que, desde la perspectiva de la necesaria relación de proporcionalidad que justifica la parcial derogación del principio constitucional de igualdad, son arbitrarias.
Una última consideración: el principio de igualdad es también, de acuerdo con el artículo 31.1 de la Constitución, un principio inspirador denuestro sistema tributario, lo que reclama de éste -dice la misma sentencia de 17 de febrero de 1987- "una dosis inevitable de homogeneidad", de modo que "la unidad del sistema tributario en todo el territorio nacional (es una) indeclinable exigencia de la igualdad de los españoles". Así las cosas, la pregunta es obvia: ¿consiente esa unidad del sistema tributario la posible aplicación simultánea en distintas partes del territorio nacional, en un impuesto como la contribución urbana, de tipos de gravamen tan distintos y distantes como el 10% (en el caso de reducción del tipo general previsto en la disposición adicional primera del proyecto) y el 46%? Parece inevitable responder que no.
A todo esto, entre parche y parche, la financiación de las entidades locales -que constituía para el legislador de 1983 "una de las cuestiones más preocupantes en el panorama político español"- sigue sin encontrar, cuatro años más tarde, una solución definitiva. ¿Hasta cuándo?
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