Pensamientos sobre el 'Irangate'
Infectar la venta de armas de Reagan con Irán con la purulencia del watergate ha sido, probablemente, ir demasiado lejos. El escándalo del watergate no se pudo edulcorar hablando de buenas intenciones, mientras que los descubrimientos del informe de la comisión Tower reflejan más confusión emocional que vileza. También revelan, diciéndolo con toda claridad, un defecto en la Constitución de Estados Unidos que se ha mantenido desde que Montesquieu formuló la séparation des pouvoirs. Si en el modelo constitucional británico, que Montesquieu no comprendió bien, los poderes ejecutivo y legislativo del Gobierno están tan entrelazados que únicamente un acta de secretos oficiales puede proporcionar una cobertura para las intrigas del Ejecutivo, el sistema norteamericano permite que se desarrolle todo el maquiavelismo presidencial posible a las espaldas colectivas del Congreso. El presidente puede crear, sin tener que responder ante el Legislativo, hasta que éste lo descubra, ciertos mecanismos que emplea como ampliaciones de su función. Tales delegaciones de poder suelen desarrollar su autonomía y exigen de su creador sólo el imprimatur de una precipitada aprobación. Eso es lo que parece haber ocurrido con las actas del Consejo de Seguridad Nacional, que convertía en acción el grito salido de un corazón enteramente admirable, patriótico, humano y admisible, puesto que trasmitía la voz del pueblo.La anomalía constitucional, en lo que respecta a la política exterior de EE UU, se ha visto de modo más patente en los últimos tiempos en el puesto del ayudante del presidente para Asuntos de Seguridad Nacional. Cuando se promulgó el Acta de Seguridad Nacional de 1947, ese cargo no tenía ninguna existencia oficial. El que lo cubría comenzó a ser llamado consejero de Seguridad Nacional, lo cual, en opinión popular, se relacionó con el Consejo de Seguridad Nacional hasta un punto injustificado por la constitución de ese organismo. Porque no forma parte de él. El presidente Kennedy convirtió a McGeorge Bundy en un importante consejero personal, cuya función conllevaba frecuentemente un elemento de oposición al Consejo de Seguridad Nacional. Con Nixon el aspecto competitivo inherente al cargo se exageró hasta un punto que quien lo ocupaba, Henry Kissinger, entraba en conflicto con el secretario de Estado, cuyas funciones de negociación con los Gobiernos extranjeros fueron prácticamente usurpadas por una simple criatura del presidente. Este conflicto únicamente se resolvió cuando Kissinger asumió ambas funciones. Con Reagan se ha producido un retorno a la función binaria, con la consiguiente confusión en la formulación de una política exterior.
Se trata de que ninguno de los que han ocupado el cargo de consejero de Seguridad Nacional en la Administración Reagan ha conseguido la importancia o el hechizo público de Kissinger. Richard Allen estaba sometido al secretario de Estado en el terreno de la política exterior, como debe ser, y consideró su función como la de un coordinador político. Sus sucesores, William Clark, Robert McFarlane y John Poindexter, eran poco conocidos por la gente. En realidad, lo que ha habido es una disminución de las personalidades destacadas en el cargo y una correspondiente expansión de los comités anónimos. El Consejo de Seguridad Nacional ha sido apoyado por varios grupos interagencias, superiores e inferiores, que han florecido o se han marchitado de acuerdo con los cambios climáticos sobrevenidos en la Casa Blanca. No siempre se puede hablar de política presidericial al mencionar esa delegación múltiple y hacedeir colectivo de decisiones, y el papel presidencial mengua un tanto cuando se considera el asunto del tráfico de armas con Irán. Hay una cosa cierta y es la preocupación del presidente con respecto al detonante de todo el proceso -el secuestro de ciudadanos de EE UU por miembros del Hezballah, el grupo de shiíes integristas vinculado con el ayatola Jomeini. Para hablar claro, se vendieren armas a Irán para suavizar la dura actitud de Jomeini para con EE UU y para convencerle de que utilizara su autoridad para conseguir la liberación de los rehenes norteamericanos. El tráfico de armas se puede considerar como un pago del rescate-, una transacción vergonzosa pero ineludible en un terreno de lo político donde no puede prevalecer ni la ley ni el empleo de la fuerza.
Pero aún hubo otro factor, más relacionado con un posible futaro de la política exterior norteamericana que con cualquier consideración de simple humanidad y de protección de las vidas de los ciudadanos de EE UU. Se tuvo en cuenta que por la naturaleza de las cosas, el ayatola Jomeini no podía vivir mucho más y que se podía producir una situación caótica engendrada por una crisis de sucesión. No había la menor duda en la mente colectiva del Consejo de Seguridad Nacional que la Unión Soviética sacaría partido de una crisis semejante y entraría en un territorio de vital importancia estratégica. En otras palabras, había un doble motivo para la venta de armas, y como se sabe, los dobles motivos plantean complicadas cuestiones éticas. Estados Unidos se había prometido una estricta neutralidad en la guerra entre Irán e Irak y se negaron a enviar armamento a ninguno de los contrincantes. Continuó el embargo de armas vigente desde el destronamiento del sha. Una justificación del rescate bajo la forma de venta de armas no se podía plantear en ninguna reunión de los comités interagencias y, sin embargo, se produjo un vigoroso llamamiento al patriotismo y a la humanidad en el asunto de los rehenes. Semejante llamamiento estaba hecho a la medida del presidente, tanto por su temperamento como por la imagen pública de su cargo. Con una maniobra jesuítica se trasfirió el estado emocional de la nación al terreno de la política. Por arte de magia se convirtió a un enemigo nacional en un neutral amistoso.
Israel, al que los cínicos consideran el apéndice en Oriente Próximo de Estados Unidos, entró en escena en el momento adecuado. En el verano de 1985 fue secuestrado el vuelo 847 de la TWA, que iba de Atenas a Roma con 135 ciudadanos de EE UU a bordo. Uno de ellos fue ejecutado, lo cual exacerbó la angustia por los rehenes de Beirut. Había que hacer algo, e Israel señaló el camino.
Irak es antiguo enemigo de Israel y no vería mal consolar a Irán bajo la forma del envío de armas. Irán necesitaba desesperadamente misiles TOW y Haw, e Israel se mostró dispuesto a
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Viene de la página anteriorproporcionárselos. Pero las armas eran de origen norteamericano, y EE UU tenía que dar su aprobación al tráfico en el sentido de que debían mostrarse dispuestos a aprovisionar a Israel con el recambio de lo vendido. David Kimche, director general del Ministerio israelí de Asuntos Exteriores, se reunió con Robert McFarlane, consejero de Seguridad Nacional, y no sólo abrió el camino del consentimiento norteamericano, sino que indicó que determinados elementos en Irán tenían interés en "cambiar unas palabras" con EE UU. La venta israelí de armas norteamericanas a Irán, con su correspondiente sustitución, convirtió a Israel en una especie de comisionista. Hubo otros comisionistas, menos abstractos, turbios -Manucher Ghorabnifar, Adoph Schimer, Yaacov Nimrodi-, que dieron un lustre de ficción a lo Eric Ambler a lo que de otra manera hubiera parecido una transacción impersonal. Los israelíes consiguieron pingües beneficios con sus ventas a Irán; EE UU comenzó a conseguir parecidos beneficios. Esto quizá provocara cierta incomodidad, que, sin embargo, se mitigó al desviar los fondos a la contra nicaragüense.
El presidente Reagan tuvo el mérito de nombrar un consejo especial de supervisión para que encajaran los fragmentos de la historia y que no se limitara a dar su juicio, sino a formular recomendaciones acerca del futuro comportamiento del Consejo de Seguridad Nacional de EE UU. John Tower, Edmund Muskie y Brent Scowfroft redactaron un extenso documento en el que el presidente aparece más bien como un chapucero que como un villano. "El consejo ha descubierto un notable consenso en los miembros del CSN en cuanto a la prioridad que daba el presidente en el asunto iraní a la liberación de los rehenes. Pero establecer prioridades no es suficiente en lo reclacionado a iniciativas arriesgadas que atañen directamente a la seguridad nacional de EE UU. "La palabra arriesgado es probablemente significativa en el sentido que salirse con la suya es más importante que seguir una línea de conducta estrictamente moral. ¿Pero hasta qué punto no entra en juego la moralidad en la cuestión Irán-contra? ¿No parece como si las exigencias de la moralidad en el terreno de la política exterior contemporánea fueran protestas de hipócritas que se escuchan sobre todo en boca de periodistas, las últimas personas en el mundo que se la toman en serio?
La verdad es que el terrorismo internacional ha cambiado la faz de la moralidad pública, al igual que los secuestros en Italia han convertido a las familias de las víctimas en delincuentes sin quererlo. El secuestro judicial de los fondos de estas familias representa la moralidad pública, pero mientras la moraldiad pública no sea capaz de imponerse, las víctimas, tanto de los secuestros como del terrorismo, tienen que verse abocadas al delito de pagar el rescate. Que la nación del organismo de seguridad del presidente tiene que ser encubierta lo admite abiertamente, aunque con pesar, hasta el informe de la comisión Tower, pero debe someterse teóricamente a la inspección gubernamental por parte del Congreso. El tráfico de armas con Irán ha dado resultados -ha conseguido la liberación de algunas de las víctimas del terrorismo shií-, pero el sentimiento de que se trataba de un acto inmoral, con todos los aditamentos de una novela de espías, obligó a sus instigadores a buscar la justificación del interés nacional -la cuña de una presencia en el Irán pos-Jomeini- que dio un aspecto de virtud al pago del rescate. En cuanto al desvío de los beneficios de la venta de armas a la contra nicaragüense fue una conclusión irresistiblemente lógica de un proceso con una mezcla de auténtica vergüenza y desafío nacional: completaba el círculo y a la vez blanqueaba una discutible transacción.
El presidente Reagan sale malparado de su conferencia de prensa, que se presenta como un apéndice a la edición especial de bolsillo del informe que ha editado The New York Times. Sale malparado de las propias respuestas del senador Tower a las preguntas de los periodistas cuando apareció el informe: "Creo que el presidente fue malamente aconsejado y ayudado. Creo que no se dio cuenta de muchas de las cos as que pasaban y de la manera en que se estructuró la operación y quienes participaron en ella. Está muy claro que no entendió todo aquello". El senador Muskie fue más breve: "la política fue una mala política, y fue una política del presidente". La aversión que ha provocado Reagan no se ha debido a su villanía, sino a su incompetencia. Lo más cerca que estuvo de la inmoralidad fue cuando permitió que desde las oficinas del Consejo de Seguridad Nacional se dirigiera una red de ayuda privada a la contra, en aparente desobediencia a la prohibición por parte del Congreso. Pero su auténtico delito fue incumplir sus funciones ejecutivas, ignorar las acciones de sus criaturas e incurrir en las contradicciones que conllevaron sus esfuerzos por justificar esas acciones. Eso, en el arte de lo posible, puede ser más condenable que el maquiavelismo franco y directo. La moralidad en política es del éxito o del fracaso.
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