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Las viejas heridas del 'caso Barbie'

Muy lejos, sí, aunque Dover sólo se encuentre a unos pocos kilómetros de Calais. Pero el estrecho canal fue un elemento disuasivo suficiente para una proyectada invasión de los ejércitos de Hitler, y los únicos nazis que pisaron suelo británico fueron Hess y los prisioneros de la Luftwaffe (fuerza aérea nazi). Los nazis tiraron bombas, pero no establecieron un Gobierno tiránico. Mi propia ciudad, Manchester, que es considerada como una especie de réplica británica de Lyón, sufrió, pero no como ésta. No había niños para ser deportados o exterminados en una colonia como la de lzieu, ni 650 ciudadanos cuyo destino sería los campos de concentración alemanes. En otras palabras, no tuvimos ningún Klaus Barbie. Tampoco ahora se nos puede imputar la fama de colaborar con una diabólica fuerza de ocupación. Yo, como súbdito de su majestad británica, debo considerar a Barbie y sus mirmidones como execrables pero lejanos.Por otro lado, comparto algo con Barbie que pocos de sus acusadores franceses pueden alegar con tristeza. Pertenezco a la misma generación. Él tiene 73 años, y yo, 70 recién cumplidos, y ambos éramos jóvenes, de tersa piel, cuando yo luchaba contra los nazis y él demostraba, en beneficio de los existencialistas franceses, que el mal era real, y no una propuesta meramente filosófica. Hace unos años, en una bierstube (cervecería) berlinesa llamada Der Moby Dick, se me negó una copa por pertenecer "a la generación que inició la guerra". Era algo absurdo: la inició la generación anterior a la mía, pero la juventud tiene mayor capacidad para atribuir culpas a un grupo indefinido que llama viejos, y no a los verdaderos ultrajadores de la historia. Y como la historia es siempre historia nacional y la juventud ha renunciado a su nación en favor de un culto supranacional de la música de rock y las drogas, los jóvenes alemanes y franceses pueden eludir los grandes interrogantes: ¿por qué se inició el nazismo? ¿Y por qué adquirió su cruel conformación?

Sin embargo, el argumento de que la generación de Klaus Barbie fue la responsable, estuviera del lado que estuviera durante la II Guerra Mundial, de una pesadilla que la juventud contempla incrédula en la televisión no está exento de razón. Inmediatamente después de la guerra, tanto el Reino Unido como Estados Unidos toleraron la matanza, por parte de Stalin, de las llamadas víctimas de Yalta, y considero en gran medida responsabilidad de mi generación el no haberle pedido cuentas ni a Churchill ni a Truman. Franceses de mi generación colaboraron con los nazis, y la policía francesa asistió, sin poder resistir, a la deportación de los enemigos del país ocupado. Toda una generación de franceses, los semblables et frères (semejantes y hermanos) de los británicos, se están enjuiciando junto al carnicero de Lyón.

Toda la moralidad de la guerra cambió cuando Alemania invadió Rusia en 1941. Ambos eran Estados totalitarios y sometidos a una tiranía interna: el mal combatía al mal. Cuando Churchill anunció que de buena gana se aliaría con el diablo para librar de Hitler al mundo estaba haciendo, manifiestamente, una declaración retórica, aunque sus implicaciones teológicas parecieron peligrosas. Cristo dijo que no se puede utilizar a Belcebú para exorcizar a Belcebú, pero la historia ha demostrado que esto también es posible. Casi de la noche a la mañana, Belcebú cambió su aspecto de Alemania nazi por el de Rusia soviética. Comenzó la era de las superpotencias, y una especie de situación maniquea, en la cual ninguno de los dos bandos intenta conquistar al otro, se ha mantenido hasta hoy. Las fuerzas norteamericanas de ocupación en Europa se volvieron neuróticas con los rusos, y el antiguo enemigo se vio implicado en un nuevo tipo de guerra llamado espionaje. Con Barbie también se enjuicia a Norteamérica. Los norteamericanos de mi generación lo utilizaron y, eventualmente, facilitaron su viaje a una Bolivia segura. Entonces, Barbie se convirtió no sólo en un hombre culpable de sus propios crímenes, sino también en la personificación de la culpa de todo un período de la historia.

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Como el bien y el mal estaban intrincadamente unidos durante la II Guerra Mundial, con el supervillano Stalin amado por sus aliados como un tipo afable, fumador de pipas, del mismo modo, en el personaje de Barbie, se juntaban la civilización y la barbarie -una fusión que los norteamericanos no comprendieron muy bien en la Europa de posguerra, ya que pertenecen a una raza inocente alimentada por la industria del cine, que mantiene el bien y el mal en los lados opuestos de la pantalla-. El trato dado a Lise Lesévre en las cárceles de Lyón, donde fue alternativamente torturada y mimada hasta que se le quebró la espina dorsal, convirtiéndola entonces en heroína ejemplar de la Resistencia, explica cómo Barbie, que supervisaba la agonía y decía palabras de cariñosa admiración, era capaz de mostrarle a los norteamericanos su cara de buen alemán. En virtud de su condición de oficial de las SS que había eludido el arresto, Barbie fue considerado como un valioso bien para el United States Counter Intelligence Corps (CIC). Había algo que podía decirse de manera inequívoca de los alemanes: eran anticomunistas. Barbie fue presentado como "un hombre honesto, tanto intelectual como personalmente, sin nunca aparentar nerviosismo ni miedo". Aun cuando Barbie fue arrestado en 1947 como supuesto criminal de guerra, se consideró que sabía demasiado sobre las operaciones del CIC como para internarlo en un lugar seguro. Cuando, en 1950, los franceses solicitaron la entrega de Barbie, el espionaje norteamericano puso objeciones. Los servicios de espionaje franceses estaban supuestamente infiltrados de comunistas, y se pensó que las revelaciones de Barbie sobre las actividades del CIC llegarían rápidamente a Moscú. Y así, el carnicero de Lyón aprovechó su nueva identidad de Belcebú, y, con una ilegalidad acorde con su propia vileza, un tal Klaus Altmann fue llevado de Augsburgo a Génova y se le proveyó, al igual que a su mujer, hija e hijo, con visas de inmigrantes y documentos para viajar de la Cruz Roja Internacional. Navegó entonces a Buenos Aires y después llegó en trena La Paz (Bolivia). Durante 32 años, Francia intentó traerlo, pero fue recientemente, en 1983, cuando el Gobierno de EE UU se lamentó formalmente por haber organizado su fuga, y después de muchos años, la primera Administración civil boliviana accedió a su extradición, completando así su larga anábasis, y le hizo oler el fantasma de la sangre que había derramado en Lyón.

El juicio siguió los esquemas de la justicia occidental, donde se presume la inocencia del acusado hasta que se demuestre su culpabilidad. Jacques Vergés, asesor de Barbie para la defensa, es propalestino y antisionista, ha defendido al terrorista libanés George Ibrahim Abdalá en su juicio por complicidad en asesinato, por lo cual puede decirse que tiene las semillas para simpatizar con su cliente. Se mantuvo la legalidad a pesar de la atmósfera que reinaba en Lyón el lunes 11 de mayo, donde parecía predominar la histeria sobre el sereno procedimiento de la ley. Se han intentado trucos legales -el alegato de que Barbie, ya condenado in absentia (en ausencia), no podía ser juzgado otra vez; considerar ilegal la extradición forzada de un ciudadano boliviano- El juicio y el veredicto en su conjunto se han contemplado bajo la luz de una época en la que el saqueo nazi de Francia ya está démodé como tema para filmes o series de televisión donde el mundo, comparativamente inocente, que vio los juicios de Nuremberg ha sido reemplazado por otro donde el terrorismo nazi se ha convertido en una técnica al alcance de todas las naciones y en el que los horrores del estalinismo hacen del genocidio nazi un mero grand guignol. Como dice el Macbeth de Shakespeare, hemos cenado saciados de horrores, y Barbie debe parecerle a algunos -ciertamente no a los lyoneses sólo un superviviente senil de una aberración temporal mejor olvidada en la historia de un pueblo que ha dado a Goethe y a Beethoven. Este juicio debió llevarse a cabo hace mucho tiempo, cuando todavía podía olerse el vaho de la infamia nazi. Los norteamericanos saben que aún deben responder a muchas cosas.

Es preciso señalar que Barbie no ha mostrado ningún signo de arrepentimiento. Habrá regocijo entre los ángeles de Dios por un pecador haciendo penitencia, pero la renuencia o inhabilidad para arrepentirse se debe a su aparente convicción de que el régimen nazi era justo y el único baluarte en Europa contra el sovietismo. Esto no mitiga sus crímenes, pero algunos podrían decir que lo sitúa en una posición diferente a la de RaskoInikov. La idealización hegeliana del Estado está detrás de la pueril filosoria de los nazis, y el logro del bien, aún divinidad, en el Estado justificaba el asesinato de toda una raza; la aparición del mal sólo era un fenómeno kantiano; el ding and sich (el propio hecho) yacía a mayor profundidad que la destrucción de los niños judíos lyoneses. Cuando Barbie fue expulsado del Club Alemán de la Paz, en 1966, por gritar Heil Hitler! mantenía la coherencia hegeliana. El peligro de la actitud pública hacia su juicio podría encontrarse en el hecho de identificar a un hombre, virtualmente el último sobreviviente, con todo un régimen cuyo horror ha. tenido tiempo de romantízarse. Algunos dirán que él ha sido condenado como símbolo. Una visión más sensible lo vería como un asesino común.

Hay otras preguntas relativas a su juicio, ciertamente molestas. ¿Es este hombre directamente responsable de actos individuales de crueldad más reprobable que el lejano funcionario que simplemente los ordena, tal como lo hizo Eichman? ¿Es posible cuantificar el mal haciendo que las múltiples asfixias en la cámara de gas sean más infames que ahogar a un rabino en su propia sangre y vómitos? Y, en términos prácticos, ¿pueden las limitaciones de la ley francesa, con una sentencia a cadena perpetua para alguien que ya ha vivido su vida, tener la esperanza de compensar la infamia que se está reexaminando? Observo a un anciano de apariencia inofensiva, sólo unos pocos años mayor que yo, y veo en sus cabellos grises y en sus arrugas mucho de mí mismo. Pero me distingo de él por llevar una carga de culpa, la que todos los de mi generación somos responsables de la construcción del siglo XX. Él, como una piedra de probidad fimófica, contempla las olas de la culpa batir a su alrededor. Duante el juicio de Klaus Barbie se ha asistido al resurgimiento de crímenes cometidos por otros ya arrepentidos, brutalmente abiertos como viejas heridas, los sufrimientos de otros serán mayores que los suyos.

Traducción de C. Scavino.

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