Delirios veraniegos
Los que le conocen hablan de él con cariño. En el fondo es una buena persona, me ha comentado más de uno que se honra con su amistad. No se lea ni a través ni entre líneas esta caracterización; no conozco mejor elogio. Sin haber tenido ocasión de tratarle personalmente, tengo que confesar que en mí levanta no poca ternura: tan modosito, con ese aire de niño obediente empeñado en sacar buenas notas.Nada produce mayor fatiga que comprobar una distancia creciente entre intenciones y resultados. El desajuste puede deberse tanto a la dimensión sobrehumana de la tarea como a los límites personales de cada uno. Lo normal es que converjan ambos faciores, pues sólo somos plenamente humanos cuando topamos el linde último de nuestras, fuerzas y caemos extenuados. De ahí que el destino del hombre sea fracasar porque pretendió lo que no puede o, peor aún, porque ni siquiera se atrevió a pretenderlo. El único orgullo es que "si no hizo grandes cosas, murió por acometellas".
Si, con buen criterio, medimos el cansancio por la distancia entre: intenciones y resultados, efectivamente el ministro del Interior ha cruzado hace tiempo el umbral del agotamiento. Nada desazona tanto como comprobar día a día el abismo creciente entre lo que se quiere y lo que se logra. Tres tareas tenía encomendadas, que menciono en orden de prioridad: elevar la profesionalidad de los cuerpos policiales, una vez reconducidos al espíritu y a las formas de comportamiento de un Estado democrático; proveer las mediclas necesarias para aumentar la seguridad ciudadana, en rápido deterioro, y acorralar de tal forma a las organizaciones terroristas que perdiesen la capacidad de iniciativa.
En estas tres misiones, pese a los esfuerzos desplegados y a algunos éxitos en la lucha antiterrorista, debidos sobre todo a una mejor colaboración con Francia, el fracaso ha sido estrepitoso. El más llamativo, en la primera tarea, de la que depende el éxito en las restantes. Tiene que resultar agotador vivir día a día la falta de pericia de unos cuerpos instalados en el pasado, sobre los que los medios de comunicación denuncian casi a diario un desaguisado: tribunales de justicia franceses han vinculado a los GAL a círculos parapoliciales; no somos capaces de librarnos de la impresión de que se sigue torturando, lo que hiere nuestra dignidad de seres humanos y de ciudadanos españoles; lo único que nos reconforta es el coraje civil de algunos jueces, dispuestos a perseguir el delito allí donde se encuentre, y con mayor saña, como parece justo y conveniente, si se diere en el aparato policial; el tufillo de la corrupción brota por doquier: en mi pueblo han sido detenidos y condenados por contrabando los ocho números de la Guardia Civil; no pasa un mes sin que un desequilibrado de algunas de las muchas policías no haga abuso de su arma reglamentaria para matar a la esposa. Se comprende que el ministro se sienta hastiado y hasta desfallecido.
En los últimos meses hemos asistido los españoles, con una indiferencia que me sobrecoge, al tristísimo espectáculo de contemplar a un hombre exhausto que, con la mejor voluntad, sigue empeñado en cumplir una labor que le sobrepasa con creces. Cinco años al frente del Ministerio del Interior son suficientes para desquiciar al mejor dotado, pero cuando se ha man tenido el tipo sin enterarse de qué va el asunto, se han encaja do los goles que hayan querido meterle y se han cosechado tan tos contratiempos y batacazos, el relevo se imponía como obra elemental de justicia.
Es probable que unos resultados discretos en las últimas elecciones hubieran facilitado la labor de librarle de tantos sufrimientos, otorgándole al fin el merecido descanso. El tradicional principio de autoridad, que desde tiempos inmemoríales rige en nuestro país, se interpuso en el camino. Basta que pueda contabilizarse en votos un descontento, que a su vez se concreta en la petición de algunos ceses, para que los que ocupan estas carteras puedan sentirse especialmente seguros. No faltaría más que la gente tuviera. también algo que decir en cuestiones de gobierno. El señor Barrionuevo, al límite de sus fuerzas, recibe el halago de resultar insustituible, haga lo que haga y diga lo que diga. Extenuado por completo y tensado aún más por emociones tan dispares, el ministro del Interior ha empezado a desvariar.
Creía que las locuras estivales de los dirigentes socialistas no volverían a cogerme por sorpresa. Después de las experiencias pasadas, me sentía preparado para cualquier eventualidad; por lo menos había aprendido que, si al estrés de la vida política se añaden los calores madrileños, el resultado puede ser imprevisible. Pese a estar avisado, no di crédito a mis ojos al leer el resumen de unas declaraciones del ministro del Interior en las que, al parecer, propugna campañas de rnovilización social, alentadas, si no dirigidas, desde su ministerio; propone una censura concertada con los medios de comunicación sobre los temas que atañen al terrorismo y, en particular, a las formas policiales de atacarlo; descalifica la independencia judicial, criticando severamente a los jueces que disgustan a la
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Delirios veraniegos
Viene de la página anteriorpolicía; reintroduce la dialéctica amigo-enemigo, eje principal del concepto de lo político en Carl Schimitt, dialéctica que necesariamente desemboca en la tristemente célebre de las pistolas. Cada proposición por sí implica una dirección precisa; el conjunto no deja opción para malentendidos. En el editorial dedicado al señor Barrionuevo encontré escrito lo que no me atrevía a formular con mis propias palabras: "Nunca se ha visto una mejor definición de la ideología fascista".
Uno de los periódicos más influyentes y con mayor prestigio -no un pasquín cualquiera de una organización de ultraizquierda- ha calificado de "fascista" la ideología de un ministro socialista. En cualquier país de nuestro entorno, un acontecimiento de este calibre hubiera tenido graves consecuencias. Desde la lejanía, temeroso, trato de palpar las reacciones de la sociedad española, de la clase política, de los afiliados socialistas. A tanta distancia no se percibe más que el desdén por la cosa pública que nos caracteriza, aumentado por los calores y los ocios del verano. La indignación de los de siempre, el puñado de antifranquistas, por el contenido de las declaraciones, y los burócratas, sumisos por la utilización gue de ellas ha hecho EL PAÍS; todo lo más, un débil murmullo de los que disienten tanto de lo dicho por el ministro como de la interpretación torcida que le habría dado el periódico, que se estaría pasando un pelín en su persecución de Barrionuevo.
La cuestión no es si conviene el calificativo de fascista a las propuestas hechas -lamentablemente las cosas están bastante claras-, sino cómo se explica que hayamos podido llegar a estos extremos. Porque no basta recalcar lo obvio: el ministro, extenuado y sin control de la situación, al dar rienda suelta a sus pretensiones, pide a gritos el relevo. "O cuento con todos los apoyos, o me mandan a casa; insufrible seguir aguantando golpes sin apenas cobertura".
Abruma el grito de angustia que clama en el vacío, pero lo que verdaderamente estremece es el contenido de lo que eI ministro considera óptimo para dar la batalla al terrorismo. Como ha sido incapaz de cumplir con su primera y más importante tarea, adaptar los cuerpos policiales al espíritu y formas del Estado democrático, no le queda otro camino que rernemorar las concepciones del pasado, todavía presentes en sus, subordinados. En su desvano, no se sabe ya si el ministro ha hecho un último esfuerzo para ganarse la simpatía y el respeto de unos cuerpos policiales que todavía no han asumido la transición y mucho menos un Gobierno socialista, o si, después de largos años de ponerse a tono con la gente de la casa, acaba por hablar el mismo lenguaje sin darse cuenta de ello.
Sea cual fuere el caso, no ha debido encontrar en los ambientes gubernamentales y del partido en los que se mueve los antídotos suficientes para evitar tamaña locura que aqueja, al parecer, a no pocos socialistas que están en la primera línea de fuego de la lucha antiterrorista. Un Estado como el que se atreven a diseñar cargaría de razón a los que lo combatiesen. La mayor victoria de ETA en estos últimos años es que haya conseguido que viejos luchadores demócratas empiecen a delirar de esta manera.
Para terminar, una observación personal. El señor Barrionuevo ha declarado que "mi cabeza la piden los de siempre, grupos dogmáticos, heroicos luchadores, chadores antifranquistas, ahora que Franco ha muerto hace una docena de años". Más grave aún y después de que muriera en la cama como jefe del Estado. El señor Barrionuevo ha puesto el dedo en la llaga: el puñado de antifranquistas -nunca fuimos muchos- que seguimos empeñados en la lucha por los viejos ideales democráticos -nos hemos quedado en menos- hemos encajado en la vida muchas derrotas; la que más nos humilla: que no hubiéramos logrado acabar con la dictadura. Tiene razón el señor ministro, los antifranquistas no podemos sentirnos muy orgullosos de nuestro pasado, que cada cual a su manera pretende arrastrar con cierta compostura.Pero que nos lo recuerde, cómodamente instalado en el franquismo, un ministro que se dice socialista es un golpe al que por lo menos yo no estaba preparado, aun contando con los calores del verano.
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