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El efecto Estrasburgo:Arcimboldo y Morin

En la última etapa del franquismo, en la animada pretransición, los que formábamos parte de la Junta Democrática -liberales y carlistas, independientes y progresistas, socialistas del PSP y comunistas- acudimos a Estrasburgo a plantear el caso español: la incongruencia, en Europa, de una anacrónica dictadura. La Europa de Estrasburgo simbolizaba futuro y libertad, apoyo y legitimación, reconciliación y ruptura. Representaba también una gran comunidad económica con un proyecto político unificador que, con dificultades pero irreversiblemente, iba cristalizándose. Paralelamente, en la opinión pública española este proyecto se iba, de forma gradual, percibiendo.Para nosotros, por aquellos años, sin libertades públicas y sin instituciones democráticas, los aspectos políticos e ideológicos eran, obviamente, prioritarios: homogeneizarnos con Europa significaba salir de la dictadura. Los europeos (con excepción de los portugueses, que estrenaban democracia) olvidaron por un momento, sólo por un momento, sus rencillas económico-domésticas y oyeron, con asentimiento o con mala conciencia, unos discursos que, en gran medida, les recordaban sus años cuarenta posbélicos y los posteriores años complacientes. Entre la ideología de la ruptura española, europeísta y demócrata, y la nostalgia de la vieja resistencia europea transcurrió esta aventura, no la única, de unos sectores de la oposición antifranquista.

Hoy, 13 años más tarde, conseguida ya la democracia, transformada la ruptura en reforma pactada, algunos supervivientes volvemos a Estrasburgo: unos, de opositores ilegales de antes a diputados itinerantes; otros, de entusiastas o escépticos franquistas, de antaño, a demócratas reconvertidos. La libertad y la paz -valores europeos exigían la reconciliación: las transiciones pacíficas son siempre transacciones inteligentes, y es bueno que esto sea así.

Reflexionar sobre Europa, desde nuestra actualidad, es algo distinto a aquellos años. Europa deja de ser una meta casi utópica, un instrumento político para ayudar a la ruptura, y aparece ya como un mundo complejo, institucional y operativo, que desde un ambicioso proyecto comunitario cubre amplios y diversos aspectos económicos y sociales, políticos, jurídicos y culturales. Pensar sobre Europa no es sólo integrarse en la actual complejidad de lo real y de lo concreto, sino también reflexionar y revisar permanentemente nuestra identidad. Por azar, el azar que se llama Pepín Vidal, en Estrasburgo, y en Venecia, que se llama Pontus Hulten, mi primera visita parlamentaria y democrática coincide con la presentación M último libro de Edgar Morin (Penser I'Europe), comentado agudamente por July y Juan Luis Cebrián, y, poco antes, con la exposición veneciana sobre Giuseppe Arcimboldo, en el Palacio Grassi.

La unión de Morin con Arcimboldo es algo más que un artificio de coincidencia ocasional. Arcimboldo, un humanista renacentista, y Morin, un humanista posmoderno, con 400 años de diferencia, se inscriben en una gran constante europea:

la búsqueda, desde la crítica o la denuncia, la imaginación o la ironía, de una nueva identidad que dé sentido, explicación o futuro a un humanismo radical. Reactualizar a Arcimboldo como hombre de transición, que une complejidad innovadora y spinozismo secularizador, lenguaje simbólico y diverti mento alegórico, trasciende, sin duda, una simple conmemoración festiva. Las guerras de religión, los desajustes sociales y económicos, las nuevas invenciones y descubrimientos, el desasosiego personal, que definían, entre otras cosas, la época de Arcimboldo, llevan a una búsqueda de lo humano desde la diversidad, es decir, al encuentro con la naturaleza. Dio era la natura. El nuevo hombre europeo se configura ya desde la secularización creadora: incluso los mitos -y Europa es mito y utopía- adquieren funcionalidad para alcanzar esta nueva identidad humanista desacralizada. Europa, en la que se sitúa Morin, en su etapa inicial antieuropeísta y en la actual europeísta, es, también, como la de Arcimboldo, una Europa de transición. No hay, es cierto, guerras de religión, pero sí guerras ideológicas planetarias, que reviven el fundamentalismo; no hay, también es cierto-espacios terráqueos que descubrir, pero sí expediciones espaciales de ciencia-ficción y, sobre todo, golosos mercados a conquistar. Las nuevas tecnologías continúan, en saltos cualitativos, las iniciales invenciones renacentistas; las diferencias y desajustes sociales y económicos definen, en fin, el mundo europeo, y, en el peyorativamente llamado Tercer Mundo, creado por Europa, reina un bien estudiado y rentable caos económico.

¿Desde dónde Morin busca la nueva identidad europea? Ante todo, Morin es un converso, y, como todo converso, es un entusiasta. Pero mientras que los antiguos conversos simulaban y los modernos acudían a la exageración de la transcendencia o a la irracionalidad, o también a la privaticidad gratificante de la estética evasiva, Morin reconvierte su pasado marxista ortodoxo en un humanismo comunitario y beligerante. No hay, afortunadamente, en Morin, ni análisis ' espectrales (Keyserling), ni castrofismos bélicos (Spengler), ni miedos, sociales (Ortega). Morin pretende incitar, incluso asentarnos en el desasosiego, pero desde un humanismo libre y creador. Para nosotros, españoles, sus reflexiones tienen un valor añadido: olvidar la secular querella de tradición y modernidad, el enfrentamiento España-Europa, y adentramos en un nuevo proyecto en el que, aunque con retraso, debamos participar activamente: pensar como europeos y no como exóticos marginales. Y este proyecto, complejo y difícil, que trasciende la nación, remite a una consideración permanente: a nuestra identidad europea. Reformular esta nueva identidad es entrar, así, en un nuevo renacimiento; construir una nueva conciencia europea es llevar a efecto una unitas multiplex, una unidad meta-nacional. Para Morin, federación europea y comunidad de destino múltiple, heterogénea y diversa, son coincidentes. En otros términos, refundar Europa: la lucha final se transforma en lucha inicial. ¿Cómo articular este humanismo europeo, casi libertario, sin caer en un nacionalismo chovinista, en un eurocentrismo hegemónico o en un conservadurismo insolidario? Morin, un poco forzadamente, acude a un clásico de la utopía marxista revisionista, a Bauer, y a un clásico contemporáneo de la ciencia-ficción, Asimov. La identidad se convierte en poli-identidad, el proyecto en fundación. Tierno, otro mágico anticipador, diría que la razón dialéctica y la razón mecánica dan paso a la razón utópica.

Arcimboldo, con sus hombres-estaciones, con rostros de frutas y agrios- y Morin, con su hombre polivalente y relativamente libre, nos dan, desde una honestidad lúdica, lan buen ejemplo de cómo ir buscando la nueva identidad europea. Decía Bloch, metafóricamente, que "el verdadero Génesis no es al principio, sino al final. Dios no existe pero existirá": el efecto Estrasburgo, la unidad europea, debe descansar así en el principio esperanza.

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