El café
Diez años justos, del 60 al 70, tomando café todas las tardes con Gerardo Diego, en el Gijón. En provincias me habían deslumbrado sus greguerías en verso (uno es muy provinciano, para admirar necesita deslumbrarse): "La novia de manos ojivales da de comer a las estrellas". Y ahora estábamos solos, frente a frente, de compañeros, de amigos, a las solitarias tres de la tarde (solíamos llegar los primeros), ante nuestro velador/lápida del café. No es verdad que Gerardo fuera hermético. Sólo era hermético para lo que no le importaba. Pero yo sabía lo que le importaba. No había más que hablarle de Lope. Todo lo que sé de Lope de Vega (del intralope, se entiende), lo aprendí de él. Lo cual que una vez me encargaron de poner en castellano actual un libro de versos de Lope que iba a prologar, comentar, presentar, etcétera, Gerardo. Hice el trabajo, por mil pesetas de entonces, en mi covacha de Ventas, en una underwood desdentada que no era mía. Cuando llevé el original a Gerardo, al café, me dijo de perfil y hablando en tercera persona, como si no se tratase de mí: "La persona que ha hecho esto sabe mucho de Lope, sabe mucho de poesía, sabe mucho de castellano". Así hacía los elogios Gerardo, por timidez: de perfil y en tercera persona. Gerardo cabe en "Los Madriles" porque tenía una manera muy madrileña de ladearse el sombrero, cuando se lo ponía, y que era como el desplante de su austeridad. Yo siempre le llamé Gerardo y de usted. Él siempre me llamó de tú. Un día hablaba Gerardo de la superioridad de la poesía sobre el periodismo (obvia). Y yo, nada más que periodista, y osado, le dije: "Vale más un artículo de Larra que toda la poesía del XIX, salvado Bécquer". Se quedó en silencio, quizá porque no valía la pena discutir conmigo. Muchos se han preguntado por qué iba a la tertulia, siendo tan poco contertulio. A mí me lo dijo una vez: "Después de comer no se puede hacer nada; son un par de horas perdidas". Y las perdía en el café. Cogía el Metro en Alonso Martínez, lo dejaba en Colón y se daba un paseo casi torero hasta el café. Otra vez me confesó: "Yo sé que dentro del 27 estoy postergado, de mí nadie se ocupa". Le había postergado la política, claro, que rige siempre a los levantiscos intelectuales. Dejaba al camarero 50 céntimos de propina, que son cinco duros de hoy.
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