Esperando a Oliver North
El teniente coronel que tiene las claves del 'Irangate' testifica esta semana ante el Congreso de EE UU
La respuesta a este interrogante comenzará a desvelarse el martes 7 de julio, San Fermín, cuando esta mezcla de Rambo y de vaquero, vestido de uniforme verde oliva y con el pecho aplastado por siete filas de medallas, inicie, ante los focos de la televisión, el testimonio más esperado desde el Watergate.Reagan, a quien la fidelidad de este oficial amante de la acción en ejecutar su doctrina de contención del comunismo puede costarle su puesto en la historia, estará sin duda el martes, a las nueve de la mañana, delante del televisor en una sala pegada al Despacho Oval. Hasta ahora, el presidente, que asegura que el Irangate no interesa fuera de las fronteras de Washington, en lo que él llama "la verdadera América", se ha jactado de no seguir las audiencias del Congreso.
Le bastaba con una cuartilla resumen que le pasaban todas las tardes sus asesores. Pero éste es sólo el guión oficial de sus asesores de imagen. Aunque los médicos le acaban de confirmar que dos nuevos pólipos extraídos de su colon no son cancerosos, su salud política está bajo mínimos. Irónicamente, su salvación puede depender de Mijail Gorbachov y de la firma de un tratado para dejar a Europa limpia de misiles nucleares.
Por culpa del Irangate Reagan ha sufrido, semana a semana, una constante hemorragia de credibilidad y autoridad políticas. Los sondeos, el talismán con el que esta Administración está acostumbrada a gobernar, revelan que más de la mitad de los norteamericanos cree que su presidente miente y sabía más de lo que dice de la venta secreta de armas a Irán y del desvío de fondos a la contra nicaragüense.
Reagan ha envejecido visiblemente, está menos alerta y aparece más distraído que nunca. Le ha abandonado su antigua magia comunicadora, y su última conferencia de prensa y su último discurso televisado han sido un desastre. Sus allegados admiten que no se ha recuperado bien de la operación de próstata sufrida en enero. En la cumbre de Venecia sorprendió a los aliados por su incapacidad para hablar sin la ayuda de unas fichas.
La Casa Blanca sabe que ahora se avecina el momento más delicado de esta historia en la que a la declaración de North seguirá la del otro peso pesado del drama: el ex consejero de Seguridad Nacional, también militar, almirante John Poindexter.
Silencio
Oliver North, Ollie para sus amigos, ha mantenido un espeso silencio en los últimos meses, desde que en los primeros días de diciembre pasado, dejando a un lado todo el honor militar que afirma guiar su conducta, se amparó en la quinta enmienda de la Constitución para negarse a declarar. Minutos antes, con sus ojos azules humedecidos y la voz cascada, en una escena que días después le supuso varias llama das de Hollywood para llevar su increíble historia al cine, North afirmó que "no creo que haya nadie que esté más interesado que yo en este país en contar la, verdad de lo ocurrido".
Pero desde entonces North ha huido de la escena poniéndose en manos de sus abogados -a los que ya debe más de un cuarto de millón de dólares, deuda que será sufragada por un fondo que reúnen sus admiradores-, consciente de que puede acabar procesado y en la cárcel pagando los platos rotos de esta historia.
.¡Qué buena película podría hacerse con este asunto!", le dijo Ronald Reagan a North en la última y única llamada telefónica que le ha hecho desde que reventó el escándalo. Justo 24 horas después de destituirle. North la recibió de pie, en posición de firmes, en un hotel de los suburbios de Washington. Como un buen marine, Ollie se limitó a responder: "Siento haberle fallado, señor presidente". También le llamó para expresarle su solidaridad el vicepresidente Bush.
Queda muy atrás la época en que North, desde su modesto despacho 392 del tercer piso del Edificio Ejecutivo, un plomizo escorial contiguo a la Casa Blanca, como director de Asuntos Político-militares del Consejo de Seguridad Nacional, hacía y deshacía pasando por encima de las agencias de la Administración. Era conocido como el "mariscal de campo North" y "el teniente coronel más poderoso del mundo". Muchos en la burocracia de Washington, algunos con rango bastante superior, le odiaban pero a la vez le temían. "Fuera lo que fuera, hiciera lo que hiciera, era el hombre del presidente", ha dicho Noel Koch, ex secretario adjunto de Defensa.
Retrato
North, un hombre hogareño casado felizmente y con cuatro hijos, un poco rústico, que bebe bourbon a palo seco y cerveza, y vive en una granja de una hectárea, sin calefacción central, al otro lado del río Potomac, en Virginia, ha hecho todo lo legalmente posible para no sentarse el 7 de julio ante los inquisidores del Congreso. Su hábil abogado sólo ha accedido a una hora de testimonio previo, a puerta cerrada, el pasado miércoles, y con la condición de que su cliente sólo responda a una pregunta única: "¿Qué sabía y cuándo lo supo el presidente?".
Y, previamente, North ha obtenido una inmunidad limitada, que también amparará su declaración del martes, que puede prolongarse toda la semana. Esto significa que no podrá ser procesado por lo que declare ante los comités parlamentarios. Esto ha provocado las protestas de algunos sectores del Congreso, que denuncian este tratamiento favorable y se quejan de que se ha pagado un precio excesivo por la declaración de North, que ha dictado sus condiciones. De no ser así se hubiera negado a declarar y podría haber sido procesado por desacato al Congreso, pero este camino hubiera retrasado meses la investigación y su testimonio.
Pero más peligrosa para North que la investigación del Congreso, que en el fondo sólo determinará las responsabilidades políticas, es la actuación paralela del fiscal especial, el juez Lawrence Walsh. Este prestigioso jurista busca el procesamiento de North y otros altos cargos bajo la acusación genérica de conspiración y, probablemente, la más concreta de obstrucción a la justicia. North está contestando judicialmente la constitucionalidad del nombramiento de Walsh.
Pero este héroe de Vietnam -mandó una sección de infantería que operaba en ocasiones tras las líneas del Vietcong, logró la medalla Silver Star al valor y fue herido, lo que le produce aún hoy una leve cojera- corre también un tercer peligro. Enfrentarse a un consejo de guerra, que podría decidir el secretario de Defensa, Caspar Weinberger. Ya la hija del presidente, Maureen Reagan, conocida por su lengua suelta, recomendó a su padre la salida del consejo de guerra, en base a la presunta traición de North a su comandante en jefe.
Nacido en San Antonio (Tejas), hijo de un militar y el mayor de cuatro hermanos, Oliver Lawrence North era tan piadoso que hasta los 15 años hacía de monaguillo en la iglesia del Sagrado Corazón. Nunca tuvo dudas sobre su vocación militar e ingresó en la Academia Naval de Annapolis, donde fue campeón de boxeo, y eligió a continuación servir en el cuerpo de marines.
La derrota en Vietnam, de la que se trajo también a EE UU un estrés psicológico de combate que forzó su hospitalización (fue hallado hablando solo y corriendo desnudo con un revólver), marcó a North, que culpó a los burócratas y a los políticos de haber impedido un triunfo militar norteamericano. Quedó emocionalmente marcado por la experiencia y se prometió a sí mismo luchar con todas sus fuerzas para que no volviera a ocurrir nada parecido.
Era el perfecto oficial, cumplidor hasta el agotamiento, eficaz. Y esta fama le atrajo la atención de John Lehman, que luego sería secretario de la Marina, que recomendó este patriota, que parecía simbolizar al poster del héroe americano a lo John Wayne, a Richard Allen, consejero de Seguridad Nacional.
Un hombre indispensable
Su audacia, increíbles hábitos de trabajo (16 horas de oficina en la que a veces se quedaba a dormir) y su capacidad de conseguir que las cosas se hicieran por encima de los trámites burocráticos y legales, le convirtió pronto en un hombre indispensable. Compartía los objetivos de Ronald Reagan: el antiterrorismo yendo a la fuente del mal; el apoyo a las guerrillas anticomunistas en todo el mundo y el derrocamiento de los sandinistas.
Desde la guerra de las Malvinas, cuando acompañó al secretario de Estado Alexander Haigtario a Buenos Aires y fue el encargado de trasvasar el espionaje norteamericano a los británicos, ha estado en todas las operaciones secretas de la presidencia de Reagan. Ya antes, con Carter, había gustado las mieles de una operación encubierta, el fallido rescate de los rehenes de Teherán en intento con helicópteros que concluyó en desastre en el desierto iraní.
La figura intrépida de North aparece en Nicaragua, El Salvador, Honduras, en la preparación y ejecución de la invasión de Granada, en el secuestro del avión de la TWA en Beirut, en el rescate de los rehenes norteamericanos en Líbano, en el audaz secuestro de los secuestradores del barco Achille Lauro, en el ataque contra Libia de abril de 1986 y en el increíble viaje a Teherán con una biblia para Jomeini firmada por Reagan y un pastel de chocolate en forma de llave. La actuación expeditiva de Israel fascina a este teniente coronel que trabaja muy cómodo con sus agencias de espionaje y convierte a este país en el principal socio de la operación secreta de venta de armas a Irán.
North convierte al NSC en una agencia operativa y a él mismo en el jefe de las operaciones encubiertas de una Administración a la que ofrece un atajo para conducir la política exterior, sin tener que someterse al engorroso escrutinio constitucional del Congreso. Para ello cuenta desde el principio con el inestimable apoyo del director de la CIA, William Casey, íntimo amigo del presidente y partidario de pasar a la ofensiva contra el comunismo no sólo en Granada, sino en empresas más grandes. Casey puso a la CIA a disposición de North pero se ha llevado, muy a tiempo políticamente, sus secretos a la tumba.
El momento más glorioso de la extraordinaria carrera de North, y también el que provocó su ruina, llegó con la operación ilegal de montar una red paralela de suministro bélico a los contra cuando el Congreso lo había prohibido. A este militar, que afirmaba abiertamente que la III Guerra Mundial se estaba jugando en las junglas de Centroamérica y guardaba en una caja de zapatos en su oficina fotos de los guerrilleros antisandinistas, no le importaba lo que dijera la enmienda Boland, que prohibía la ayuda de EE UU a los rebeldes Le bastaba con saber que su jefe Ronald Reagan, había afirmado: "Yo también soy un contra".
Varios testigos de la investigación han declarado que North siempre les dijo que "yo no haría nada que no estuviera aprobado desde arriba", y que actuaba siguiendo órdenes superiores. Pero en las últimas semanas ha comenzado a resquebrajarse la imagen de héroe del principal protagonista del Irangate y se asiste a un intento de arrojar sobre él la mayor cantidad posible de basura para convertirle en el chivo expiatorio del escándalo.
Fawn Hall
A esta pérdida de imagen han contribuido las revelaciones de su espectacular secretaria, Fawn Hall, quien, a pesar de afirmar que su jefe "es el sueño de toda secretaria", ha descrito cómo le ordenó destruir documentos con tanto apresuramiento que averiaron la máquina trituradora; también el descubrimiento de que North cambió 2.500 dólares de cheques de viaje procedentes del desvío del dinero a la contra para objetivos tan poco patrióticos y de salvación de Occidente como la compra de lencería femenina y de unos neumáticos de nieve; o una operación de falsificación de cartas que hizo para encubrir un regalo de una puerta de seguridad para su casa, con cargo a fondos del Irangate.
Por todo esto, la opinión pública comienza a preguntarse si North puede ser creído, incluso aunque declare bajo juramento. La extensión de este sentimiento es una bendición para la Casa Blanca, que afirma que no hay una prueba concluyente que vincule a Reagan con el desvío, de fondos a los contra. Pero existe un memorándum secreto explicando el desvío, que North preparó para su jefe inmediato, Poindexter, y que éste pudo trasladar al presidente en sus diarios despachos. Pierde también fuerza la supuesta fácil entrada que afirmaba tener North al despacho de Reagan.
Pocos creen que North tirará de la manta descubriendo el presunto conocimiento del presidente. Más bien se apuesta por una actuación patriótica de este teniente coronel, que refleja mejor que ninguna otra cosa la filosofía activista y ultra de esta Administración. North, ya proféticamente afirmó, en 1984, que "un día, tendré que dimitir de la Administración, en desgracia, y pagar el pato por el presidente". Es, posible que esa hora haya llegado.
También se baraja la posibilidad de que North defienda hasta el final su actuación y pase al ataque contra el Congreso, acusándole de preocuparse más de una minucia legalista que de atajar el comunismo en el patio trasero de Estados Unidos. En cualquier caso, el último acto de esta farsa, la palabra del anciano presidente contra la declaración de su hijo ideológico, promete una apasionante semana de julio.
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