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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El voto de los frívolos y desleales

COMO NO hay recambio, nada fundamental tiene que cambiar, ha venido a decir Felipe González comentando los resultados de las últimas elecciones. Los recientes datos sobre la positiva evolución de la situación económica han llegado justo a tiempo para reforzar esa espontánea inclinación del presidente hacia el continuismo. Sociólogos ad hoc confirman lo que Alfonso Guerra sabía ya por el ritmo de los latidos de su corazón: que los sectores más castigados por el paro y la marginalidad no habían abandonado al partido de los pobres, y que eran más bien las capas de filisteos pequeñoburgueses de las grandes ciudades quienes le habían negado el voto. Pues qué bien.Pero el Comité Federal del PSOE que se reúne hoy tendrá que avanzar algo más en el análisis. Por ejemplo: por qué el partido ha perdido en un año millón y medio de votos. Los 400.000 votos recuperados por Izquierda Unida desde las últimas legislativas sólo explican el destino de una parte de esos votos. ¿Adónde se ha ido el resto? Incluso si se suman los ganados por el CDS, resta por explicar el destino de otros cientos de miles de votos esfumados. Es cierto que sigue sin vislumbrarse en el horizonte una alternativa definida, el primer partido de la oposición pierde proporcionalmente incluso más que el del Gobierno y el auge de los regionalismos de centro derecha agrava la fragmentación y aleja, más que acerca, la construcción de dicha alternativa. El CDS se decanta, mientras tanto, como un verdadero partido bisagra. En resumen, los socialistas pueden encontrar todavía razones para sentirse bastante seguros. Todas menos una: millón y medio de ciudadanos les han abandonado.

Es inadmisible la suposición que sostienen círculos próximos a Moncloa de que existe un componente de frivolidad en la negativa de sectores de las clases medias urbanas a seguir votando al PSOE. La única frivolidad a la vista es la de un Gobierno que sigue cantando victoria incluso después de un serio revés electoral. Más bien parece claro que la base social en que se apoyaba el proyecto del cambio -trabajadores industriales y sectores ilustrados de la burguesía urbana- pone condiciones para seguir asociada al proyecto, o al menos para seguir confiando en la pericia del P$OE para llevarlo en solitario a la práctica. Vistos en su conjunto, los resultados del día 10 no suponen una impugnación total de las prioridades del Gobierno socialista, sino una retirada del aval incondicional con que contó hasta ahora. Si Felipe González y sus portavoces se empeñan en seguir no viendo esto, su deterioro no será circunstancial. Para evitar que en 1990 -suponiendo que no se adelanten las legislativas- se manifieste la ley del péndulo en la política española, los socialistas tienen que gobernar de manera diferente.

Eso no significa necesariamente modificar toda la política económica. Incluso si los últimos datos hubieran resultado menos esperanzadores, la necesidad de creación de empleo bastaría para confirmar que sigue siendo el momento de contener la inflación, moderar el alza salarial y controlar el déficit público. Pero deben abandonarse las condescendientes explicaciones tecnocráticas y poner el acento en el argumento básico: es un deber de solidaridad con los más desfavorecidos, los desempleados y los pensionistas, lo determinante para impulsar esa política económica. Pero ese deber de solidaridad atañe también, y muy fundamentalmente, a las clases del Estado. No habrá cambio de modelo en el crecimiento económico si no hay reforma de la Administración. No habrá competitividad frente a Europa ni capacidad de abrir nuevos mercados si no se desburocratiza nuestro Estado. No habrá trabajo para todos si no se lucha contra el pluriempleo. Y no habrá solidaridad si la Administración pública despilfarra, ignora, desoye y avasalla.

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Es la política, el discurso político, lo que ha fallado. Pero no porque se haya transmitido mal o haya sido deformado por los medios, como sostiene tan a menudo el Gobierno. Si el mensaje no se recibía bien era porque estaba averiado. El Gobiemo se ha cerrado al diálogo: con los sindicatos, con el Parlamento, con la Prensa, con la opinión pública. Sólo ha aceptado hablar cuando alguien ha salido a la calle para forzarle a hacerlo. En su maravilloso ejemplo de soberbia ha potenciado los corporativismos, la algarada y ha contribuido a desalentar a quienes creen en las instituciones de la democracia representativa. Ahora sigue impávido en la actitud, a la hora de valorar el resultado de las elecciones. Pero si no se cambian políticas y no se cambian personas será imposible recomponer los platos rotos de la jornada electoral. Que son mucho más, y más importantes, de lo que los conspicuos declarantes gubernamentales quieren reconocerse a sí mismos.

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