Karame, un veterano con anchas espaldas
Era el personaje favorito de los caricaturistas y los chistes de sobremesa en Líbano. No tenía una milicia a su disposición y, al contrario que tantos otros dirigentes libaneses, nunca había estado implicado en matanzas. Era uno de los últimos políticos, en el sentido tradicional de la palabra, del país de los cedros. Rachid Karame hablaba, negociaba, trapicheaba, llegaba a compromisos, y por eso su asesinato deja un poco más huérfana a la inmensa mayoría de libaneses, hastiados por 12 años de incesantes guerras civiles y actos terroristas.Karame murió espectacularmente, como manda la reciente tradición libanesa. En ese minúsculo país del extremo oriental del Mediterráneo, fallecer en el lecho propio, víctima de una enfermedad común, parece haberse convertido en un hecho antinatural. Hace cinco años, el anterior presidente de la República, el cristiano Bechir Gemayel, hermano del actual titular del puesto, Amín, fue reventado también por una explosión. Bechir aún no había tomado posesión.
El asesinado primer ministro era llamado el effendi, el señor. Era un título que convenía a su origen y a su estampa. Karame nació, en 1921, en una localidad cercana a Trípoli, capital del norte de Líbano. Su familia era árabe, musulmana suní, tradicionalista y adinerada. El padre de Karame había sido uno de los artífices de la independencia del país y del pacto nacional que, hasta 1975, reguló las relaciones entre sus principales comunidades religiosas: cristianos maronitas, suníes, shiíes y drusos.
Karame se diplomó como abogado en la universidad de El Cairo. A los 34 años fue el ministro más joven del Gabinete libanés, y desde entonces este soltero de pelo gris, talla media, hablar flemático e increíble reserva de paciencia se convirtió en el "tipo de las situaciones difíciles". Durante un total de 10 años no consecutivos ha sido primer ministro. Cuando el lío era enorme, se llamaba a Karame.
No tenía verdaderos enemigos políticos, ni siquiera en el bando cristiano, donde en las últimas semanas los más radicales apremiaban al presidente maronita Amín Gemayel para que aceptara su dimisión. Karame era un moderado que había simpatizado con el nacionalismo árabe que encamó el egipcio Gamal Abdel Naser y que, en su opinión, representaba hoy el sirio Hafez el Asad. Pero él creía que en una patria libanesa puesta bajo la protección de Damasco cabrían todas las confesiones. Karame no era partidario de arrojar a nadie al mar.
En 1984, con un país devastado por la guerra civil, la invasión israelí y el asesinato de Bechir Gemayel, Karame aceptó, una vez más, el puesto de primer ministro. Su Gabinete estaba compuesto de ministros de todas las confesiones, muchos de los cuales no eran otra cosa que jefes de milicias. Fue un Gobierno llama do de unidad nacional, que casi nunca se reunió al completo y que, desde principios de 1986, no mantuvo ningún contacto formal con el bunkerizado presidente.
El 4 de mayo, Karame tiró la toalla, pero, en un insólito gusto por la legalidad, el presidente Gemayel no aceptó su dimisión porque no la había presentado por escrito. Gemayel sabía que le necesitaba para cualquier proyecto de reconciliación nacional, y en Líbano todos esperaban ver un día de éstos cómo el bueno de Karame anunciaba, con su vocecilla aguda, que, "por sentido de la responsabilidad nacional", aceptaba continuar en el cargo.
La violencia destruyó, otra vez, en Líbano lo que debía haber sido normal. El atentado de ayer no sirve más que a los que quieren que ese país no salga nunca del caos. Gemayel, que no veía a su primer ministro desde hacía un año y medio, lloró ayer delante de sus despojos. Sus lágrimas eran sinceras. Las de los pueblos sirio y libanés, también.
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