Los jefes de las bandas
J. V. Los ministros llegaron en cochazos norteamericanos rodeados de una nube de civiles armados con metralletas y lanzacohetes. Los del lado cristiano venían del Este; los musulmanes, del Oeste. El punto de reunión eran las ruinas del antiguo hipódromo beirutí, en plena línea verde, o frente de batalla que divide en dos la capital libanesa.
Ocurrió el pasado verano, y se trataba de la primera reunión en muchos meses del llamado Gobierno de unidad nacional, que presidía Rachid Karame. El encuentro fue una gran noticia en Líbano, e incluso despertó el interés de los medios de comunicación occdentales. Su parecido con una reunión de padrinos mafiosos saltaba a la vista. Aquel día nadie las tenía todas consigo. Pese a que soldados del Ejército regular y milicianos de todas las tendencias habían rastreado los alrededores, la posibilidad de que todo el Gabinete o parte de él pasara a mejor vida no era desdeñable.
Aquella reunión no fue considerada oficial, porque no estaba presidida, como manda la Constitución, por el presidente de la República, el. cristiano Amín Gemayel. Desde principios de 1986, Karame y los ministros musulmanes no se hablaban con Gemayel, dado que éste se había opuesto al llamado acuerdo tripartito de Damasco, uno de los tantos planes de pacificación para Líbano que no condujeron a nada.
El Gobierno de Karame era excepcional. Sus miembros proclamaban todos los días la necesidad de exterminar a sus colegas, y frecuentemente sus milicianos se enzarzaban en batallas callejeras. Karame se enfrentaba con la obstinada resistencia de los cristianos a aceptar el hecho de que son minoría en Líbano. Él proponía, con el patrocinio sirio, un más justo reparto del poder político.
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