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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Desdichas de la burocracia

Hablar de la burocracia es abrir el cajón de las desdichas: el ciudadano se siente mal atendido y peor servido; los funcionarios se consideran injustamente tratados y escasamente retribuidos, y el Gobierno imputa el fracaso de sus buenas intenciones a la resistencia de los burócratas. Hablar de la burocracia es participar en una ceremonia de catarsis social, de la que se sale con el convencimiento de que el Estado es un desastre por culpa de un espíritu maléfico e inaprensible, que no hay modo de espantar y que hostiga a los españoles por pura perversidad, tan irremediable como la sequía.Para no repetir lo de siempre conviene levantar la vista de las miserias cotidianas -no por intrascendentes, sino por harto conocidas- y hacer un esfuerzo en la indagación de las causas profundas del fenómeno: porque ni la enfermedad es irremediable ni nada se consigue contando, una vez más, las dolorosas experiencias que todos hemos padecido. Demos por bueno, en definitiva, que todo va mal, que así ha sido siempre y que las cosas están aún peor que antes, para adoptar una actitud analítica, relativamente esperanzadora, aunque pueda parecer ingenua y, desde luego, no resulte tan cómoda ni tan fácil como sumarse al coro de las lamentaciones.

LABOR DE DERRIBO

En las alturas del Gobierno son tiempos de calma, en lo que a este punto se refiere. El ministerio anterior hizo una labor concienzuda de derribo para no dejar piedra sobre piedra del sistema precedente. La burocracia española es hoy un montón de escombros (cayeron lo malo y lo bueno juntamente), pero nadie se ha preocupado de perfilar la planta del nuevo edificio. En este solar inhóspito, invadido además por intrusos venidos de la política y de la ignorancia, cada cual se está edificando como puede una chabola de acomodo, sin orden ni concierto ni otra preocupación que la de sobrevivir individual o corporativamente, cobijándose del paro y sin atender los intereses públicos, cada vez más deteriorados.

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El actual ministerio parece un poco asustado de lo que se ha hecho y está frenando deliberadamente las que en su día se llamaron "medidas para la reforma", con el propósito, ya que no de dar marcha atrás (puesto que nada queda por demolir y sería políticamente impresentable), de planear algo nuevo, y esta vez sin precipitaciones, revanchismos ni afán depredador.

Ignoro si en esta etapa de reflexión ministerial va a propiciarse una reflexión colectiva, dado que parece útil que los ciudadanos, los partidos políticos, los técnicos y hasta los mismos funcionarios y sus asociaciones dieran su opinión; pero, en cualquier caso, bueno será aportar alguna idea, empezando por las más elementales, a ese hipotético debate nacional, que algún día (o alguna década) se desarrollará en torno a la burocracia y a su reforma. Porque lo que a todos afecta -y la cuestión afecta a todos los ciudadanos- debe ser estudiado en presencia de todos.

En mi opinión, el "problema de los funcionarios" debe ser abordado a la luz de, entre otros, los siguientes principios:

1. Renuncia a la ingenua pretensión de que sobran funcionarios y de que hay que comenzar por poner a la mitad en la calle para aliviar el presupuesto. Esto es una frivolidad. Guste o no guste, en España faltan empleados públicos. Y que nadie se lleve las manos a la cabeza por esta afirmación, porque así resulta de las estadísticas comparadas tanto con referencia a países socialistas como capitalistas. En este terreno es muy fácil ser adivino: por unas u otras razones, el número de funcionarios españoles seguirá aumentando inexorablemente en los próximos años. Y si esto es así, más vale que nos planteemos las cosas con mayor realismo, dejándonos de soluciones inviables. Porque resulta contradictorio protestar contra el número de funcionarios y contra la ración que tienen atribuida en los presupuestos, y luego exigir continuamente mayores y mejores servicios públicos, que no se quieren entregar a la gestión de la sociedad civil (y eso sin contar con el afán que los españoles tienen de asegurarse del paro entrando al servicio de la Administración).

2. El problema de la función pública no es un problema de los funcionarios, sino de los ciudadanos. Quiere decirse con esto que de lo que se trata no es de arreglar a los funcionarios, sino de atender a los ciudadanos. Para servir a los ciudadanos hay que ordenar previamente -como es obvio- a los funcionarios; pero el objetivo inmediato de las reformas no es conseguir que los funcionarios vivan bien, sino que sirvan bien al país. Las reformas deben hacerse, en otras palabras, pensando en los destinatarios de la actuación administrativa y no sólo en sus agentes. Lo que interesa de veras es que el hospital atienda a los pacientes, no la categoría administrativa de los médicos y de los escribientes. Si los médicos están injustamente tratados, mal podrán atender a sus pacientes; pero el objetivo de la ordenación de los médicos no es arreglar su situación administrativa, sino conseguir que, a través de esta justa ordenación, el hospital funcione. Aunque sin olvidar tampoco lo siguiente: de la misma forma que el ganadero ha de mimar a sus vacas para que produzcan leche en abundancia, el Estado ha de cuidar a sus funcionarios para que sean productivos y, a diferencia del ganadero, debe tener presente, con independencia de su rentabilidad, que son seres humanos y ciudadanos españoles, con derechos propios.

3. La reforma funcionarial no puede abordarse autónomamente como si de una pieza suelta se tratara. Esta reforma sólo puede tener sentido y viabilidad si se inserta en una operación más amplia, que comprenda la de la Administración, con su organización y procedimientos, la financiación y el control. En ningún caso debe confundirse la reforma de la función pública con la reforma administrativa: aquélla es una parte, y no la más esencial, de ésta. Concentrarse en los funcionarios, como suele hacerse, es una prueba de que lo que se pretende es arreglarlos a ellos y no al Estado ni a los ciudadanos.

4. Más todavía: si la burocracia pública está inserta en la Administración pública, la Administración pública está inserta en el sistema social. En su consecuencia, resulta imprescindible abordar estos temas desde una perspectiva social. Porque, de no hacerlo así, la Administración y sus funcionarios constituirán un mundo aparte, viviendo de la sociedad y no para la sociedad.

S. Reformar es adaptarse al entorno social y a sus exigencias. Las organizaciones privadas que no saben adaptarse perecen. La Administración pública que no se adapta no perece (puesto que el Estado es eterno, en términos históricos), pero opera como una doble carga social: por lo que no hace y por lo que no deja hacer a los demás. La Administración pública española tiene que adaptarse a las nuevas exigencias sociales, que cada día crecen, a la mentalidad democrática establecida en la nueva Constitución, a la peculiar estructura del Estado de las autonomías y, en fin, a las consecuencias de la integración de España en la Comunidad Europea. Aquí está todo por hacer, puesto que los objetivos concretos están aún por señalar y nada se consigue con la invocación de palabras hueras: cuando se dice, por ejemplo, que se quiere modernizar la Administración, nunca se aclara ni precisa en qué consiste tal modernización. Y ahora lo que necesitamos no son palabras, sino hechos, y para llegar a los hechos hemos de partir primero de ideas claras y concretas.

6. Convendría empezar señalando el papel de los protagonistas, determinando cuál es el de los políticos y el de los funcionarios y sus asociaciones y sindicatos, e incluso el de los ciudadanos. Porque en la Administración está entrando todo el mundo, todos quieren mandar o decidir y no está señalado qué es lo que corresponde a cada uno.

7. Importa acabar con la incongruencia de que se ha reconocido la autonomía política de las comunidades territoriales y, en cambio, se les está negando capacidad para organizar a sus empleados. De la misma forma que se ha reconocido la autonomía administrativa de las corporaciones locales y la autonomía funcional de innumerables entes y sociedades, y sólo unos pocos están en condiciones de organizar sus medios personales. Se impone, por tanto, restablecer el equilibrio, concediendo un adecuado margen de autoorganización o, si se quiere, admitiendo el "derecho a equivocarse"; porque es el caso que todos tienen derecho a equivocarse en la toma de sus decisiones, pero cabalmente no en las de personal, donde están estrechamente vinculados por una legislación básica del Estado, de carácter reglamentista. Es una hipocresía, en otras palabras, montar un servicio público (hospitalario, universitario, por repetir el ejemplo) y encomendar su gestión a un ente separado, pero no permitir que esta entidad organice los medios necesarios para prestar el servicio: así se establece una responsabilidad ficticia, habida cuenta de que el hospital tiene que dar la cara, pero no dispone de las facultades imprescindibles; si no se tiene confianza en él, lo mejor sería que la Administración creadora retuviera la responsabilidad y arrostrara directamente las consecuencias de los eventuales desaciertos.

8. Importa despejar el confusionismo existente entre los distintos regímenes de personal. En algunos casos será mejor contar con funcionarios, y en otros, con trabajadores, pero lo que resulta inadmisible es barajarlos en las mismas funciones aunque con distinto régimen jurídico e irritantes desigualdades. De la misma manera que hay que acabar con la ambigüedad de las negociaciones colectivas de los funcionarios, que se practican de hecho, pero que no se reconocen legalmente. Y nada digamos de la situación de los interinos y similares: cómodo instrumento administrativo para acoger personal al margen de la legalidad, y que se convierten luego en una tara gravosísima a la hora de regular el régimen de toda la función pública, que no parece sino dictada pensando en ellos.

9. Importa establecer un régimen inteligible y justo de retribuciones. Inteligible, porque en la actualidad la regulación del ordenamiento funcionarial es letra muerta por la incidencia de la ley de Presupuestos y de las instrucciones del Ministerio de Hacienda. Y justo, porque no se tienen nunca en cuenta los debidos parámetros de la posición y función relativa del funcionario dentro de la Administración ni de su comparación con los equivalentes en las empresas privadas. Las diferencias -a favor o en contra, según los casos- son sencillamente escandalosas; agravadas ahora, indirectamente, por la presencia de españoles en la Administración de la Comunidad Europea. En estos dos puntos es donde luce mejor la necesidad de lograr un equilibrio, harto dificil ciertamente, entre las directrices básicas del Estado y el margen de libertad que ha de tener cada administración pública respecto de su personal propio.

10. Se dictan mil decretos e instrucciones sobre el modo de seleccionar al personal y no se ha determinado aún qué clase de personas necesita la Administración para el cumplimiento de sus fines ni qué conocimientos, experiencias y aptitudes debe tener. Hoy se puede seleccionar bien, pero se hace a ciegas. Y lo mismo sucede con la formación y la promoción.

REFORMA MEDITADA

Estos 10 principios necesitan sin duda de una mayor concreción y desarrollo, que no tienen cabida en los límites del

presente artículo, de la misma manera que el catálogo podría aumentarse y aun multiplicarse. Pero bastan a los efectos propuestos de llamar la atención -en estos momentos de deseable pausa reflexiva- sobre la inspiración de una reforma meditada que pretende ir más allá de cumplir con un mero compromiso de programación legislativa. Si el Gobierno quiere de veras abordar este tema, debe esforzarse primero en conocer cómo es realmente la Administración española (paradójicamente ignorada hasta por ella misma), y luego levantar la vista de los problemas cotidianos de los funcionarios, pensando no solamente en ellos, menos, debieran servir.

Y convendría también dejar a un lado la obsesión por "la" reforma. Después de la experiencia de la Ley de medidas, cuando los funcionarios oyen hablar de este asunto, se echan a temblar, y con razón. Pero no se trata, naturalmente, de dejar las cosas como están, sino de percatarse de que reformar es un proceso continuado, no un acto espasmódico, que arregla las cosas en un día y para siempre. Reformar es ir rectificando cotidianamente las piezas una a una, aun que eso sí: con la vista puesta en un sistema o modelo coherente, que es cabal mente lo que nos falta en España y que ya es urgente e imprescindible ideal con imaginación, sentido de la realidad y, sobre todo, altruismo, es decir, prescindiendo de las ventajas y privilegios que pueden obtenerse de la ocupación de cargos por parte de políticos o funcionarios.

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