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Marañón

Fue un gran acierto de Alfredo Juderías, compilador de las Obras completas del doctor Marañón, el dedicar las 1.000 páginas largas del tomo primero a reunir los prólogos que puso don Gregorio a numerosos libros a lo largo de su vida. Su lectura seguida nos hace ver que no se trata de escritos de compromiso para cumplir con el autor amigo o pedigüeño, sino que son pretexto ideal para hacer con ellos mínimos ensayos sobre multitud de temas que le importaban y para los cuáles no podía esperar de su vida, tan apretada, el regalo de unas sobras de tiempo para desarrollarlos con morosidad. En ocasiones, además, nos dan noticia de sus tribulaciones personales, como el prólogo a su traducción de la biografía de El Empecinado, de Hardmann, hecho durante su estancia en la cárcel madrileña, en 1926, cuando la dictadura, "buscando un esparcimiento en las largas horas en que he gustado la áspera bienaventuranza de sufrir por la justicia". "Yo suelo comparar los prólogos -dice en el Breve prólogo sobre mis prólogos, una especie de media verónica literaria con que remata la suerte de esos prefacios- a esa esterilla que se coloca a la entrada de las casas..., que cumple un papel auténtico y otro simbólico: el auténtico, dejar en ella el barro de la calle; el simbólico, preparar el espíritu, en los segundos que dura la plantar fricción; para un hecho siempre trascendente, que es deslizarse del mundo exterior y recogerse en el ambiente cerrado donde nos espera una vida distinta". No hace falta siquiera ser entendido en la materia del libro, "porque es justamente el que no sabe el único que puede enseñar ese importante lado de la verdad que sólo ven los que no la conocen". Y más que hablar del libro mismo andan esos prólogos en torno a él, demostrando -y por eso señalo esta obra suya, en definitiva menor- la omnímoda curiosidad intelectual, a la par que la profunda generosidad de este hombre extraordinario que nació en Madrid hará el próximo día 19 justamente 100 años. No fueron sólo su talento, su saber, su responsabilidad social y ética los que dieron forma a esa egregia personalidad. También su época, en la que se despertaron o se hundieron tantas cosas importantes, le proporcionó tiempo y distancia para desarrollarla. El espacio se percibe en tiempo, y el tiempo, en espacio, y el cambio es la manifestación de la existencia de uno y otro. El mundo de Marañón fue de acelerados y sustanciales cambios. El que ahora vivimos es bien distinto: más estrecho precisamente porque todo está más cerca, habitado por gentes con poco tiempo, tan hacinadas que no dan lugar para que vuelvan a surgir figuras como las declaración y otros grandes españoles de su tiempo. Aunque no fueron héroes ni semidioses,lo simplemente los mejores, ya Sciaccia -el radical Sciaccia- nos ha advertido del peligro: "Parece, como mínimo, grotesca la teoría de que un pueblo puede, o incluso debe, no tener en cuenta a los héroes. Al contrario, me parece que el crepúsculo de los semidioses, actualmente, ha sido fatal para la sensibilidad pública. Me gustaría mucho que nacieran nuevos héroes, por ejemplo en la Ciencia Cultos y heréticos".

¿Por que Marañón se dedicó a la medicina? Nada ha dicho él mismo de la cuestión, en esos raros momentos en que se permite aparecer en sus propias páginas. Su niñez, muerta muy joven su madre, transcurrió tanto a su padre, don Manuel Marañón y Gómez-Acebo, un jurista notable, amigo de Galdós, de Pereda, de Menéndez Pelayo, con quienes coincidían padre e hijo, durante sus largos veraneos santanderinos. Marañón-niño asistía, con fervor y en tímido silencio, a la tertulia de aquellos escritores, tan distanciados ideológicamente, de los que aprendió "la gran lección de la tolerancia", de la que sería después denodado practicante. Por qué no tomó el camino familiar de las leyes? Para Marañón la vocación despierta tarde, incluso después de tener que elegir la carrera o la profesión: Decide nuestro porvenir el consejo de cualquiera o la simple imitación de un amigo, o la tradición familiar... o cualquier otro motivo no menos impregnado de azar...". Pedro Laín, in la rauda y exacta biografia que encabeza las citadas Obras Completas, sugiere -y me parece una visión certera- que "acaso fuese la instancia decisiva el prestigio del médico en la literatura del siglo XIX", que tan a fondo había leído Marañón en su adolescencia. En todo caso, no me cabe duda alguna de que, desde joven, allá en el hondón de su alma, estaban juntas dos vocaciones: la de médico y la de escrotpr, la praxis y la theoria de escritor.

Yo me encontré con el Marañón escritor, de joven, al leer su sayo sobre el hombre-pez en número de la Revista de Occidente de noviembre de 1933. Claro está que la familia Marañón y la familia Ortega manteníamos, a todos los niveles de edad, una amistad cordial y un trato frecuente. En su domicilio , Serrano, 43 -dos casas más allá de la nuestra- se reunía la redacción de aquella revista Juventud que, dirigida por Gregorio hijo, nos divertíamos en hacer, entre ingenuos y pedantes, los hijos de algunos famosos esitores de entonces. Don Gregorio solía asomarse al cuarto de la redacción, para orearse un rato de los pacientes que esperan en la sala, y nos daba ánimo e ideas. La leyenda del hombre-pez, un hombre que podía estar sumergido en el agua indefinidamente y nadar sin reposo, la recogió el padre Feijoo de la histoa del peje Nicolás y, la más cerana a él, de Francisco Vega, el adador de Liérganes, cubierto, e escamas. Marañón, que tanta dmiración profesaba al ilustre fraile, al que dedicó uno de sus libros más famosos (Las ideas ideológicas del padre Feijoo), corrió aquí la excesiva credulidad de Feijoo. "Verosímilmente, Francisco Vega", explicó, "era un cretino, casi mudo, y los cretinos, por su escasa función tiroidea, consumen menos oxígeno ... ; nadaba con pericia y resisencia extraordinarias y se suaergía mucho más tiempo que as muchachos de su edad". No excluye la ciencia, como es sabido, que el hombre proceda del pez que se quedó varado en la playa al elevarse los continentes. Un pez que sería muy inteligente, aunque nada cretino, aunque a veces algunos de sus humanos descendientes lo parezcan.

Desde aquella lectura seguí con asiduidad sus artículos y sus libros. El médico, el endocrinólogo, el historiador, el escritor y el político y otras mu-

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chas facetas del proteico doctor, serán resaltadas por plumas de mayor autoridad que la mía en el suplemento de homenaje que el próximo jueves le dedica este periódico. Pero me permito decir esto:

Como médico tuvo ideas sutiles, como la de que "a veces un cierto grado de enfermedad es el único modo de prolongar la vida. En otras palabras, que hay enfermedades respetables, es decir, enfermedades que, con toda cautela y medida, se deben mantener". Practicó, como aconsejaban los antiguos y, observa Laín-, la bondad como fundamento de su arte de curar, y supo ser maestro de úna escuela perdurable. Como Spolítico, de liberal, hizo siempre lo que debía hacer, aunque le repugnara la política, y como escritor fue acendrando su pluma, día a día, hasta culminar en ese maravilloso Elogio y nostalgia de Toledo, ¡Toledo y Marañón! "En uno de sus cigarrales",

"En uno de sus cigarrales en Madrid en las horas terribles del verano de 1936, "han transcurrido mis horas mejores, las más fecundas de estos 14 años, de 1922 a 1936, los más sobresaltados de la historia de España. Allí están escritos todos mis libros, en su paz transida de pasado y de pensamiento, que es pasado y futuro". Era el Cigarral de Menores al que ese día quería "dedicar a su sencilla historia unas páginas mientras llega de allá lejos un eco remoto de guerra, y con él, la duda de si lo volveré a ver".

Acudí varias veces a su piso de la Rue Georges Ville, en su exilio de París -coincidente con el de mi padre-, donde pudo ejercer su profesión por ser doctor honoris causa de la Sorbona. Por su casa pasaba gente de muy diferentes pelajes, amigos y enfermos, españoles y suramericanos, muchos de los cuales iban a husmear qué noticias tenía don Gregorio, hombre siempre muy bien informado. A él debe la familia Ortega que no muriese mi padre en 1938 de una obstrucción de colédoco. Su estado general era tan malo que el doctor Gosset, el gran cirujano que había llevado Marañón, no se atrevía a operarle. Y sólo se decidió cuando don Gregorio le dijo: "¡Adelante! ¡Usted no sabe lo que es un celtíbero!".

Cuando murió don Gregorio, en Madrid, su esposa,Lola -Dolores Moya-, piedra angular de su vida, sin la cual ésta no puede explicarse, nos dejó entrar a Simone, que mujer, y a mí en la habitación mortuoria. Aún estaba en eI lecho y parecía dormir en gran sosiego, la cara serena. Lola, mirándole, dijo a media voz: "¡Gregorio, qué guapo eres!". No conozco pensamiento más hermoso de una mujer en la muerte del hombre de su vida.

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