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EN EL AÑO DEL CONEJO

El pedal y la electrónica

Paradojas y contradicciones del desarrollismo en la República Popular China

Un alto dirigente chino, durante uno de los numerosos discursos pronunciados con motivo del Año Nuevo, que comenzó el pasado 29 de enero del calendario occidental bajo el signo del conejo, lanzó a primeros de marzo la siguiente indicación de lo que la República Popular espera obtener mediante la cooperación económica con Occidente: "Será difícil que se concedan nuevas autorizaciones para construir hoteles. Lo que queremos son consultoras. Lo que queremos es tecnología". La proliferación de grandes hoteles de lujo es, en efecto, un resultado chocante del proceso de apertura iniciado por China hace cinco años, para encanto de una población que vive sus primeras experiencias consumistas, sin dejar de expresar algunos temores vagos: "¿Sabe?", irrumpe una joven china en una conversación, "lo que nos da miedo de la civilización occidental son el. SIDA y los atracos".La cadena norteamericana Sheraton inauguró en octubre un hotel en Shanghai, una enorme mole aterrazada con, tal vez, 1.000 habitaciones, que parece poner un límite claro a esta ciudad excesiva desde el fondo de la avenida de Nankín, ya cerca del aeropuerto. El otro límite, también ficticio, dado que la fuerza expansiva de Shanghai no ha tolerado fronteras ni normas de desarrollo, serán los grandes edificios británicos del Bund, el paseo que da deirectamente sobre los muelles del río Huang Po, uno de los puertos más activos del mundo. Construidos al estilo de los años treinta, conservan su dignidad pese a algunas muestras de deterioro.

Un universo de viviendas mezcladas con industrias que lanzan sus humos al aire sin complejos y con torres en construcción que brotan aquí y allá sin orden ni concierto aparente se extiende sobre más de 100 kilómetros cuadrados entre esos dos lindes arbitrarios. La pobreza general asoma por las ventanas mal iluminadas de los bloques de apartamentos de los años cincuenta, en tanto que las típicas casitas chinas de dos pisos, muchas de ellas reducidas por el tiempo a la condición de chabolas, sin agua, ni cocina, ni ningún tipo de servicios sanitarios, dejan traslucir una miseria innegable.

Dos ascensores, que en ese contexto parecen sacados de algún relato de ficción científica, trepan por la fachada del Sheraton, iluminados por luces intermitentes, rojas y azules. La clientela lee los principales periódicos estadounidenses y europeos de la víspera, que llegan puntualmente. Un discreto servicio de seguridad controla la entrada de ciudadanos chinos, pero a nadie se le pide que se identifique. Un elemento de selección natural es el sueldo medio de entre 2.000 y 3.500 pesetas que percibe un trabajador urbano chino, según datos oficiales. Con ese dinero, apenas si podrían pagar dos desayunos en el hotel de lujo.

Para la gran mayoría de los 14 millones largos de habitantes que pueblan esta metrópolis varias veces más contaminada que Los Ángeles, la vida transcurre entre el trabajo, al que dedican 56 horas semanales sin apenas vacaciones, y la calle. Las viviendas, en muchas de las cuales tres generaciones comparten una misma habitación, casi no permiten más que un poco de televisión y el sueño.

Las calles de Shanghai son, por ello, un excelente escaparate de la actual vivencia china del desarrollo económico y la apertura a Occidente, al margen de constituir una realidad suficiente como para echar por tierra cualquier idea preconcebida sobre el carácter disciplinado del pueblo chino. Numerosos coches nuevos, en su mayoría de marcas japonesas, pero también alemanas occidentales y suecas, compiten con viejos camiones, con millares de bicicletas y peatones por un espacio escaso, en el que los semáforos sólo se respetan ocasionalmente.

Pese a la campaña contra la liberalización burguesa, las vallas publicitarias siguen ofreciendo a la población ingenuas imágenes de felicidad familiar en torno a la lavadora o al televisor gigante. Luego, esas incitaciones al consumo tienen su traducción práctica en el anciano que transporta a golpe de pedal su frigorífico nuevo, o en el padre de familia que saca la lavadora nueva a la calle para hacer la colada sobre la acera, porque dentro de la casa no tiene sitio ni agua. Otra imagen reveladora del incipiente consumismo chino la ofrece el marido que pedalea hacia su casa arrastrando un sofá cruzado sobre un carrito, y a la esposa, satisfecha, sentada en el centro del mueble recién adquirido.

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Al margen de rehabilitar muchos templos budistas y de otras religiones -con una clientela sorprendentemente joven-, la política de Deng Xiaoping ha abierto también Shanghai al cine de Occidente. Las colas para ver a Christopher Reeve volando en Superman, o Love Story, dan prueba del éxito del experimento. En un teatro de la ciudad se representa, en chino, La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams. Pero las películas más taquilleras siguen siendo los kunfús hechos en Hong Kong y en la propia China.

"Change, change"

Pekín, como Shanghai, refleja signos decisivos de los nuevos tiempos. Cerca del gran retrato de Mao que cuelga sobre la puerta principal de acceso a los antiguos recintos imperiales de la Ciudad Prohibida (no es fácil encontrar en la capital otra imagen del gran líder) grupos de jóvenes murmuran al turista "change, change", la cantinela del mercado negro de dinero que permite a los chinos hacerse con los billetes necesarios para comprar en las tiendas de extranjeros.

Pero en la capital, las muestras perceptibles del progreso económico conseguido en los últimos cuatro años son mucho más sólidas que en la gran ciudad portuaria del sur. La construcción es frenética, y no se trata sólo de hoteles de superlujo -Pekín tiene ya una docena de ellos-, sino de grandes torres de apartamentos. Desde el centro de la ciudad se contempla quizá un centenar de estos edificios nuevos, así como la actividad de las apisonadoras que reducen a escombros los barrios de chabolas que resumen la miseria de muchos ciudadanos.

La mayoría de los occidentales con intereses en el país consideran que estos resultados constituyen una realidad mucho más firme que las polémicas internas en que se hayan podido enzarzar los dirigentes chinos, y no temen por el futuro de sus negocios.

En cuanto a los propios chinos, se expresan con la prudencia del que es consciente de que no sabe muy bien lo que ocurre. Los altos funcionarios de Pekín parecen poner una vela a Dios y otra al diablo. Por una parte, envían a sus hijos a estudiar a Estados Unidos, apostando por un futuro tecnocrático, pero vuelven a vestir el traje Mao por si los vientos acaban soplando del Este. Los ciudadanos de a pie se confortan como pueden.

Una mujer de mediana edad y formación universitaria asegura que "eso de la campaña contra la liberalización burguesa queda sólo para los del partido, porque así lo ha dicho el Gobierno". Luego recuerda los horrores de la revolución cultural, y concluye: "Los chinos ya han tenido bastantes campañas de masas, y no se prestarían a ser arrastrados a otra". A continuación, y con un deseo evidente de cambiar de tema, pregunta con la mayor naturalidad: "¿Y a usted cuál le parece el país más decadente de Occidente?".

Una perspectiva histórica

La apertura a Occidente es un problema constante de la historia china desde que, en 1862, el imperio hubo de buscar la ayuda de las mismas potencias que le habían humillado durante los 20 años anteriores con las guerras del opio para sofocar la rebelión Taiping. La derrota de China frente a Japón en 1895, otro hito histórico del mismo calvario, impulsó un intento de occidentalización más decidido promovido en 1898 por Kang Yu Wei, un letrado de Cantón que obtuvo el apoyo del emperador Kuang Siu para su proyecto.Las dificultades de estos intentos de apertura parecen mantener una curiosa continuidad histórica. Por un lado, han sido ambiguos en cuanto a sus ambiciones y objetivos. Así, Kuang Yu Wei era un hombre obsesionado con la idea de que la occidentalización no implicara para China la pérdida de sus esencias confucianas. Por otro, los procesos de modernización chocan con los designios centralizadores de los dirigentes del país más poblado de la Tierra, y en concreto con los intereses de una burocracia creada bajo la dinastía Han, en el siglo III antes de Cristo. El intento de Kang duró sólo 100 días.

El actual intento de apertura de Deng Xiaoping, reflejo de su política de resultados prácticos, sucede a más de una década durante la que la revolución desde la base de Mao Zedong mantuvo el país tan cerrado como en las épocas imperiales más autárquicas.

Nada seguro se sabe de la amplitud ni el carácter de la crisis, manifiesta desde el pasado mes de enero, que el proyecto de Deng ha abierto en la dirección china. Es claro que la apertura ha producido ya desequilibrios, y principalmente, en 1985, el primer déficit comercial de la historia de la República. Ese resultado negativo parece ser consecuencia del incremento de la importación de materias primas, necesario para atender el aumento de la demanda de consumo fomentado desde el Gobierno. El mismo año, y según datos oficiales, cayó drásticamente la cosecha de grano, que en 1984 había registrado un récord, y las autoridades achacan el fenómeno a que los campesinos reinvierten menos. Por otra parte, varias administraciones locales favorecidas por la descentralización, y notoriamente la de Shanghai, han registrado déficit presupuestarios, que los poderes centrales achacan tanto a la mala planificación como a corrupciones varias.

Probablemente, este cuadro de resultados ha favorecido la intervención pública de los sectores del Partido Comunista Chino más opuestos a las reformas, en mayor medida que las manifestaciones estudiantiles de finales del pasado año.

Del movimiento de oposición a Deng se sabe poco, al margen de sus declaraciones de ortodoxia maoista. La personalidad de algunos de sus protagonistas obliga, sin embargo, a matizar esa ortodoxia. Por ejemplo, Peng Zhen, de 84 años, presidente de la Asamblea Nacional Popular, fue una víctima destacada del maoísmo, hasta el punto de que la revolución cultural comenzó realmente en marzo de 1966 con la purga de Peng Zhen, entonces secretario del partido en Pekín. Su destitución, decidida personalmente por Mao, vino a demostrar que el movimiento lanzado por el Gran Timonel se orientaba muy específicamente contra la burocracia del partido. Peng Zhen era el paradigma de estos burócratas.

También es un burócrata tradicional Chen Yun, de 81 años, otro de los portavoces de la contestación a Deng. Economista liberal durante los años cincuenta y sesenta por su oposición al colectivismo maoísta, es el gran señor de la economía china desde 1979 y el exponente de la teoría del pájaro enjaulado que aboga por un control central absoluto de las fuerzas productivas. Es evidente que, hoy como ayer, la burocracia tiene mucho que perder en un proceso de apertura a Occidente que implica descentralización y una nueva mentalidad tecnocrática.

Estos oponentes de Deng, integrantes, junto con Wang Zhen, de 78 años, y el presidente Li Xianian, de 82 años, de lo que algunas publicaciones occidentales denominan la banda de los viejos, representan la línea que en los años cincuenta y sesenta opuso a la idea de revolución popular de Mao un modelo soviético dirigista, y es dudoso que puedan plantear alternativas al proyecto de Deng ahora, precisamente cuando la Unión Soviética se orienta por caminos que China comenzó a recorrer hace seis años.

Por todo ello, Deng Xiaoping sigue controlando el timón de la política china. A la luz de los últimos acontecimientos, Deng se presenta, del mismo modo que Kan Yu Wei en 1898, como el. hombre decidido a modernizar China mediante una apertura a Occidente sin perder en el camino las esencias ideológicas. Pero las circunstancias históricas le son más favorables que al abogado de Cantón y dispone de un mayor margen de maniobra.

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