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Decibelios

Dice Michel Serres que quien tiene el ruido tiene el poder. La Iglesia monopolizó las campanas, el Ejército fue dueño de los tambores, y el Estado ordena y disuade con las sirenas. El poder siempre se reservó la titularidad de las fuentes de ruido más intensas. Acaso porque la manera más eficaz de silenciar al pueblo es dejándolo sordo como una tapia. Según esta seductora regla de tres, no sólo los pueblos más ruidosos son los más poderosos, sino que aquellos individuos capaces de emitir más decibelios que nadie son los de mayores privilegios sociales. Luchar contra el ruido es rebelarse contra el poder. La idea es brillante, pero no funciona si la aplicamos a este país.Cerca de medio millar de especialistas (ruidólogos, supongo) reunidos en Zaragoza acaban de dictaminar que España, con un nivel de 73 decibelios, es el segundo lugar más estrepitoso del planeta. El primer puesto confirma la regla de Serres, es Japón, con más de 84 decibelios. Desgraciadamente, no somos el segundo país más poderoso del mundo. Ni mucho menos puede sostenerse que los más ruidosos sean los más poderosos. Es todo lo contrario. Las grandes fuentes del ruido las tiene aquí el pueblo liso y llano. Ahí están las tamborradas, las mascletás, los riauriau, las charangas, los sanfermines, los chupinazos, las saetas o cualquier juerga callejera. El único derecho que tenemos es justamente producir y emitir más decibelios que el poder. Como contrapartida, nuestros poderes aprovechan el ruido callejero para hacerse los sordos. Socializan el ruido, pero monopolizan el silencio, que es una de las cosas más difíciles de refutar. Comprendo que los ruidólogos estén alarmados con nuestro fragor. Pero que también comprendan que en esos 73 decibelios van incluidos nuestros más queridos y democráticos ruidos. Desde el viejo estruendo del idioma castellano hasta esas formidables tracas falleras que, soy testigo, sobresaltaron al embajador, un norteamericano duro acostumbrado a los célebres decibelios de Beirut.

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