Se consumó el acto
Durante los días pasados, desde los medios de comunicación se ha insistido en desmenuzar analíticamente la Lulu de Alban Berg, de acuerdo con la relevancia sociocultural que suponía el estreno español de la versión en tres actos dirigida por el responsable de la misma, Friederich Cerha. Después de la primera de las cuatro audiciones en el Liceo parece de ley volver al carácter primero de Gesamtkunstwerk, de obra de arte total que, como, pocas otras, posee tan ensimismada como rotundamente bella creación.El gran elogio que merece la iniciativa liceísta es el de haber conseguido ofrecer un espectáculo total. Ciertamente, no había otro modo de consignar al público en condiciones dignas esta ópera, por todas las buenas razones aducidas en los estudios previos al estreno antes señalados; pero conseguirlo -y de nuevo por el mismo cúmulo de buenas razones- no era tarea precisamente fácil. Pues bien, se puede decir sin rubor que en Barcelona se ha consumado el gran acto de amor -y valga la licencia tratándose de Lulu- entre la obra y el espectáculo de arte.
Lulú
Alban Berg, sobre textos de Franz Wedekind. P. Wise, G. Linos. F. Mazura, H. Hotter, J. van Ree, D. George y A. Kuhn en los principales papeles. Producción: Opera de Viena.Dirección escénica: W. Weber. Orquesta dirigida por F. Cerha (director asistente: S. Lano). Barcelona, 6 de abril.
La producción llegada de la Opera de Viena dirigida por Wolfgang Weber es pura maravilla, de esas que conviene no dejarse perder, aunque sólo sea por amor al teatro. De fondo, impertérrita e inamovible, una masa exterminada de impolutos caballeros con bombín y corbata, dispuestos con rigor de concentración nazi: es el primer bofetón de una larga serie, pensada para desperezar la falsa conciencia de quien pretenda mantenerse al margen. Entre los convidados de cartón-piedra y los de carne-hueso del público, unidos en el circo, la acción: "Entren señoras y señores para contemplar los monstruos sin alma", anuncia el domador al comienzo de la función. Y ya no queda más que dos alternativas: o levantarse e irse o dejarse maltratar durante tres horas por Lulu, por su angustiosa vaciedad que, una y otra vez, nos obliga a interrogarnos sobre nuestro ser y estar en el mundo.
Mujer fatal
Patricia Wise, que encarnaba a la mujer fatal, estuvo inteligentísimamente perversa en eso. Al principio parecía como si su ligero timbre no acabara de integrarse en el paisaje sonoro diseñado por Berg, levitando por encima de él sin sentirse parte integrante. De eso se trataba, precisamente: la ópera de Berg es revolucionaria, entre otras cosas, porque se teje alrededor de una ausencia, esto es, de un mito que vive solo en las relaciones capaces de crear en los otros. Schön, Alwa, Schigolch, la condesa de Geschwitz, Jack el Destripador y nosotros mismos, en tanto que espectadores del circo de las pasiones, no somos más que emanaciones del mito central, real únicamente en la medida en que genera tales emanaciones, cada una de ellas con sus propias normas de comportamiento, sus angustias intransferibles.
Adorno ha dicho de la estructura de esta música que "como Lulu con sus amantes, no ha pretendido jamás parecer otra cosa que aquella por la que se la ha tomado; precisamente por ello se la toma por lo que es: una música que posee su substancia perfectamente en la apariencia, como su propio único objeto: la belleza". Friederich Cerha ha conseguido transmitir todo eso, tanto a través del minucioso trabajo sobre la partitura como del realizado con la orquesta del Liceo.
El profundo compromiso con la substancia de la obra de esta versión se manifiesta en la apariencia con la simplicidad de las dos caras de una moneda cuyo precio es la belleza.
Franz Mazura, en su doble papel del doctor Schón y Jack el destripador, estuvo especialmente brillante, y, el veteranísimo Hans Hotter ciertamente no le andó a la zaga en su interpretación del viejo y ambiguo Schigolch. Pero se hace necesario destacar la labor de conjunto.
Babelia
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