Huelgas y borrascas
LA SUCESIÓN de huelgas, día tras día, hasta configurar un panorama actual y un inmediato porvenir de gran paralización en la actividad nacional, preocupa a todos los españoles, excepto, al parecer, a ese puñado que se reúne en los Consejos de Ministros, a juzgar por el silencio pertinaz y la pasividad que exhiben el Gobierno y su presidente. A las numerosas jornadas lectivas perdidas ya en casi todos los ,niveles de la enseñanza se sumó y sigue sumando la dejación de atenciones en multitud de hospitales. A las manifestaciones de tractores se añaden las huelgas de ambulancias, a los paros de los profesores de EGB en las escuelas públicas se unen los de la enseñanza privada, los médicos rurales y recientemente otros profesores de enseñanza media por motivos distintos. La falta de acuerdo en la negociación de los convenios colectivos ha desatado una ristra de huelgas en la construcción, que afectan a la mayoría de las provincias, y ya se agregan los paros en las empresas de automoción y cualesquiera otras que, como es previsible, no alcanzarán fácilmente un pacto. Esto, aparte del grave problema que se ha planteado en Reinosa y que sigue sin solución.En el horizonte de la próxima semana, los empleados de las compañías de transporte público han convocado estratégicamente sus días de huelga para producir el mayor daño en la población y el mayor deterioro en los ingresos turísticos. Hasta los 87 paradores nacionales se unen en días críticos para multiplicar el deterioro. Desde Iberia y Aviaco hasta Renfe, los paros en el Metro madrileño o en compañías de transporte naval, las comunicaciones por tierra, mar y aire tienden a sufrir un colapso ante el cual, de nuevo, la indiferencia de la Administración rebasa los niveles de la paciencia ciudadana. Si, pese a todo, los españoles se deciden a viajar durante la Semana Santa, la congestión en las carreteras puede incrementar las ya de por sí alarmantes cifras que en jornadas similares deparan las redes viarias españolas.
Poca duda cabe de que en el movimiento de los médicos o en la actitud de los catedráticos, escocidos por la ley socialista sobre incompatibilidades, es posible descubrir un componente político unido a la reivindicación laboral. Igualmente es inocente negar que en las revueltas estudiantiles no hayan participado intereses ajenos a las meras solicitudes académicas. Sin embargo, es también innegable que en la autoridad económica, planteando los objetivos para 1987 ha existido un grado de incompetencia y una falta de pulso político. Si es cierto, como se anunciaba, que 1987 sería el primer año en que se advertiría la salida de la crisis económica, no cabe duda de que el Gobierno ha hecho poco para que en estos meses se consolidara el cambio de situación. Más bien al contrario, ha sido el Estado como empresario y el sector público en general quien ha representado el papel de pionero y protagonista máximo de la conflictividad. La irresponsabilidad sindical, el culto al corporativismo, el oportunismo de algunos sectores... De todo hay en el panorama. Muchas de las huelgas a las que asistimos no sólo son impopulares, sino que no están justificadas en absoluto a los ojos de la opinión pública. La conflictividad en la sanidad, so pretexto de que ésta no funciona, es además el punto de encuentro de todas las demagogias de la izquierda y de la derecha y un ejemplo clarísono de hasta dónde puede llegar el propio aprecio de un sector de la clase médica. Las huelgas en los transportes no dañan a las empresas tanto como a los usuarios.
Pero el silencio no puede ser la respuesta. Y el silencio es lo que prima ahora en el Gobierno. Reconocer que la cadena de huelgas refleja un malestar en el que va incluida la torpeza de los gobernantes sería el primer paso para empezar a solucionar este trastorno civil. Gobernar no es sólo hacer leyes ni dictar nombramientos. Gobernar es exactamente eso: conducir una sociedad, infundirle confianza y seguridad en su destino. Para eso lo primero es hablarle, aunque sólo fuera de cuando en cuando.
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